Redacción
Marcos Roitman*
Cada cierto tiempo América Latina provee al mundo de experiencias políticas cuya trascendencia constituyen parte de la historia y la cultura universal, desde los movimientos indígenas de resistencia ante la conquista y durante todo el periodo colonial.
Asimismo, las luchas campesinas de los sin tierra en el Brasil del siglo 21, los movimientos étnico-culturales en los países andinos, y por su ejemplo y singularidad en la estrategia y formas políticas de actuación, culminan con la emergencia del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en México.
Tales experiencias tienen un común denominador: forman parte constituyente de las luchas democráticas, los derechos ciudadanos y las libertades públicas en América Latina. Radicales y precisas por el sentido de sus reivindicaciones, nunca han sido improvisadas. En cualquier caso, lo contingente juega un papel destacado en su desarrollo, determinando, la mayoría de las ocasiones, la marcha de los proyectos democráticos en América Latina.
Nadie previó el surgimiento de las luchas antimperialistas y democráticas de Sandino en Nicaragua, de José Martí en Cuba, de Salvador Allende en Chile, de Zapata en México. Todas luchas y nombres propios con los que se ha terminado por identificar procesos políticos con hondas raíces democráticas y libertarias.
Los triunfos, fracasos o reveses democráticos han dejado grabado en la historia del continente nombres y personajes representativos de dichos proyectos. El Chile de Allende, la Guatemala de Arbenz, el Brasil de Joao Goulart, la República Dominicana de Juan Bosch, por citar sólo algunos ejemplos.
Tras ellos emergen historias sociales y movimientos políticos. Lo común al adjetivar parte importante de la historia de un país tras un nombre propio es el reconocimiento a la vida ejemplar de sus líderes. Mención llena de compromiso, ética y trasparencia política.
Los actos derivados de sus convicciones son claros y distintos, no tienen dobles o triples caras. Eso sí, muestran aristas y son contradictorios, no presuponen ignominias y la claudicación de principios políticos. Son actos y actores diferentes, eso los hace singulares, y así nacen los liderazgos democráticos claramente enfrentados a las tiranías de caudillos y caciques autoproclamados salvadores de la patria o libertadores supremos.
Sin embargo, las vidas ejemplares proyectan responsabilidad y compromiso democrático. Son un referente obligado para la colectividad de la que emergen y a la que representan, por tanto, no están exentas de adulación o endiosamiento.
Dicha adulación puede anular el sentido reivindicativo democrático y llegar a desfigurar aquella vida ejemplar hasta convertirla en una grotesca caricatura. Evitar dicha descomposición es tarea colectiva y una responsabilidad política de quienes se comprometen con el proyecto libertario y democrático.
Por consiguiente, y más allá de las vidas ejemplares, hay fuerzas sociales reales que hacen la historia desde su cotidianidad al dar fuerza y nutrir continuamente el proyecto democrático posteriormente sintetizado en las vidas ejemplares de los líderes más destacados.
Los hacedores del proceso son co-protagonistas, voces indispensables, expresan la consciencia crítica del hacer y del deber ser del proyecto democrático construido colectivamente. En él caben las vidas ejemplares no el endiosamiento y el culto personalista. Es una crítica del decir y el hacer democrático. Hay convicción, responsabilidad y sentido del deber democrático.
Se vive la diferencia, y como tal, su aceptación es una invitación continua a construir una sociedad abierta, conflictiva y siempre democrática. Asumir la diferencia supone que ninguna voz discrepante es reprimida. La democracia es un diálogo permanente, una forma de vida, un proyecto de sociedad donde mandar obedeciendo es la máxima expresión del compromiso ético del demócrata.
¿Acaso puede ser la democracia una alternativa política donde no hay un diálogo permanente y un conflicto sostenido? Sin embargo, defender el proyecto democrático no está exento de riesgos e incertidumbres. Sus altibajos y reveses pueden llegar a convertirse en un lastre para el pensamiento y hacer democrático.
Se puede correr el riesgo de encerrar la democracia en un conjunto ordenado de mitos y utopías sin solución práctica. Se puede convertir en una propuesta idílica, en un mito político o una utopía a desplegar en ninguna parte. América Latina ha vivido entre los mitos y la utopía democrática.
El mito del capitalismo, cuya fuerza y vigor ha penetrado en todos los poros de lo cotidiano, funda su principio al negar la viabilidad de la democracia. El capitalismo no puede aceptar su principio, por eso transforma la democracia en mito. En ello le va la vida. Necesita reconducir la democracia, que reducida a mito político puede quedar fuera de la historia.
Una vez conseguido la reintegra cosificada y sujeta a normas. Así, puede hacer compatible el mito de la democracia con la explotación más despiadada y abyecta. (esclavitud, trabajo infantil, comercio de órganos humanos, entre otros ejemplos posibles). Capitalismo y democracia no van juntos. Las luchas democráticas se suceden en el capitalismo, pero no forma parte de su ideario a desarrollar, más bien a reprimir.
No resulta extraño que Raúl Prebisch, teórico latinoamericano cuya vida ejemplar, por ello contradictoria y digna de elogio, comience su último libro así: “tras larga observación de los hechos y mucha reflexión, me he convencido de que las grandes fallas del desarrollo latinoamericano carecen de solución dentro del sistema prevaleciente”.
“Hay que transformarlo. Muy serias son las contradicciones que allí se presentan: prosperidad y a veces opulencia, en un extremo; persistente pobreza en el otro. Es un sistema excluyente”. No cabe duda, estamos de acuerdo, el capitalismo no sólo es excluyente, sino irreformable.
Por tal motivo, la democracia ha sido reivindicada y practicada en América Latina y en todo el mundo moderno, desde los albores del capitalismo colonial y mercantil por las clases explotadas y dominadas, por las etnias sometidas al colonialismo interno y las clases subordinadas, no por las burguesías y élites empresariales privadas.
En definitiva, por las fuerzas sociales que han facilitado la emergencia de vidas ejemplares desde las cuales poder construir y representar caminos y alternativas desde las cuales organizar las luchas democráticas. El siglo 21 comienza con esperanza en América Latina, 24 voces indígenas, vidas ejemplares han sido capaces de romper el círculo de la intolerancia y el colonialismo global.
Tal vez sea el principio desde el cual se pueda construir una democracia para todos y donde todos puedan vivir la diferencia. Esa es la lección, esperemos que el poder tome nota, no para reprimir, sino para democratizar el Estado y producir una ciudadanía multiétnica.
* Sociólogo y profesor de la Universidad Complutense de Madrid
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