Marcela Turati
Chihuahua, Chih, 3 de enero (Proceso).- Marisela Escobedo no descansa sola. En el lugar donde su cuerpo quedó sin vida, ciudadanos anónimos han plantado veladoras; con sus flamas encendidas día y noche encontraron la manera de protestar contra la inseguridad, de hacer vigilia, de rendir homenaje a la madre que exigía cárcel para el homicida de su hija y que fue asesinada a las puertas del palacio de gobierno.
Este edificio, que es el corazón político del estado, se convirtió en lugar de peregrinación ciudadana; en sus paredes, como en un Muro de los Lamentos, los ciudadanos dejan mensajes expresando su rabia, su indignación, su sentimiento de orfandad. Porque se sienten huérfanos de autoridades, de instituciones y de paz.
“Aquí mataron a la señora, aquí quedó”, dice un padre de familia acompañado de tres pequeños, bien abrigados, que se detienen unos minutos para ver la ofrenda de flores y velas que cobija a un niño Jesús en pañales que alguien colocó justo en el lugar donde la madre-activista quedó tendida porque un balazo le traspasó la cabeza; aunque ella dos años antes había sido herida por el dolor de perder a su hija más pequeña –asesinada a golpes, calcinada en un bote, sus restos aventados a un chiquero–, a quien le prometió justicia.
“¿Y por qué la mataron, papá?”, pregunta uno de los chiquillos. El padre suspira y dice: “Porque era una mujer valiente”.
“Marisela, te mataron en la puerta del Palacio, ¿qué podemos esperar los demás?, ¿dónde podemos escondernos?, ¿hay algún lugar seguro?”, se lee en un mensaje escrito a lápiz en una hoja de cuadrícula y colocado bajo una veladora. Otros mensajes: “Si no pueden, renuncien”, “Marisela, nosotros nos quedaremos para exigir justicia por ti y por Rubí. Descansa en paz”, “Gobierno asesino”.
Cada tercer día, cuando las velas están a punto de rodear la casa de gobierno y de cercarlo, desaparecen tramos enteros en la noche. Cartulinas moradas, pegadas a las paredes, dan cuenta del robo. Los voceros del palacio han dicho que por seguridad del gobernador deben mantener libre la puerta trasera del recinto, pero los ciudadanos no hacen caso y colocan nuevas velas.
“Mataron a mi hermano, vine a colocar una vela por él”, comenta una joven que, como otros, llegan a orar por algún un familiar asesinado o desaparecido.
Todos los días, a las 11 de la mañana, se hace un pequeño homenaje por la muerte de la mujer que conmovió a todos los ciudadanos. “Quizás algún día la vi en la calle, me la topé; me hubiera gustado caminar con ella”, lamenta un ama de casa.
En la plaza de enfrente permanece el tendido de mantas que la mamá valiente instaló el día que decidió acampar afuera del despacho del gobernador –hasta Navidad si era necesario– para ser escuchada. De unos tendidos de hilos cuelgan pósters con la foto del hombre que asesinó a su hija, las mantas blancas con grafitis improvisados por la prisa que tenía de justicia (“¡Justicia, privilegio del gobierno! ¿Y Rubí?”), también las fotos ampliadas y plastificadas de los jueces que absolvieron al agresor, ridiculizados con orejas de burros.
Nadie se atreve a quitarlas. Marisela sigue presente en la plaza aunque su familia ya no está acampando con ella, aunque sus hijos veinteañeros hayan cruzado hacia Texas deseando no volver la vista atrás y se llevaran con ellos a Heidi, su nieta, lo único que recuperó de Rubí.
Luis Fong, uno de los fundadores de las caminatas sabatinas contra la muerte, dice que un funcionario de la Dirección de Gobierno llamó a varios activistas para negociar el asunto de las veladoras. Le dijeron que la única negociación es que atrapen a los asesinos de Rubí y de Marisela.
“La gente se apropió del asunto de las velas y empezó a poner más, se pensó cercar el palacio, pero la noche del 23 trabajadores del gobierno se llevaron unas velas, aunque ellos lo niegan. Luego pidieron a la gente que no pusiera en la parte trasera, pero la manifestación no tiene coordinación y la gente viene a mostrar su indignación de que ni siquiera en el palacio de gobierno se puede tener seguridad, a expresar admiración por Marisela y sus hijos, o aprovecha para reclamar el clima de muerte que padecemos los chihuahuenses”, dice el activista, que dirige la revista La Gota.
Las velas siguen apareciendo. En cuanto una luz se apaga, otra nueva se enciende.
Todas las noches el historiador Jesús Vargas, al salir del trabajo hacia su casa, pasaba por la plaza, donde veía a la madre y a las personas que la acompañaban. El centro siempre estaba deshabitado, como lo están varios rumbos de la ciudad desde que el miedo se pasea por las calles.
“La primera expresión de protesta fue por medio de las flamas de las veladoras y realmente observar esas pequeñas chispas frente a la puerta del palacio de gobierno provocaba un sentimiento de impotencia y de ternura. A mí me trajo en la memoria inmediatamente la respuesta que los vecinos de Tlatelolco expresaron el 3 de octubre de 1968 en la Plaza de las Tres Culturas. Y rápidamente estas primeras manifestaciones silenciosas atrajeron a muchos ciudadanos anónimos que día con día han manifestado su tristeza, su impotencia, su desesperanza, su dolor, no sólo por Marisela sino por todo lo que está pasando en nuestra ciudad, en nuestro estado, y desgraciadamente en nuestro país.”
El historiador rememora todo lo que ha visto ese palacio de estilo porfiriano, con toques afrancesados, que antes era el antiguo Colegio de los Jesuitas, donde quedó cobijado el sitio del fusilamiento del cura Hidalgo; desde cuyo balcón principal habló el presidente Madero en octubre de 1911; que sirvió de velatorio para el cuerpo del gobernador Abraham González, sacrificado por órdenes de Victoriano Huerta, y de donde salió Francisco Villa cargando el féretro. En este lugar desembocan todas las protestas ciudadanas; por eso enfrente está levantada la Cruz de Clavos, donde se insertaron 300 clavos, uno por cada una de las víctimas de feminicidio, que pronto resultaron insuficientes para colgar los siguientes nombres, como los de Rubí Frayre y Marisela Escobedo.
Hasta los turistas que pasean por el centro para ver las luces navideñas instaladas por fuera del palacio o el árbol de Navidad en la plaza aledaña, irremediablemente se fijan en las veladoras, preguntan a qué se deben, y no falta quien les cuente la historia aún reciente y dolorosa de aquella madre a quien la mataron por el amor de su hija, a la vista de todos.