HÉCTOR TAJONAR*
MÉXICO, D.F. (Proceso).- Fuente de legitimidad y consenso, así como de crítica o rebelión, la opinión pública es un ente inasible capaz de fortalecer o derrocar a políticos y gobiernos. La interrelación entre sociedad, autoridad política, medios de comunicación y la opinión pública generada o moldeada por ellos, denota el carácter del régimen. Los totalitarismos anulan a ésta y reprimen a quien no se somete; los autoritarismos intentan controlarla mediante diversos métodos de cooptación. En democracia, la opinión pública se manifiesta en un ámbito de mayor libertad, acorde con las especificidades de cada país o región. Adicionalmente, dos fenómenos irrefrenables condicionan a la opinión pública: la globalización y el avance de las nuevas tecnologías de la comunicación.
Durante al menos un siglo, los gobiernos de México han tenido la tentación de domar a la opinión pública y casi siempre lo han logrado. La coyuntura actual del país demanda un examen riguroso de ese fenómeno, a la luz de estudios teóricos, empíricos y normativos que van desde la negación de la existencia de la opinión pública (Bourdieu, L’opinion publique n’existe pas, 1973) hasta la concepción de Habermas que la considera fundamento de la democracia deliberativa.
La domesticación de la opinión pública en nuestro país se ha logrado por dos vías complementarias: la primera consiste en cooptar a los dueños de los medios de información, así como a las principales figuras que colaboran con ellos, a través de dádivas o prebendas; la segunda implica el diseño de una estrategia de comunicación destinada a elevar la popularidad del gobernante en turno mediante discursos, ofertas y decisiones políticas de alto impacto que respondan a demandas de sectores sociales con gran presencia pública. La combinación de ambas es propia de regímenes autoritarios, y al parecer su práctica no ha sido superada, sino más bien renovada y depurada.
En su libro Public Opinion, publicado en 1922, Walter Lippmann sostiene que la opinión pública es un producto manipulado por los medios de comunicación, lo cual ocurre no sólo por el poder de los medios, sino porque amplios sectores de la sociedad “padecen de anemia intelectual”. “Debido al impacto de la propaganda, ya no es posible creer en el dogma original de la democracia” –escribió el pensador estadunidense.
El “dogma” al que se refiere Lippmann es nada menos que la igualdad política de los ciudadanos, principio fundacional del pensamiento democrático, expresado por primera vez en la célebre oración fúnebre de Pericles: “Los individuos pueden ellos mismos ocuparse simultáneamente de sus asuntos privados y de los públicos; no por el hecho de que cada uno esté entregado a lo suyo, su conocimiento de las materias políticas es insuficiente”. (Tucídides, Historia de la guerra del Peloponeso.) Dicho discurso incluye la primera defensa de la democracia deliberativa.
No respetar la igualdad política de los ciudadanos, fundamento del principio de “una persona, un voto” y esencia de las elecciones democráticas, podría conducir a la posición extrema formulada en la desafortunada afirmación de Borges: “La democracia es un abuso de la estadística”. Dicha sentencia parece haberse convertido en pilar conceptual de las estrategias de comunicación política, con las graves consecuencias que ello implica. Si, como lo acepta el propio Bobbio, la racionalidad del votante es una aspiración incumplida, incluso en las democracias avanzadas, la democracia podría reducirse a la mera competencia por el voto del electorado (Schumpeter), es decir, a mercadotecnia.
La concepción del ciudadano como “hombre masa” permite –y, para los cínicos, justifica– la manipulación de la sociedad a través no sólo de la propaganda electoral, sino de estrategias mediáticas en el ejercicio de gobierno. Ello ocurre no sólo en México, sino en el mundo entero. Ante la crisis de representatividad del Poder Legislativo y de los partidos políticos, los medios se han convertido en el principal vínculo comunicativo entre gobernantes y gobernados, así como en arena privilegiada para el debate público, y también para la manipulación de la opinión pública. Aquí conviene mencionar la expresión “fabricación del consenso”, acuñada por Lippmann, la cual fue retomada por Noam Chomsky en el título de su libro Manufacturing Consent: The Political Economy of the Mass Media (1988), traducido al español como Los guardianes de la libertad. En dicho texto, el pensador estadunidense explica la forma en que la propaganda ha logrado modelar los valores, creencias y códigos de comportamiento de la sociedad estadunidense mediante sutiles formas de manipulación comunicativa en el contexto de una aparente libertad de expresión ilimitada.
Como lo señala Chomsky, el propósito de la fabricación del consenso a través de los medios de comunicación en Estados Unidos es mantener el statu quo. En México, las aspiraciones y la manera de alcanzarlas son distintas. Acaso se acercarían más a lo ocurrido en la Italia de Berlusconi, tema analizado por el filósofo Luigi Ferrajoli en su libro Poderes salvajes. La crisis de la democracia constitucional (Trotta, 2011). De acuerdo con el autor, tal crisis está configurada por cuatro factores: a) verticalidad y personalización de la representación; b) progresiva confusión entre la esfera pública y privada y concentración de poderes políticos y económicos, donde resulta cada vez más fuerte la relación entre dinero, información y política; c) pérdida del papel de mediación representativa de los partidos políticos; y d) control de la información.
Dichas circunstancias prevalecen en México. A lo largo de la actual administración sabremos si las ofertas de campaña contenidas en el Manifiesto por una Presidencia democrática, los acuerdos contenidos en el Pacto por México, la reforma educativa o la Ley de Víctimas se traducen en resultados o se mantienen en el limbo de la opinión pública. ¿Apariencia o resultados? ¿Estrategia mediática o gobierno? El tiempo lo dirá.