domingo, 4 de mayo de 2008

El obrero y el militante anticolonialista

De Rebelión

Esas reducciones elaboradas por la historia oficial permitieron a los estudiantes y al mundo universitario adquirir la exclusividad del papel de representantes de los acontecimientos de mayo del 68. No hay que sorprenderse. Las barricadas, la ocupación de la Sorbona y el teatro del Odéon, las pintadas, sobre todo poéticas, se han vuelto tan inevitables como las caras de tres o cuatro ex líderes estudiantiles a quienes vemos envejecer al compás de las conmemoraciones difundidas cada diez años por la televisión francesa.


Sin embargo, en los años sesenta, la politización masiva de la juventud de las clases medias francesas se desarrolló sobre un fondo de relaciones polémicas e identificaciones increíbles con dos figuras completamente ausentes de este cuadro: el obrero y el militante anticolonialista. Estas dos figuras, los «otros» de la modernidad política, son el hilo conducto de mi investigación, tanto en los «años de mayo», que extendí en este libro desde mediados de los años cincuenta a mediados de los setenta, como después. Entiendo el término «figura» en el sentido de protagonistas históricos y teóricos que reivindican sus derechos y se convierten en objetos de deseo político y en representantes ficticios y teóricos y, finalmente, en el sentido de participantes, de interlocutores en un diálogo frágil, efímero y fijado en un punto concreto de la historia.


El «tercermundismo» francés, de alguna manera, no era más que el reconocimiento, desde finales de los años cincuenta, del hecho de que los antiguos colonizados, gracias a las guerras de independencia, ya formaban una nueva figura del «demos», el pueblo, en el sentido político del término («los condenados de la tierra»). Por la universalización o la denuncia de un mal político que a su vez movilizaba, entre otros, a los estudiantes del mundo occidental, eclipsaba cualquier manifestación de la clase obrera europea. El tercermundismo de principios de los años sesenta se mantuvo hasta después de la guerra de Argelia, antes de beneficiar, a mediados de la misma década, el endurecimiento del compromiso estadounidense en Vietnam.


Es el maoísmo el que, según numerosos militantes de la izquierda francesa, certificó la transición al desviar la atención que hasta entonces se prestaba al campesino que luchaba contra la colonización, hacia el obrero de la metrópolis para reconocer, con los huelguistas de las factorías automovilísticas de Turín, que «Vietnam está en nuestras fábricas». Así, el obrero francés se convierte, literalmente, en la figura central de los movimientos sociales de mayo del 68. Aunque el maoísmo no fue el único responsable. En Francia, durante los años sesenta, el anticapitalismo se ejercía al mismo tiempo que antiimperialismo, y sus discursos se enredaban en una trama compleja. En esa época, el lema «¡todos en pie, compañeros, por la Bolivia socialista!» bastaba para movilizar a 3.000 trotskistas, cualquier noche de la semana, en la Mutualité de París.


La fuerza intelectual de mayo del 68 residía en la unión de la protesta intelectual con la lucha de los trabajadores. En otras palabras, la subjetividad política que surgió en mayo era de tipo relacional, construida en torno a un debate sobre la igualdad; una experiencia cotidiana de identificaciones, aspiraciones comunes, encuentros más o menos exitosos, reuniones, decepciones y desilusiones. La igualdad, tal como se experimentó masivamente en aquel momento -es decir, como una práctica inscrita en el presente y probada como tal, y no como un objetivo a conseguir- constituye un enorme reto para toda la representación futura. Ya se trate de la creación de modos de actuación dirigidos a poner fin a las formas tradicionales de representación y delegación políticas eliminando las divisiones entre líderes y militantes básicos, o de la instauración de prácticas sintomáticas del compromiso masivo no reservadas únicamente a los especialistas, sino objeto de preocupación de todos, tal experiencia no puede más que amenazar los escasos métodos de los que disponemos para describir la vida diaria y sus representaciones sociales.


El problema pasa a ser todavía más espinoso veinte años más tarde, durante los años ochenta, en un clima ideológico fomentado con el pretexto de una crítica del igualitarismo. El ataque ambiciona hacer de la igualdad un sinónimo de uniformidad, control o alineación, o también de adversario feroz de la libre competencia. Cuando la idea misma de unión entre contestación intelectual y lucha de los trabajadores viene a esfumarse o a caer en el olvido, apenas subsiste ya de mayo del 68 nada más que el preludio de una contracultura «emancipadora», una metafísica del deseo y la liberación, la repetición general de un mundo constituido por «máquinas que desean» e «individuos autónomos» irremediablemente arraigados en su experiencia subjetiva.


A partir de mediados de los años setenta, nuevas figuras toman el relevo del obrero y el militante anticolonialista y movilizan la atención de los medios de comunicación. La imagen abstracta de una «plebe» que encarnaba el desamparo y la impotencia, ha servido de modelo para diseñar la figura emblemática del sufrimiento, actualmente en el centro del discurso de los derechos humanos. Y la figura del «disidente» enfocó de nuevo la atención de los franceses en la Guerra Fría más que sobre la problemática Norte-Sur que dominó los años sesenta. La víctima humana pasa a ser el centro de las representaciones, los «condenados de la tierra» se convierten simplemente en los «condenados», privados de cualquier subjetividad política, incapaces de universalizar la culpa de sus sufrimientos, reducidos a una figura de pura alteridad: víctimas o bárbaros. Al menos en Francia, como demuestro en el capítulo «Diferentes ventanas, los mismos rostros», el nuevo discurso ético en torno a los derechos humanos, formulado principalmente por ex izquierdistas deseosos de poner distancia con su pasado militante y huir de las desilusiones de mayo del 68, desempeñó un papel principal en el olvido de mayo del 68.


La necesidad del rechazo

En otros términos se puede decir que la necesidad de rechazar mayo del 68, que comienza a manifestarse hacia 1976, implica un repliegue de la esfera política hacia la esfera ética, lo que deforma no sólo la ideología del movimiento, sino también lo esencial de su herencia. Los ex izquierdistas que reivindicaron la custodia estaban entonces especialmente bien situados para revisar el significado de los acontecimientos a la luz de su «transformación espiritual». Mientras que la cultura de 1968 se había opuesto radicalmente, a veces incluso con violencia, al discurso moralizante que prevalecería a partir de finales de los años setenta, aquí se encuentra redefinido, no por la política, sino por la moral personal.


Una nueva etapa se cruzaría con la llegada de lo que Guy Hocquenghem denomina el «moralismo belicista» de los Nuevos Filósofos. En la segunda mitad del libro, expongo cómo la necesidad de enterrar mayo del 68 fue servida por los discursos sobre el totalitarismo suministrados por dichos Nuevos Filósofos y por las dos figuras del nuevo régimen de representación a partir de las cuales el final de los años setenta va a distinguir el bien del mal, a saber, los derechos humanos y el par gulag/holocausto.


«Nadie murió en el 68». En realidad esta frase que se ha oído a menudo, es falsa. Se debe interpretar su recurrencia casi obsesiva como una voluntad de dar a la insurrección, al igual que a los militantes y al Estado, una dimensión inofensiva, casi de «niños buenos». ¿Se debe medir la importancia de un acontecimiento según sus muertos? Cuando se trata de un acontecimiento cultural, ciertamente no; y está claro que la historia oficial de finales de los ochenta clasificó a mayo del 68 con esta etiqueta ya que, desde un punto de vista político, no pasó absolutamente nada -sus efectos no fueron más que puramente culturales-, o al menos es lo que afirma la versión consensual que la historia fijó, autorizó, impuso, celebró y conmemoró en los libros y programas televisados de los que hablo en el capítulo «Diferentes ventanas, los mismos rostros».


Se empleaba comúnmente el adjetivo «cultural» para hacer referencia a las numerosas transformaciones que se operaron al mismo tiempo en el estilo de vida y en la vida cotidiana, y también para designar los nuevos comportamientos que aparecieron en los años setenta, por ejemplo la generalización del uso de pantalones por las mujeres o el tuteo. Sin embargo, ¿en qué medida se puede establecer una relación causa-efecto entre el acontecimiento en sí mismo y su presunto impacto cultural? Como señaló anteriormente Jean-Franklin Narot, todo lo que originó una apertura durante esos meses, así como todo lo que pasó más tarde, no era forzosamente imputable al movimiento. La mayoría de las convulsiones de la vida cotidiana que figuran con la etiqueta de «consecuencias culturales de mayo del 68» se produjeron de manera similar en todos los países occidentales sometidos a una aceleración de la modernización capitalista, tuvieran o no su mayo del 68 (2).


¿Y si una expresión tan vaga como «efectos culturales» fuera comparable a lo que se llama en los países anglosajones «contracultura»? Al contrario que en Estados Unidos o Gran Bretaña, que conocieron durante los años 60 y 70 la evolución contracultural, tan floreciente como imaginativa, especialmente en el ámbito musical, la Francia post 68 lo único que hizo fue importarla. En Gran Bretaña o Estados Unidos, como señaló Peter Dews, era totalmente concebible que el acceso a la cultura política se hiciera a hurtadillas a través de la contracultura; en Francia e Italia, en cambio, la «contracultura» de los años setenta, generalmente, no era más que los restos de una militancia política más radical que la que surgió en Estados Unidos (3).


Por supuesto los acontecimientos del 68, igual que la filosofía y las ciencias humanas en general, tienen una gran parte de responsabilidad en la llegada a Francia, durante los años setenta, de un período de innovación y creatividad sin precedentes. En los años que siguieron a 1968 parecía que no había límites a los proyectos y empresas de propagación de las ideas; nacieron numerosos diarios y fórmulas editoriales. Todos con la preocupación común de prolongar el acontecimiento u orientar la acción política en esa dirección. En el capítulo «Maneras y prácticas» ilustro este punto con varios ejemplos, especialmente de revistas que germinaron repentinamente en el campo de historiografía.


Esas revistas se inscriben en un marco más amplio, amplitud que podemos comprobar gracias al inventario elaborado por Françoise Proust, demasiado largo para citarlo aquí de manera exhaustiva. Entre algunos ejemplos de innovaciones editoriales, cita la creación de 10/18 (1968), Lattès (1968), Champ libre (1968), Points, Seuil (1970), Galilée (1971), Folio, Gallimard (1972), les Editions des Femmes (1974), Actes Sud (1978); y en el ámbito de las revistas culturales, la creación de Change (1968), L’Autre Scène (1969), Nouvelle revue de psychanalyse (1970), Actuel (1970), Tel Quel (1972), Afrique-Asie (1972), Actes de la recherche en sciences sociales (1975), Révoltes logiques (1975) y Hérodote (1976). Finalmente, en la prensa, hacen su aparición Hara-Kiri Hebdo (1969), L’Idiot international (1969), Tout (1970), Libération (1973) y Le Gai Pied (1979). Según Proust, la afirmación de un pensamiento innovador no puede dejar de suscitar una reacción. Por ello el período 1976-1978, que coincide con la llegada al escenario mediático de una nueva clase de intelectuales, los Nuevos Filósofos, señala el principio del fin de la efervescencia creativa de mayo de 68 (4).

No hay comentarios: