domingo, 4 de mayo de 2008

Capitalismo de pánico

Por IGNACIO RAMONET

¿Quién puede aún dudarlo? La crisis que está contagiando al resto del mundo es ya "la más dolorosa desde el final de la Segunda Guerra Mundial". No lo afirma cualquiera, sino el propio Alan Greenspan, ex presidente de la Reserva Federal estadounidense (1). Dos cifras bastan para dar una idea de ese "dolor": En sólo sesenta días, las mil principales empresas del planeta han perdido 158.000 millones de euros, es decir, más que el Producto Interior Bruto (PIB) anual de países como la República Checa o Colombia. Y el valor bursátil de esas mismas mil grandes corporaciones, en los últimos ocho meses, ha disminuido en unos tres billones de euros, o sea más que la suma de los PIB anuales de Alemania y Brasil (2).

España no está a salvo. La crisis de los sectores ligados al "ladrillo" (léase, p. 3, el artículo de Aleksandro Palomo Garrido) empieza a trasladarse a las entidades financieras. Según el Banco de España, al cierre de 2007, las Cajas de Ahorro acumulan ya 1.600 millones de euros en créditos dudosos concedidos a constructoras e inmobiliarias.

Y todo parece acelerarse. El verano pasado, cuando estalló la burbuja de las hipotecas basura, la Reserva Federal estimaba que las pérdidas de los bancos se elevarían a unos 100.000 millones de euros. Hoy se calcula que se sitúan entre 200.000 y 300.000 millones aunque diversos analistas consideran que alcanzan, en realidad, los 600.000 millones. Y algunos expertos hasta sostienen que el volumen real de las pérdidas no es inferior a los dos billones de euros... (3).

Tan dispares apreciaciones -¡del uno al veinte!- de la verdadera dimensión de la crisis, contribuyen a agravarla. Traducen nerviosismo, ignorancia. Nadie parece saber nada, lo cual enloquece más al sistema. Y deja perplejos a los ciudadanos. Algunos analistas señalan lo siguiente: comparadas con un presupuesto familiar ordinario, las cifras citadas pueden parecer oceánicas y demenciales. Sin embargo, referidas a la vida ordinaria de la Bolsa, son por así decirlo normales y banales. Por ejemplo, si tomamos la cifra más generalmente admitida de 300.000 millones de euros de pérdidas, y si la comparamos con el volumen del mercado financiero, representa apenas una caída del 1% del mercado de acciones estadounidense (4). Algo que se produce habitualmente en Wall Street. Sin que nadie se preocupe. Y que banqueros y agentes de bolsa absorben de modo rutinario.

¿Por qué entonces ese granito de arena ha podido engendrar semejante crisis? Porque ha habido tanta especulación y tanto engaño, que ahora domina la desconfianza. Se extienden como regueros de pólvora los rumores. Y toca el sálvese quien pueda.

Lo cual no impide, en medio de lo que empieza a parecer un naufragio, que los carroñeros financieros sigan al acecho. Conducidos por su instinto depredador, sin importarles el destino de un sistema que se tambalea. Ellos son los culpables de la espectacular caída de Bear Stearns, el quinto banco de inversión del mundo.
Detalladamente, el New York Times (5) ha relatado cómo una jauría de especuladores que el diario califica de "Gang de Wall Street" y del cual formaban parte "algunas de las personas más poderosas de Wall Street y de Washington", organizó, en apenas tres días, la caída de Bear Stearns. Y, con la complicidad de la Reserva Federal, favoreció su compra -que el periódico llama "latrocinio"- en favor de JPMorgan Chase.
Metódicamente, desde la sede de este banco se lanzó una campaña de rumores, insistiendo en una pretendida falta de liquidez de Bear Stearns. Con llamadas telefónicas personales a grandes inversores, aterrorizándoles y empujándoles a retirar de inmediato sus fondos. En menos de cien horas, el precio de la acción se hundió de 70 a 2 dólares. El presidente de Bear Stearns, Alan Schwartz trató de lanzar una contraofensiva, demostrando, con documentos y pruebas, la falsedad de los rumores. No lo consiguió.

El propio Secretario del Tesoro (equivalente a ministro de Finanzas), Henry Paulson Jr, ex director ejecutivo del banco Goldman Sachs y que algunos sospechan que forma parte de la conspiración, intervino cerca del presidente de Bear Streans para darle el golpe de gracia. Dice el New York Times : "Le puso el cañón de la pistola en la sien: ‘o aceptas un acuerdo con JPMorgan, o abrimos expediente de bancarrota".

Da pánico. Al borde del volcán, estos especuladores aún aprovechan la inquietud reinante para obtener ganancias, a costa de quien sea. Encarnan la versión más infernal del capitalismo. Y lo peor es que hacen escuela. Ahora, muchos quieren cometer el mismo crimen: conseguir que el valor de un establecimiento bancario, en sólo tres días, se divida por 15. Y pueda ser adquirido a precio de ganga.

Desde entonces, a base de campañas de rumores, el valor del banco hipotecario Halifax Bank of Scotland (HBOS), por ejemplo, se ha desplomado un 18%. El del Lehman Brothers ha perdido un 20%. Y Union des Banques Suisses (UBS), atacado también por la especulación, ha tenido que desmentir que esté a punto de ser comprado por el Crédit Suisse.

Los especuladores saben que arriesgan poco. Están ahora seguros -es la otra lección del asunto Bear Streans- de que, en caso de dificultad, los Estados intervendrán. Porque los Gobiernos le tienen pánico a la posibilidad de que el derrumbe de un banco, por efecto dominó, sea capaz de hundir el sistema.

Hace unas semanas, renegando de su fe absoluta en el mercado, el Gobierno británico se vio obligado a nacionalizar el banco Northern Rock. Y en muchos países de sesgo neoliberal, donde no se ha cesado de repetir el sagrado mandamiento neocon según el cual "aún hay demasiado intervencionismo del Estado", hemos asistido a una multiplicación de intervenciones estatales: paquetes de medidas fiscales, reducción de tipos de interés, inyecciones de liquidez, y hasta nacionalizaciones. Medidas ruidosamente aprobadas ahora por los críticos de antaño. Y todas ellas -suprema inmoralidad- financiadas por los contribuyentes.

De nuevo se socializan hoy o se mutualizan las pérdidas, mientras ayer se privatizaban las ganancias y los beneficios. Y una vez más queda demostrado que el mercado, por sí solo, es incapaz de autorregularse. ¿Qué espera el Estado para poner límites por fin a este capitalismo de pánico?

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