Mario Di Costanzo Armenta
La década perdida: ¿y tu sexenio, apá?
Debo confesar que tuve que meditar mucho sobre el tema al que dedicaría el artículo de hoy, pues a pesar de que reconozco que el asunto petrolero es y debe ser la prioridad en estos momentos para todos nosotros, no pude evitar escandalizarme ante las omisiones del ex presidente Carlos Salinas de Gortari en su libro titulado La década perdida, sobre todo en lo que se refiere al episodio conocido como el rescate bancario o el Fobaproa-Ipab.
Señalo lo anterior porque, a pesar de que en el texto de Carlos Salinas abundan las referencias al libro titulado “El saqueo a los mexicanos: entender el rescate bancario para impedir otro Fobaproa” cuyos autores somos tanto un servidor como mi entrañable amigo Jorge Francisco Moncada, el señor Salinas omitió referir un capítulo que lo ubica como el gran responsable de este “saqueo a los mexicanos”.
Por ello, al final, lo importante no es que coincida con la conclusión de lo que fue el Fobaproa-IPAB, sino que se niegue a aceptar su grave responsabilidad en este saqueo, que por cierto fue resultado de una privatización.
De esta manera, el “texto demoledor” al que Salinas alude tantas veces en referencia a nuestra investigación sobre el rescate bancario, en su capítulo titulado “La reprivatización según Sa(n)linas” establece, entre otras cosas, lo siguiente:
En 1988 el gobierno salinista inició un proceso denominado reforma financiera, para implantar las bases de la liberalización y la modernización del sistema. Para ello, se apoyó en un gabinete económico que integraron los llamados “hijos pródigos del neoliberalismo”: funcionarios como Pedro Aspe, Guillermo Ortiz Martínez, José Ángel Gurría o Ernesto Zedillo.
Así, en 1990 modificó los artículos 28 y 123 de la Constitución, suprimiendo la exclusividad del Estado en la prestación del servicio de banca y crédito. En 1992 y 1993 reformó diversos ordenamientos legales que regulaban al sector.
Y el 5 de septiembre de 1990 se publicó el acuerdo presidencial que estableció los principios básicos del proceso para la desincorporación de las sociedades nacionales de crédito, así como sus objetivos prioritarios.
De esta manera, en 1991 se inició la reprivatización formal del sistema de banca múltiple para promover una economía abierta.
Las autorizaciones de bancos se licitaron al mejor postor y en las bases de desincorporación se establecieron medidas para evitar la concentración en pocas manos y para garantizar la participación de capitalistas grandes, pequeños y medianos.
Además, expresamente se ordenó que “el Consejo de Administración de las instituciones (desincorporadas) debía estar integrado por personas de reconocida honorabilidad, que contaran con amplio conocimiento y experiencia en materia financiera y administrativa”.
La reprivatización se concretó en un lapso de 13 meses y según Salinas el gobierno federal recibió por ella “39 mil 711 millones de pesos (y) como en el resto de las privatizaciones, los recursos obtenidos también se destinaron íntegramente al fondo para el pago de la deuda interna”.
Pero lejos de garantizar que los bancos quedaran en manos de quienes conocían a fondo el negocio bancario, el acuerdo del 5 de septiembre de 1990 sirvió más bien para la reafirmación de que las reglas son para romperse: empresarios, dueños de casas de bolsa e inversionistas inexpertos en el sector terminaron controlando la banca reprivatizada.
Se licitaron 18 bancos, cuyos precios alcanzaron hasta 5.3 veces más que su valor en libros y representaron utilidades para el gobierno por casi 12 mil 500 millones de pesos.
Pero resultó evidente la falta de apego a las condiciones que impuso el mismo gobierno para garantizar un proceso adecuado, puesto que desde que se anunció la reprivatización de los bancos, destacaron entre los interesados grupos financieros representados por 11 casas de bolsa y siete agrupaciones particulares: los compradores estaban principalmente relacionados con sectores empresariales e industriales a los que las casas de bolsa sirvieron como intermediarias para comprar los bancos.
Por eso en la mayoría de los casos los compradores carecían de experiencia financiera o crediticia y de conocimiento técnico suficiente para realizar sanas prácticas bancarias, lo cual provocó a su vez que resultaran incapaces de contratar equipos de administración eficientes.
Así, prácticamente de la nada, saltaron de lleno al negocio neobanqueros como José Madariaga Lomelí, Julio César Villarreal, Jorge Lankenau Rocha, Hugo Villa Manzo, Carlos Cabal Peniche o Isidoro Rodríguez Sáez, entre otros.
Lo peor, sin embargo, trascendió con el paso del tiempo ya que luego se supo que en muchos casos gran parte de la compra de bancos se financió con recursos que prestaron otros bancos ya privatizados, como sucedió en lo relativo a Inverlat, Banco Unión o Banco Internacional.
Por lo que ahora se sabe que desde un principio las instituciones desincorporadas no tuvieron una sólida capitalización: fueron negocios que se echaron a andar con capital de papel (dinero prestado) y de saliva (mediante acuerdos verbales).
Esto originó que a la postre, la crisis bancaria fuese más grave y profunda de lo que hubiese sido si en la reprivatización de la misma no hubiera existido corrupción, tráfico de influencias y favoritismos.
Al final, lo más preocupante es que quien sentó las bases para generar una década perdida sea ahora quien elogia a Felipe Calderón y a su reforma energética.
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