MARTÍN EQUIHUA
La primera década del siglo XXI se ha deshojado y el Estado mexicano no termina de saldar la deuda histórica con sus pueblos indígenas (PI). Éstos, que representan más del 10 por ciento de la población nacional, permanecen en la base de la pirámide del desarrollo social, a pesar del color de discursos y buenas intenciones de quienes encarnan la responsabilidad temporal de las instancias representativas y decisivas de la República. El estado de su educación, por ejemplo, resulta emblemático de ese olvido persistente, acumulado.
Los datos abundan, lo que falta es vergüenza. Véase si no. Mientras que el analfabetismo en la población en general rondaría el 6 por ciento, para la población indígena representa más de un 30 por ciento; y desde ahí, el indicador educativo que se prefiera nos reportará que siempre, este sector poblacional, se ubicará en la base. Los que más desertan, los que menos aprenden, los que reprueban… todo lo que miden las pruebas de aprovechamiento. El Conapred emitió hace un mes una resolución contra la ceguera de los diseñadores de la prueba ENLACE que no repararon en el contexto cultural y lingüístico. Resulta sólo un grano de arena.
En días pasados estuvimos en San Juan Nuevo, donde profesores intercambiaron experiencias sobre una decena de proyectos escolares indígenas. Todos son dignos del aplauso, por supuesto, pero resultan más el producto de su osadía que del compromiso institucional originado desde la Secretaría de Educación Pública. Más allá de sus particularidades, ésa es la realidad en todas las entidades del país, si bien en algunas hay mayor compromiso institucional.
No es gratuito. La historia es sabida. La Conquista trastocó la organización social prehispánica. La Colonia aprovechó los vestigios y sobre ellos instituyó un nuevo orden, incluyendo la educación, ahora desde el supuesto corazón bondadoso de jesuitas, dominicos y agustinos, quienes completaron en el plano espiritual la imposición trasatlántica. Los indios, esas “criaturas”, como decía el Papa de entonces, estorbaban al horizonte civilizatorio que se prometía para América. Lo único aprovechable era su fuerza de trabajo y sus riquezas brillosas. De sus lenguas, cosmogonías y esas exquisiteces del espíritu, ni hablar. El México independiente pensó en todo, menos en sus indios, a los que se siguió viendo como un lastre. Así se trazó la nueva nación, ignorando las huellas culturales. La educación apenas alcanzaba para unos cuantos. Después vino el sueño de la nación única de uniformada cultura y castellanización obligada; y con más o menos cuento, atravesó buena parte del siglo XX, como educación indígena, bilingüe… hasta la moda del momento, la interculturalidad.
Hoy sobran evidencias para afirmar que el modelo de educación indígena ha fracasado. Y no sólo eso, es responsable, en buena medida, de esa puntilla que ha querido aniquilar para siempre a las lenguas indígenas.
Por otro lado, los movimientos sociales indígenas no han logrado fuerza suficiente para fincar como prioridad de Estado el desarrollo de una política verdaderamente intercultural. No hay por dónde, no se ve cómo. La preocupación difícilmente se filtra a otras estructuras del poder, pues en ninguna hay representación genuina de esas voces del México profundo, para citar un clásico. Lo que hay son placebos.
El análisis puntualizado se ha hecho tanto por asociaciones como por investigadores y por la propia autoridad educativa. Y a propósito de investigadores, en reciente visita a la Costa michoacana, en un campo de cultivo de chiles y plátanos, en Coahuayana, vimos un aula para niños inmigrantes, rotulada con el nombre de Silvia Schmelkes. Más allá de la generosidad del Programa para Niños Inmigrantes (Pronim), y de los kilos que le ponen en Michoacán, resultan grotescas esas aulas que ni siquiera llegan a ser de palitos. Son unos cuantos hules usados como paredes. Parece una burla a la propia investigadora que ha dado tanto seso a este problema social ineludible.
Pero más que eso, resulta inverosímil que se permita que estos niños trabajen extenuantes jornadas por unos cuantos pesos. Urge una nueva fórmula para atender este sesgo, cuyo escenario es la educación indígena. Por cierto, se trata de niños mixtecos de la parte alta de Tlacoachistlahuaca, en Guerrero –lugar que tenemos el gusto y disgusto de conocer palmo a palmo–, pero sus maestros son chicos bien intencionados, pero que poco entienden de aquel escenario de pobreza y esperanza y, sobre todo, de esa cultura de los hombres de las nubes.
Desde el aula citada, recordamos a Schmelkes, que no ha dejado de mirar con ojo crítico y generosidad esta realidad educativa de los pueblos indígenas, quien cuestionó meses atrás, en uno de sus alegatos lúcidos: “¿cómo podemos los mexicanos tolerar tanta injusticia con los pueblos originarios?”
Fuente: La Jornada de Michoacán
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