Gustavo Esteva/ II
Este domingo 5 de julio iré a platicar con mis amigos y vecinos en San Pablo Etla. Quizá vayamos a visitar las urnas. Pero no votaré.
Conozco personalmente a algunos candidatos. Son personas íntegras y comprometidas. No sólo les compraría un auto usado; podría poner mi vida en sus manos. Pero no comparto su esperanza de que unas cuantas voces dignas e independientes podrán rescatar lo que ya se pudrió. Parecen convencidos de una ilusión perversa: que la agregación estadística de votos, tras una larga serie de manipulaciones y trácalas, podrá crear una representación legítima de los ciudadanos y que estos representantes se ocuparán del interés general. O peor aún: que así un líder carismático, honesto y capaz nos conducirá a todos a buen puerto. Es tiempo de abandonar estos viejos cuentos para niños, que han resultado desastrosos.
No votaré porque no quiero hacerme cómplice de este régimen. Votar por candidatos o partidos o anular mi voto significa respaldar políticamente a este sistema, confiar en él, rendirme a sus procedimientos, participar en sus trampas antidemocráticas. Por eso renuncio a mi derecho a votar.
No quiero ser cómplice de un régimen en que política y policía se confunden. El uso arbitrario y cada vez más ilegal de las fuerzas policiacas y militares está al servicio de un proyecto político espurio y tiene un efecto político siniestro: construye, con el miedo, la crispación y el odio que gobierno y medios inyectan continuamente en la población, el apoyo social y político que se necesita para profundizar y arraigar el autoritarismo. Hace algún tiempo esta combinación se llamaba fascismo.
No quiero ser cómplice de un gobierno que opera ya bajo la forma de crimen organizado: viola continuamente la ley en sus mafiosas corruptelas, su continua apropiación privada del patrimonio público y su criminalización de los movimientos sociales, y garantiza impunidad a cuantos cometen las tropelías que organiza, promueve y protege.
No quiero ser cómplice de un sistema electoral que ha quedado al servicio de grupos oligárquicos corruptos e incompetentes y que sólo sirve ya para mantenerlos en el control de los aparatos del Estado.
No quiero ser cómplice de un régimen que se ha rendido sin reservas, irresponsablemente, a la mafia de los medios masivos de comunicación, y se ha puesto, sin reservas, al servicio del capital, cada vez más trasnacionalizado.
No quiero ser cómplice de los operadores del sistema y del sistema mismo. No basta cambiarlos, con la esperanza de que otros mejores podrán transformarlo y ponerlo al servicio de la gente y de la nación. Nuestra propia experiencia y la que observamos en otras partes del mundo ofrecen pruebas abundantes de que el conjunto de las instituciones, incluyendo muy claramente las electorales, son parte central de las dificultades que enfrentamos. No se trata de seguir pegándoles parches, como hemos hecho por décadas, sino de crear otras que las sustituyan.
La democracia no puede estar sino adonde la gente está. No es democracia la que instala allá arriba, con cualquier procedimiento, a un grupo cuyo carácter oligárquico se vuelve inevitable. La llamada alternancia no es sino la rotación de elites autodesignadas, que controlan un sistema que asegura su perpetua y decadente reproducción.
El régimen actual, en que lo político no puede disociarse de lo económico, ha destrozado el país en todos sus aspectos. Una quinta parte de los mexicanos se amontonan en una ciudad monstruosa, cada vez más invivible, y otra quinta parte de ha visto forzada a emigrar. La mayoría está condenada a la estricta lucha por la supervivencia, bajo amenaza constante de la policía, en un clima de violencia creciente. Ese régimen, cuya cuenta ecológica es ya insoportable, sigue produciendo algunos de los hombres más ricos del mundo y muchos de los más pobres. Su inusitada miopía, su empleo obsesivo de mediciones económicas obsoletas y su irresponsable cinismo nos han llevado al despeñadero.
Ante la catástrofe, no basta ya luchar por la democracia. Tenemos que luchar por la liberación. Y esta tarea, la lucha de hoy, sólo puede darse con la propia gente, en pueblos y barrios, en comunidades reales –construyéndolas, regenerándolas, inventándolas. Sólo desde ellas, desde organizaciones que están realmente bajo el control de quienes las constituyen, podemos ocuparnos de reorganizar la sociedad de abajo hacia arriba y crear las instituciones y los procedimientos políticos que aseguren no sólo una auténtica democracia, sino una forma de vida en que la dignidad y la diferencia no sólo sean reconocidas y respetadas, sino celebradas.
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