Fuente: La Jornada de Michoacán
FRANCISCO MORELOS BORJA , PRIMERA PARTE
“Si hubiera una nación de dioses, éstos se gobernarían democráticamente; pero un gobierno tan perfecto no es tan adecuado para los hombres.”
Juan Jacobo Rousseau
Ante la compleja realidad que representa la creación y consolidación de un sistema de gobierno que por un lado fomente las libertades de los individuos y por otro consolide un Estado (autoridad) capaz de incluir a todos los grupos de una sociedad con el objetivo del bienestar colectivo y no sólo de algunas fracciones, el hombre ha optado por considerar a la democracia -no sin antes transitar por diversos sistemas de gobierno- como la mejor opción.
Actualmente, a pesar de ser la democracia el sistema de gobierno que impera o pretende imperar en todo el mundo, aún existen regímenes totalitarios que no responden ni respetan conceptos como la libertad individual, el Estado de Derecho y la democracia. Así esta última, la democracia, se ha constituido como el sistema por excelencia para la defensa de las libertades del individuo y para la creación de condiciones de bienestar. Este sistema prevalece en la mayoría de los países del mundo y avanza hacia esos lugares en donde aún no ha llegado. Esta situación nos debe llenar de esperanza, no sólo porque compartimos los valores éticos de la democracia, sino porque sabemos que allí donde este sistema no existe los pueblos sufren bajo las más agobiantes condiciones de miseria, atraso, opresión y violencia. No por nada el Rudy Rummel -reconocido politólogo-, autor de estudios exhaustivos sobre la democracia, ha encontrado que nunca en la historia del hombre ha habido una guerra entre dos sociedades realmente democráticas.
Luego, la propia carga axiológica del término democracia la ha llevado a una extensa metamorfosis que hace difícil reconocerle un concepto único y básico, menos una acepción universal definitiva.
Un claro ejemplo de la necesidad de formular y redefinir este concepto son los múltiples foros que al respecto se han venido haciendo en nuestra ciudad, ello implica el reflexionar sobre el tipo de democracia que queremos, a partir del reconocimiento de nuestra transición pero principalmente definiendo hacia donde queremos orientarla, más allá de los discursos mediáticos que día a día oímos de los diversos actores políticos, los cuales definen y utilizan el nombre de la democracia dependiendo de la afectación de sus intereses.
La “democracia” como mucha gente sabe es una palabra compuesta por dos voces griegas:demos, “pueblo” y kratos, “poder”. Pero los griegos, que también inventaron el teatro, la filosofía y la historia no se encontraron de golpe con la democracia. La fueron elaborando trabajosamente, a lo largo de un siglo y medio, sin embargo no podemos limitáramos a verificar la interrupción del experimento democrático en Atenas en el siglo IV a. C. y su reanudación a partir de la “Gloriosa Revolución” y la Revolución Francesa, ya que dejaríamos veinte siglos de la historia de Occidente sin explicar. Este vacío lo ocupó Roma y pocos le reconocen su influencia en la formación de las democracias representativas contemporáneas, cuyo carácter “mixto” dio lugar tanto a la participación del pueblo, cuanto a la actuación de cuerpos representativos a los que los atenienses llamarían “aristocráticos” y de funcionarios ejecutivos que prolongan, aunque menguado, el poder de los reyes. En una perspectiva histórica, Atenas perdió el imperio por serle fiel a la democracia, en cambio Roma sacrificó la república para asegurar el imperio.
La historia de la democracia moderna expresa la tensión entre estas dos maneras de concebir la democracia: evolutiva una, utópica la otra.
Ambas concepciones de la democracia estuvieron presentes durante las dos grandes revoluciones que marcan el advenimiento político de los tiempos modernos. En 1688, la llamada “Gloriosa Revolución” sustituyó la monarquía absoluta en Gran Bretaña por una monarquía parlamentaria “mixta”, al estilo romano, donde se mezclaban los tres elementos típicos del régimen mixto: monárquico (el rey o la reina), aristocrático (la Cámara de los Lores, hereditaria) y democrático (la Cámara de los Comunes, elegida por un padrón electoral minoritario primero y mayoritario después, al fin de una larga evolución). Aun así, habría que aclarar que, vista desde la concepción ateniense de la democracia, la Cámara de los Comunes era en sí aristocrática por electiva, reduciéndose en tal caso el elemento democrático del régimen mixto inglés a los propios votantes.
La discordia entre los “atenienses” y los “romanos” de la democracia, latente en la revolución inglesa, estalló en la Revolución Francesa. Francia no era una pequeña ciudad−Estado a la manera de la polis ateniense o de esa Ginebra natal en la que pensaba Rousseau cuando renovó el ideal ateniense en el campo de las ideas políticas, sino una vasta nación con muchas ciudades dentro, por ello, al resultar materialmente imposible lograr la reunión cotidiana de los ciudadanos en una ecclesia, la democracia directa al estilo griego le estaba vedada, pero los jacobinos, forzando su interpretación de la democracia, hicieron como si esa presencia de los ciudadanos se diera efectivamente en la asamblea de los representantes del pueblo. De aquí provino la dictadura y el terror de la asamblea en nombre de la democracia, como si la asamblea fuera esa ecclesia que en realidad no era.
A la inversa de las revoluciones inglesa del siglo XVII y americana del siglo XVIII, que fueron exitosas porque lograron lo que pretendían, es decir fundar regímenes que partirían del ejemplo de la República Romana; en cambio la Revolución Francesa pretendió, y no lo logró, restaurar la democracia ateniense, la pretensión de considerar la asamblea de los representantes del pueblo como si fuera idéntica al pueblo falsificó el ideal ateniense. La Revolución Francesa desembocó en el imperio napoleónico y, luego en la restauración de la dinastía de los Borbones en cabeza de Luis XVIII; Francia acabó volviendo a la estación de la que había partido en 1789.
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