Fuente: La Jornada de Oriente (Puebla)
Rafael Reséndiz
No sólo los pobres o débiles son clientes forzados en la compra–venta de voluntades. Tan mercenarios como los otros. Su ambición, en este caso, no es por supervivencia, sino por enriquecerse cosechando privilegios.
No canjean sólo su dignidad, medran su lealtad, financiando campañas, brindando apoyos y adulando a quienes accederán a los estratos políticos del poder.
En tiempos electorales abren una relación que ha tomado tintes de necesaria, pero que es perversa y que raya en el clientelismo, en el conflicto de intereses, en tráfico de influencias, las contrataciones de obras y servicios del Estado. Compromisos poco transparentes en beneficio de intereses particulares.
Son los mismos que pagan a los funcionarios públicos el diezmo por cada contrato que ganan, porque, dicen, es un “valor entendido que funciona desde hace décadas y porque es positivo, máxime en tiempos de campaña y que conviene a las dos partes como en el matrimonio”.
Apoyan no sólo a un partido, sino a todos los posibles ganadores según las encuestas y su propio análisis, para garantizarse la futura gestión pública, dejando indefenso al elector que no tiene más que su voto, frente a candidatos que no presentan programas claros de gobierno, sino declaraciones que no comprometen su eventual gestión.
Su respaldo, lo saben, no sólo influye en las campañas sino en la toma de decisiones de los nuevos equipos que habrán de legislar y gobernar terminado el proceso electoral.
Buscarán la retribución a su inversión en el proceso electoral y exigirán su inclusión en la nómina gubernamental.
Entonces, después del 5 de julio ¿a quién representarán los legisladores, ediles y gobernadores electos? ¿Aparecerá el poder invisible a que se refiere Norberto Bobbio? Ese que actúa a las espaldas de la sociedad y que influye en zonas espinosas y oscuras que lindan en la corrupción y la delincuencia: omisión o emisión de legislación con dedicatoria y componendas en el otorgamiento de las obras y servicios públicos.
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