No se trata de cuatro calenturientos cráneos de señores del gabinete económico federal que no le encuentran la cuadratura al círculo de la espantosa crisis económica, puestos en refrescante reposo vivificador. Es el macabro envío que manos anónimas hicieron llegar en una hielera a la comandancia de la Secretaría de Seguridad Pública del municipio de Ascensión, Chihuahua, a 120 kilómetros de Ciudad Juárez. Es el no tan nuevo método de terror-venganza relanzado por el crimen organizado "desesperado", según las más altas autoridades, por los éxitos gubernamentales en el pírrico combate en su contra.
Ese dato aparece en el parte de guerra del 20 de octubre pasado, en el que se reportan otras 13 víctimas en los estados de Sinaloa, Baja California, Durango y Guerrero, sin contar los 21 cadáveres del saldo de un sanguinario motín en una prisión de Tamaulipas, nicho del Cártel del Golfo. Un día antes, se había divulgado el hallazgo y "aseguramiento" de un palacete en el Desierto de los Leones, Distrito Federal, donde miembros de la conexión México del cártel de Cali, Colombia, hacían sus rumbosos festejos de prosperidad e impunidad.
El siniestro recuento anterior -de sólo 48 horas de psicosis pánica- sería suficiente para concluir que el Acuerdo Nacional por la Seguridad, la Justicia y la Legalidad, suscrito el 21 de agosto en Palacio Nacional, encaja en aquella certeza de que ha resultado peor el remedio que la enfermedad. Pero no es suficiente, sin embargo: por el contrario, aparecen signos aún más graves, si lo hay, de galopante ingobernabilidad.
El crimen organizado, con sus variadas identificaciones oficiales o tipificaciones penales, ha entrado a la aventura de desafíos mayores: En los tres últimos meses se han registrado ataques a destacamentos del Ejército mexicano en diversas coordenadas del cuadrante nacional, no siempre reconocidos o informados con oportunidad, con bajas de ambos lados de la acción. Pero seguramente son de destacar las hostilidades contra fuerzas castrenses a unos cuantos kilómetros de la frontera con los Estados Unidos, concretamente en Tamaulipas y Nuevo León.
La operación-desquite más espeluznante se reporta desde la zona metropolitana de Monterrey y sus alrededores, donde en menos de una semana fueron asesinados y degollados diez militares, nueve de ellos en activo, que en un alarde de saña fueron torturados alevosamente con arma blanca, patrón que indica que la represalia provino de un mismo grupo de maleantes.
En tratándose de elementos de las Fuerzas Armadas, de las que el Ejército cuenta justamente con el más alto rango de credibilidad y confianza entre la población, no queda la menor duda de que la perversa intencionalidad de los asesinos es demostrar gráficamente que el objeto de su devastadora ofensiva es el Estado mexicano mismo, puesto bajo custodia y gestión de un gobierno llevado a un callejón sin salida.
Para quien dude de ese avieso propósito, el dato adicional, pero no precisamente accesorio, es el atentado perpetrado días antes contra el consulado de los Estados Unidos en la azorada capital de Nuevo León, provocación en la que la autoridad mexicana debiera ahondar las pesquisas, no vaya haber gato encerrado con otros móviles y fines que eventualmente entrañen la exacerbación de las relaciones bilaterales, en un tiempo y espacio en los que el enloquecido huésped de la Casa Blanca urge de pretextos distractores que lo salven de la derrota electoral y de su depósito en el basurero de la historia.
Las cuatro heladas cabezas de Chihuahua -nada qué ver con las de los inmortales Hidalgo y Pancho Villa-, son más que un trofeo-advertencia del crimen organizado: son un emblema plastificado de la prepotencia-impunidad versus impotencia que caracterizan la aterrorizante nueva era panista, representada por un Estado acéfalo y una silla vacante.
No hay comentarios:
Publicar un comentario