Editorial
Educación: alianzas reales y cosméticas
Ayer, con motivo del Día del Maestro, mientras en Palacio Nacional el grupo gobernante presentaba su Alianza para la Calidad Educativa, en las calles decenas de miles de mentores manifestaban su rechazo al manejo gubernamental de la enseñanza y a la persistencia del charrismo corrupto que controla la cúpula del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE).
Entre nuevos encontronazos con la titular de la Secretaría de Educación Pública, Josefina Vázquez Mota, y más ensayos por encubrirlos, la máxima lideresa del aparato sindical, Elba Esther Gordillo Morales, llegó al extremo demagógico de lanzarse contra los “privilegios” burocráticos y las “corruptelas” sindicales, como si su longevo liderazgo no fuera la expresión y la consecuencia más claras de unos y de otras. El titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón Hinojosa, por su parte, instó a la modernización de las escuelas, la elevación de la calidad y el desempeño de los maestros, la otorgación de becas a educandos de escasos recursos y la reforma del plan de estudios de primaria, en lo que sonó a repetición ritual de buenos propósitos sexenales, aislados de las condiciones reales del país y de la política económica en curso. Las promesas de la Alianza para la Calidad Educativa, como la rehabilitación de casi 30 mil planteles y el equipamiento de centenares de miles de aulas con conexión a Internet, parecen una reiteración de las promesas características de los candidatos en campaña y, peor aún, remiten en forma inevitable a los grandilocuentes objetivos enunciados por el foxismo –Enciclomedia y pizarrón digital– que terminaron disolviéndose en un mar de corrupción.
Ante esas expresiones y el planteamiento –en principio correcto– formulado por Vázquez Mota en el sentido de establecer una política educativa de Estado, se erige el obstáculo infranqueable de un manejo del poder público que, desde hace tres sexenios, privilegia, también en el terreno de la educación, lo privado sobre lo público, que se empeña en llevar al Estado no a la delgadez, sino a la anorexia –y un ejemplo inequívoco es el afán de transferir a particulares los filones más redituables de la industria petrolera– y que, con el propósito de conservar el poder, recurre a alianzas menos presentables, pero tal vez más reales, que la anunciada ayer. No puede soslayarse, en efecto, el pacto establecido por el entonces candidato Felipe Calderón con Gordillo Morales para que ésta actuase como su principal operadora electoral durante los cuestionados comicios del año antepasado. Tampoco se requiere de mucha suspicacia para percibir, en las entregas de sumas multimillonarias a la cúpula sindical por parte de la administración calderonista, y en la propia perpetuación indefinida de la lideresa, las contraprestaciones a los favores electorales.
Sería ingenuo entender el sostenido deterioro que ha sufrido el sistema educativo del país a lo largo del ciclo neoliberal como mera consecuencia de las sucesivas crisis económicas o como producto de un asombroso y prolongado descuido gubernamental. Los elementos de juicio disponibles apuntan, en cambio, a que esa devastación obedece a una estrategia deliberada que no sólo apunta a crear oportunidades de negocio a particulares en el campo de la enseñanza sino también a devaluar la mano de obra nacional –privándola, entre otras cosas, de educación y capacitación adecuadas–, en la lógica de atraer inversiones extranjeras.
El hecho es que los sucesivos gobiernos neoliberales –desde el de Miguel de la Madrid hasta el de Felipe Calderón– han acatado con puntualidad los dictados de organismos financieros como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, pero han hecho caso omiso de la recomendación formulada en 1979 por una reunión de ministros de Educación convocada por la UNESCO en esta capital (y conocida como Declaración de México) a los gobiernos representados de que dedicaran 7 u 8 por ciento del producto interno bruto (PIB) a la acción educativa. Como lo hizo con muchos otros indicadores, el gobierno de Vicente Fox trampeó los criterios de medición para jactarse de que se había acercado a esa meta: incluyó en el monto total de la inversión educativa la que procedía del sector privado. Significativamente, nuestro país destina únicamente 2 por ciento del PIB a la educación.
La factibilidad de un verdadero rescate de la educación pública en el país depende, a fin de cuentas, de una reorientación general de las prioridades por parte del gobierno federal y de las administraciones estatales, de un robustecimiento de las finanzas públicas –algo incompatible con la privatización parcial de la industria petrolera propuesta por esta administración–, de la implantación de una verdadera austeridad en las altas esferas del poder, de un combate a fondo a la corrupción, del fin de la alianza –política y electoral, no educativa– que existe entre el Ejecutivo federal y la dirigencia charra del magisterio, y de la democratización efectiva del SNTE.
La Jornada
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