Fuente: La Jornada de Zacatecas
Redacción
Gabriela Figueroa*
A conjugar verbos intransitables: taparse, encerrarse, asustarse, sosegarse, enfermarse, morirse o aliviarse
Decido salir después de seis días de encierro para comprar leche, ponerle gasolina al auto, mirar un poco el mundo. Y el mundo de afuera no es el de adentro, hélàs. Me pongo cubreboca rígido y siento el primer sofocón. Es una impresión física fuerte porque no hay mucho margen para que circule el aire: me sorprende el calor que se acumula, la humedad, el propio aliento, la sequedad de los labios –de miedo, supongo– el ligero ruido que produce la entrada y salida del aire, la tirantez del resorte apoyado en las orejas, la pesadez de las gafas obscuras.
Conduzco por Avenida San Fernando, famosa calle del barrio de Tlalpan en el Distrito Federal (en donde hubo seis de las siete defunciones comprobadas del ya muy mentado virus porcino) que en su último tramo, junto con Calzada de Tlalpan, alberga célebres instituciones de salud que abarcan diversas especialidades (enfermedades respiratorias, cardiología, cancerología, nutrición, psiquiatría). El aire se ha enrarecido obedeciendo al lugar común, pero se trata del viento que levanta polvo, basura, virus y bacterias –horror– conformando una suerte de primavera otoñal en la que los árboles pierden hojas y las todavía heroicas bugambilias que sobreviven a la cuaresma dejan ir las últimas flores y pintan de luto las aceras frente a los hospitales.
La calle tiene ritmo. Uno que no le conocía: lento, sucio, caluroso, seco, triste, apabullado, violento. La calle tiene bozal, la gente tapaboca. Gente de a pie que cubre boca y nariz con un papelito azul apenas sostenido por delgadísimos resortes que amenazan con romperse en cualquier momento y dejar salir hipotéticos millones de motivos para enfermar, para morir, para sobrevivir; papelitos blancos mal puestos, papelitos rígidos presumidos.
LLEGARON LOS SAQUEADORES
Gente que viaja en transporte público también se cubre y mira a lo lejos sin demasiada esperanza, sin prisa, sin gana de llegar. Los otrora famosos –por cafres– conductores de combis y microbuses han adoptado un ritmo lento y silencioso, han cerrado los escapes chillones, le han bajado el volumen a la radio, le han puesto bozal al motor y a la música. Tampoco quieren llegar, ni atravesar la ciudad, ni parar, ni seguir, ni cobrar, ni insultar, ni chocar, ni rebasar, ni “levantar” pasaje. Para qué.
Llego a mi parada: una tienda de esas que hay en todo el país en donde se venden por medio mayoreo o mayoreo diversos artículos de limpieza, alimentos, bebidas, comida congelada, ropa, etcétera. He acudido a este almacén desde hace más de 10 años y conozco a empleados
de afuera y de adentro. El ambiente no es el mismo. Aquí los empleados tienen cubiertas además, las manos con guantes quirúrgicos y hay miradas de preocupación.
Nos ha mordido el miedo, pienso. Nos ha mordido a todos.
No hay quien revise a la entrada la credencial que acredita la membresía así que paso como siempre. Sin embargo me sorprende el calor que se siente en la bodega a pesar de los altísimos techos: no hay aire acondicionado, que siempre encienden produciendo un ambiente muy frío (los bichos, pienso, que no deben circular y recircularse).
Pero lo que miré no lo esperaba: unos ladronzuelos saqueadores habían llegado a la tienda hacía poco rato y habían acabado con todo. Cajas vacías por doquier, rotas, pasillos cubiertos con mercancías medio destruidas (desde galletas trituradas hasta frascos de comida, botes de leche, frituras, huevos…) y los estantes de comida y artículos de limpieza (que representan más de la mitad de la tienda) estaban prácticamente vacíos. Los refrigeradores con comida congelada estaban llenos de cajas huecas y rotas, medio cerrados, con cartones asomándose por las rendijas como pidiendo ayuda.
Ni una gota de agua, ningún producto de limpieza ni desinfectante. Me detuve incrédula. No lo esperaba. No había visto algo así, nunca. Y no era un robo, evidentemente. Se trataba del resultado de la desesperación, de la violencia, de la injusticia, de la prepotencia, de la falta de respeto propio y ajeno, del desamor, del miedo, del saqueo a este país. El miedo mordiéndole los zapatos a la leche, al cloro, a la comida, a los tapaboca.
El miedo mordiéndole el corazón a la esperanza.
DEJAR UN POCO LA INFANCIA
De regreso a casa le pregunté a mi hijo –recién graduado de niño con sus ocho años que lo ocupan como un sol– tras escuchar en la radio y en la televisión las noticias más recientes:
–¿Estás preocupado?
–¿Acaso alguien podría no estarlo? Respondió enfatizando cada palabra al inaugurar un nuevo descubrimiento: somos vulnerables, aún en casa, aun con papá y mamá, aun teniendo lo necesario.
Luego vino el silencio, esa mirada larga, la tristeza nuevita, recién estrenada, la humedad en los ojos, la preocupación por los amigos, la petición del abrazo, los besos, las noches todavía sin pesadillas.
*Escritora. Becaria del Centro Mexicano de Escritores (1993-1994) y del FONCA (1998-1999). Articulista de Excélsior (1987-1995). Traductora.
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