por Alejandro Encinas Rodríguez
(publicado en El Universal el 20 de mayo de 2008)
El incremento en los precios de los alimentos en el mundo ha puesto en evidencia el fracaso de la política agropecuaria instrumentada durante las últimas décadas por los gobiernos neoliberales, y tira por la borda las tesis que implicaron el desmantelamiento productivo del campo mexicano.
Con una enorme dosis de dogmatismo y sigilo de grandes negocios, la tecnocracia nacional sostuvo durante años que para mantener tasas bajas de inflación era necesario importar alimentos baratos del exterior; que no importaba incrementar nuestra dependencia alimentaria dada la disponibilidad de productos en el mercado internacional, y que no era rentable mantener una política de estímulos y subsidios en un campo que carecía de niveles de competitividad frente a sus homólogos de América del Norte.
La realidad ha mostrado el equívoco de estas medidas: los alimentos se han incorporado al mercado de futuros y a la especulación internacional; la crisis internacional de alimentos a obligado a los países productores a priorizar su abasto, manteniendo altos niveles de subsidio a sus productores; en tanto que el campo mexicano se encuentra incapaz de responder en el corto plazo para garantizar el abasto de alimentos en el país.
Estamos ante un serio problema que va más allá de la especulación de inversionistas que buscan la ganancia rápida, pues como lo ha señalado Jacques Diouf, director del Programa Mundial de Alimentos de las Naciones Unidas, son diversos los factores que han conducido a esta situación: la caída en la producción debido al cambio climático; niveles de existencias sumamente bajos; un mayor nivel de consumo en economías emergentes, como China e India; altos costos de energía y transporte; y, sobre todo, la demanda cada vez mayor para la producción de biocombustibles.
En ese sentido, la FAO ha insistido en que el aumento mundial de la producción de biocombustibles amenaza el acceso a los productos alimenticios de las poblaciones pobres, ya que su producción se hace en detrimento de los cultivos de plantas comestibles utilizando las reservas de agua, desviando tierras y capitales, lo que origina un aumento en los precios de los alimentos, poniendo en riesgo el acceso a los víveres de los sectores menos favorecidos.
Esta situación ha alentado el alza de precios. De acuerdo con datos de la FAO, entre marzo de 2007 y marzo de 2008 el precio del trigo aumentó 130%, la soya 87%, el arroz 74% y el maíz 31%.
El mismo Banco Mundial advirtió que la duplicación en los precios durante los tres últimos años podría hundir más en la miseria a 100 millones de personas, lo que significaría, de acuerdo con la Cepal, que en América Latina más de 84.2 millones de personas vivirán en la indigencia.
En México las expectativas no son distintas. Los resultados dados a conocer por INEGI, Conapo y Sedesol en la presentación del estudio Delimitación de las Zonas Metropolitanas de México 2005 dan cuenta de que uno de cada tres habitantes de estas ciudades vive en situación de pobreza alimentaria y poco más de la mitad vive en pobreza patrimonial.
Es decir, 5 millones de habitantes de las grandes ciudades no gana lo suficiente para pagar su alimento diario, poco más de 10 millones no satisfacen sus necesidades de educación y salud, y poco más de 20 millones no satisfacen sus necesidades de vivienda, transporte y vestido. Situación que se agrava en el medio rural.
Esta emergencia reclama una renovación urgente del campo mexicano, lo que implica formular una política de Estado que revitalice al sector agropecuario —en la agricultura comercial y en la de autoconsumo—, que permita garantizar la seguridad alimentaria del país y deje atrás la falsa ilusión de las ventajas comparativas que ha llevado a niveles de riesgo el abasto de alimentos a la población.
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