Ramzy Baroud
Al Ahram Weekly
Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
En una entrevista radiofónica anterior a la invasión estadounidense de Iraq, David Barsamian preguntó a Noam Chomsky qué podrían hacer los estadounidenses de a pie para detener la guerra. Chomsky respondió: “En algunas partes del mundo, la gente no se pregunta nunca ‘¿Qué podemos hacer?’. Sencillamente, van y lo hacen”.
Para alguien que ha nacido y crecido en un campo de refugiados de Gaza, esa respuesta, aparentemente indirecta, de Chomsky no necesita de más aclaraciones
Cuando los habitantes de Gaza asaltaron recientemente la cerrada frontera con Egipto, me volvió a la mente el comentario de Chomsky, junto con otros recuerdos del todavía importante –e inolvidable- pasado.
En 1989, el campo de refugiados de Burij estaba sufriendo un férreo toque de queda como castigo por el asesinato de un soldado israelí. Cuando regresaba a su hogar situado en un asentamiento judío, el coche del soldado se rompió enfrente del campo. Antes de este suceso, Burij había perdido a cientos de sus residentes a manos del ejército israelí y el asesinato del soldado israelí fue un acto de venganza que a nadie sorprendió.
En las semanas posteriores, decenas de palestinos de Burij murieron asesinados y se demolieron cientos de casas. La orgía de muerte no tuvo mucha cobertura por parte de los medios israelíes.
En aquella época yo vivía con mi familia en un campo adyacente de refugiados, Nuseirat. Caracterizado por su extrema pobreza, era uno de los hogares naturales de gran parte del movimiento de resistencia palestino. Nuestra casa estaba situada unos cuantos metros más allá de lo que se conocía como el “Cementerio de los Mártires”. Era una zona elevada que los niños del lugar utilizaban a menudo para observar el movimiento de los tanques israelíes cuando daban comienzo a sus incursiones diarias contra el campo. Silbábamos o gritábamos cada vez que avistábamos a los soldados y utilizábamos un lenguaje de señas para comunicarnos mientras nos escondíamos detrás de las sencillas tumbas.
Aunque observar, gritar y silbar eran los únicos medios de respuesta de que disponíamos, no estábamos precisamente a salvo. Mis amigos Ala, Raed, Wael y otros murieron todos asesinados en esos encuentros diarios.
Durante el más letal toque de queda en Burij, el sonido de las explosiones que salía del castigado campo llegó hasta Nuseirat. Los habitantes de mi campo se enfrascaron en un debate que no era teórico ni faccioso. La gente era brutalmente asesinada, herida o empobrecida mientras la Cruz Roja tenía bloqueado el acceso al campo. Algo había que hacer.
Y entonces, de repente, sucedió. No como consecuencia de polémica alguna apoyada por intelectuales o “llamamientos a la acción” iniciados en conferencias, sino como acto espontáneo sin estructurar que unas cuantas mujeres de mi campo de refugiados emprendieron. Sencillamente, se pusieron en marcha hacia Burij y enseguida se les unieron otras mujeres, niños y hombres. En una hora, miles de refugiados se dirigían al asediado campo vecino.
“¿Qué es lo peor que les podían hacer?”, se preguntó un vecino tratando de encontrar valor antes de iniciar la marcha. “Los soldados no podrán matar más que a unos cien de los nuestros antes de que podamos dominarles.”
Los soldados israelíes se quedaron estupefactos ante las multitudes que llegaban cantando. Aunque muchos de los que se acercaban resultaron heridos, sólo uno fue asesinado. Finalmente, los soldados se retiraron a sus barricadas. Los vehículos de la ONU y las ambulancias de la Cruz Roja se cobijaron entre la muchedumbre y juntos rompieron el asedio.
Todavía recuerdo esa escena de los vecinos de Burij abriendo primero los postigos de sus ventanas, y después, cuidadosamente, abriendo las puertas y saliendo fuera de sus hogares en un estado de incredulidad que estalló en alegría. Mis recuerdos –de los cantos, las lágrimas, los muertos que eran sacados para ser enterrados, los heridos rescatados transportados en brazos, los extranjeros compartiendo la comida y los buenos deseos- me reafirman en la idea que aquel acontecimiento fue uno de los mayores actos de solidaridad humana de los que he sido testigo.
La escena se repetiría una y otra vez, durante la primera y la segunda Intifada palestinas: la gente normal llevando a cabo actos de extraordinario valor que sin embargo no eran más que una respuesta ordinaria ante una injusticia extraordinaria. El padre que perdió a su hijo al liberar Burij dijo ante la muchedumbre: “Aunque mi hijo haya muerto estoy contento de que muchos más hayan conseguido vivir”.
Más tarde, aquel mismo día, nuestro campo de refugiados cayó bajo un estricto toque de queda militar, haciéndonos revivir la reciente pesadilla de Burij. Ni lamentamos ni nos sorprendimos de lo que habíamos hecho. Hicimos lo que teníamos que hacer, “simplemente lo hicimos”.
Ahora, las mujeres palestinas, una vez más, se han puesto al frente de la sociedad civil palestina de una forma significativa y provechosa. Justo cuando al Ministro israelí de Defensa Ehud Barak se le felicitaba por estar consiguiendo dominar a los hambrientos palestinos de Gaza, las mujeres normales se pusieron en marcha para romper el feroz asedio impuesto contra la Franja.
El martes 22 de enero descendieron hacia la frontera entre Gaza y Egipto y lo que siguió fue un momento de orgullo y vergüenza: orgullo por ese siempre digno pueblo que se niega a rendirse, y vergüenza ante esa supuesta comunidad internacional que permite la humillación de todo un pueblo hasta el extremo de forzar a que las hambrientas madres se enfrenten a palos, a gases lacrimógenos y a las policía militar para poder realizar actos tan sencillos como comprar alimentos, medicinas y leche.
Al día siguiente, el coraje de esas mujeres inspiró la misma audacia que el grupo original de mujeres de mi campo de refugiados inspiró hace unos veinte años. Casi la mitad de la población de la Franja de Gaza cruzó la frontera en un esfuerzo colectivo por la mera supervivencia. Y cuando la gente marcha al unísono, no hay fuerza en el mundo, por muy mortífera que sea, que pueda impedir su caminar.
La “mayor fuga colectiva de la historia”, como un comentarista la describió, quedará grabada en el recuerdo palestino y mundial en los años venideros. Se analizará sin fin en algunos círculos pero, para los palestinos de Gaza, está más allá de cualquier racionalización: sencillamente, se hizo lo que tenía que hacerse.
Se pueden derrotar los ejércitos, pero no se puede aniquilar el espíritu humano. El acto de valor colectivo de Gaza es uno de los más hermosos y más grandes hechos de desobediencia civil de nuestro tiempo, semejante a las marchas por los derechos civiles en Estados Unidos durante la década de 1960, a la lucha contra el apartheid en Sudáfrica y, más recientemente, a las protestas en Birmania.
El pueblo palestino ha conseguido triunfar donde los políticos y los miles de llamamientos internacionales han fracasado. Toman en sus manos los asuntos y vencen. Aunque esos hechos no hayan significado el fin de los sufrimientos de Gaza, suponen una advertencia de que el poder del pueblo es demasiado importante como para poder pasarlo por alto.
Ramzy Baroud es un veterano periodista palestino-estadounidense y es Editor Jefe de “Palestine Chronicle”. Se puede conseguir su libro más reciente: “The Second Palestinian Intifada: A Chronology of a People’s Struggle” (Pluto Press, London) en Amazon.com.
Enlace con texto original en inglés:
http://weekly.ahram.org.eg/2008/882/fo112.htm
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=62769
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