Redacción
Porfirio Muñoz Ledo
Abyectos plumíferos al servicio del gobierno han activado un movimiento corta-lenguas perseguidor de los diputados que actuamos abiertamente como oposición. Les aterra que hayamos pedido la remoción del secretario de Seguridad Pública, en consonancia con la posición adoptada por seis grupos parlamentarios.
Inútil empeño, ya que la verdadera demanda es la dimisión del Ejecutivo, sea por la vía de la revocación de mandato o mediante la simple renuncia, puesto que las solicitudes de juicio político están bloqueadas por la inconsistencia del Senado y la complicidad del ministerio público.
La gravedad de la crisis, aunada a la ilegitimidad e incompetencia del régimen, hacen urgente ese reemplazo. Las disposiciones constitucionales vigentes prevén que el presidente interino sea designado por mayoría calificada del Congreso, a efecto de sostenerse en un amplio sustento político.
En nuestra historia constitucional y en la gran mayoría de las legislaciones del mundo la sustitución es automática y en la persona del Vicepresidente de la República, el presidente de la Corte u otro funcionario que en breve debe convocar a elecciones para devolver el poder a los ciudadanos.
El constituyente de 1917 receló de las ambiciones que una sucesión predeterminada podría suscitar y confió el difícil tránsito a un acuerdo político. Sin embargo, en caso de no encontrarse un consenso rápido, el país podría precipitarse en una crisis insalvable. Hemos propuesto en consecuencia un sistema que garantizaría gobernabilidad democrática.
Tales consideraciones, sazonadas por su intuición literaria, determinaron la premonición de Eduardo Huchim en semejante coyuntura. Imaginó en su novela La conjura -enero de 1997- un escenario inteligente que facilitara la sustitución de Ernesto Zedillo, sin mayor trauma para el país.
La trama conduce a la designación de Genaro Góngora, entonces prestigiado presidente de la Corte. A falta de acuerdo parlamentario sobre un integrante de la clase política y en recuerdo de la era juarista, optaron por escoger a la cabeza del Poder Judicial, apostando a su solvencia moral y su capacidad de emprender reformas indispensables.
He reflexionado cuál sería hoy la decisión equivalente. Pienso que podría recaer en el Rector de la Universidad Nacional, no sólo por ser ésta la institución pública mejor librada de la debacle, sino por el conjunto articulado de competencias que podría movilizar y su indiscutible carácter de conciencia crítica de la nación.
En una edición de 2 de octubre cómo olvidar la enjundia de Javier Barros Sierra al asumir la defensa de la integridad universitaria y, con ella, de los valores democráticos. Las acciones del doctor Narro Robles están inspiradas también en la salvaguarda de principios esenciales y en la lucha por un curso independiente y justo del desarrollo.
Hace días advirtió el peligro cercano del “estallido social”. Ha promovido debates informados y patrióticos sobre la cuestión del petróleo, la educación, la ciencia y la tecnología, así como nuestra inserción en el cambio económico global. Ha hablado fuerte e irrebatible.
El Rector diagnosticó que hay “miopía en el poder” y denunció que se limitan “a tapar un hoyo financiero, sin perspectiva de mediano y largo plazo”. Demandó un “debate sobre las prioridades nacionales”. Con el modelo actual ni “crecemos lo que se requiere ni la gente vive mejor”.
Ecos válidos de una noble tradición: remite a Justo Sierra: “el saber os hará libres” y recuerda nuestra deuda con José Vasconcelos: la democratización y la cultura como vehículos de redención. México necesita asideros y certidumbres para escapar de horizontes acorralados.
Inventemos fórmulas de futuro en vez de perversiones del futurismo. Todavía hay tiempo para reaccionar, pero es apremiante e irrepetible. Hago un nuevo llamado a remover la piedra que nos conduce al abismo.
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