jueves, 14 de agosto de 2008

Discurso de Salvador Allende

Discurso de Salvador Allende:
Universidad de Guadalajara, México.
2 diciembre de 1972.

Qué difícil es para mí poder expresar lo que he vivido y sentido en estas breves y largas horas de convivencia con el pueblo mexicano, con su gobierno. Cómo poder traducir lo que nosotros, integrantes de la delegación de nuestra patria, hemos recibido en generosa entrega y como aporte solidario a nuestro pueblo en la dura lucha en que está empeñado.

Yo, más que otros, sé perfectamente bien que esta actitud del pueblo de México nace de su propia historia. Y aquí se ha recordado ya cómo Chile estuvo presente junto a Juárez, el hombre de la independencia mexicana proyectada en ámbito continental; y cómo entendemos perfectamente bien que, además de esta raíz común, que antes fuera frente a los conquistadores, México es el primer país de Latinoamérica que en 1938, a través de la acción de un hombre preclaro de esta tierra y de América Latina, nacionaliza el petróleo a través de la acción del general, presidente Lázaro Cárdenas.

Por eso ustedes, que supieron del ataque alevoso, tuvieron que sentir el llamado profundo de la patria en un superior sentido nacional; por eso ustedes, que sufrieron largamente el embate de los intereses heridos por la nacionalización; por eso ustedes, más que otros pueblos de este continente, comprenden la hora de Chile, que es la misma que ustedes tuvieron en 1938 y los años siguientes. Por eso es que la solidaridad de México nace en su propia experiencia y se proyecta con calidad fraternal frente a Chile, que está hoy realizando el mismo camino liberador que ustedes.

Quiero agradecer las palabras del ingeniero Ignacio Mora Luna, a nombre de los profesores de la Universidad de Guadalajara; las del licenciado Enrique Romero González, a nombre de las autoridades universitarias, y las del compañero Guillermo Gómez Reyes, presidente de la Federación de Estudiantes de esta Universidad.

Bien decía el presidente Echeverría, cuando él señalara que este viaje era conveniente que llegara a conocer la provincia, y eligiera a Jalisco, y me hablara de Guadalajara y de su Universidad. Yo se lo agradecí, y ahora -por cierto- se lo agradezco más. Porque si hemos recibido el afecto cálido del pueblo mexicano, de sus mujeres y de sus hombres, qué puede significar más que estar junto a la juventud, y sentir cómo ella late y presurosamente, con una clara conciencia revolucionaria y antimperialista.

Desde que llegara cerca de esta universidad, ya comprendí perfectamente bien el espíritu que hay en ella, en los letreros de saludo a mi presencia aquí, tan solo como mensajero de mi pueblo, con los cambios, con la lucha por la independencia económica y por la plena soberanía en nuestros pueblos.

Y porque una vez fui universitario, hace largos años, por cierto -no me pregunten cuántos-, porque pasé por la universidad no en búsqueda de un título solamente: porque fui dirigente estudiantil y porque fui expulsado de la universidad, puedo hablarles a los universitarios a distancia de años; pero yo sé que ustedes saben que no hay querella de generaciones: hay jóvenes viejos y viejos jóvenes, y en éstos me ubico yo.

Hay jóvenes viejos que comprenden que ser universitario, por ejemplo, es un privilegio extraordinario en la inmensa mayoría de los países de nuestro continente. Esos jóvenes viejos creen que la universidad se ha levantado como una necesidad para preparar técnicos y que ellos deben estar satisfechos con adquirir un título profesional. Les da rango social y el arribismo social, caramba, qué dramáticamente peligroso, les da un instrumento que les permite ganarse la vida en condiciones de ingresos superiores a la mayoría del resto de los conciudadanos.

Y estos jóvenes viejos, si son arquitectos, por ejemplo, no se preguntan cuántas viviendas faltan en nuestros países y, a veces, ni en su propio país. Hay estudiantes que con un criterio estrictamente liberal, hacen de su profesión el medio honesto para ganarse la vida, pero básicamente en función de sus propios intereses.

Allá hay muchos médicos -y yo soy médico- que no comprenden o no quieren comprender que la salud se compra, y que hay miles y miles de hombres y mujeres en América Latina que no pueden comprar la salud; que no quieren entender, por ejemplo, que a mayor pobreza mayor enfermedad, y a mayor enfermedad mayor pobreza y que, por tanto, si bien cumplen atendiendo al enfermo que demanda sus conocimientos sobre la base de los honorarios, no piensan en que hay miles de personas que no pueden ir a sus consultorios y son pocos los que luchan porque se estructuren los organismos estatales para llevar la salud ampliamente al pueblo.

De igual manera que hay maestros que no se inquietan en que haya también cientos y miles de niños y de jóvenes que no pueden ingresar a las escuelas. Y el panorama de América Latina es un panorama dramático en las cifras, de su realidad dolorosa.

Llevamos, casi todos los pueblos nuestros, más de un siglo y medio de independencia política, y ¿cuáles son los datos que marcan nuestra dependencia y nuestra explotación? Siendo países potencialmente ricos, la inmensa mayoría somos pueblos pobres.

En América Latina, continente de más de 220 millones de habitantes, hay cien millones de analfabetos y semianalfabetos.

En este continente hay más de 30 millones de cesantes absolutos, y la cifra se eleva por sobre 60 millones tomando en consideración aquellos que tienen trabajos ocasionales.

En nuestro continente 53% de la población según algunos, y según otros 57%, se alimenta en condiciones por debajo de lo normal. En América Latina faltan más de 26 millones de viviendas.

En estas circunstancias cabe preguntar, ¿cuál es el destino de la juventud? Porque este continente es un continente joven. 51% de la población de América Latina está por debajo de los 27 años, por eso puedo decir -y ojalá me equivoque- que ningún gobierno e incluyo, por cierto, el mío y todos los anteriores de mi patria, ha podido solucionar los grandes déficit, las grandes masas de nuestro continente en relación con la falta de trabajo, la alimentación, la vivienda, la salud. Para qué hablar de la recreación y del descanso.

En este marco que encierra y aprisiona a nuestros pueblos hace un siglo y medio, es lógico que tengan que surgir, desde el dolor y el sufrimiento de las masas, anhelos de alcanzar niveles de vida y existencia y de cultura.

Si hoy tenemos las cifras que aquí he recordado, ¿qué va a ocurrir si las cosas no cambian cuando seamos 360 ó 600 millones de habitantes? En un continente en donde la explosión demográfica está destinada a compensar la alta mortalidad infantil, los pueblos así se defienden; pero a pesar de ello aumenta vigorosamente la población de nuestros países, y el avance tecnológico en el campo de la medicina ha elevado -y también al mejorarse condiciones de vida ha mejorado- el promedio de nuestra existencia que, por cierto, es muy inferior al de los países del capitalismo industrial y a los países socialistas.

Pero ningún gobierno de este continente -democráticos los hay pocos, pseudodemocráticos hay más, dictatoriales también los hay-, ningún gobierno ha sido capaz de superar los grandes déficit, reconociendo, por cierto, que han hecho esfuerzos indiscutiblemente laudatorios por gobierno, y especialmente por los gobiernos democráticos, porque escuchan la voz, la protesta, el anhelo de los pueblos mismos para avanzar en la tentativa frustrada y hacer posible que estos déficit no sigan pesando sobre nuestra existencia.

¿Y por qué sucede esto? Porque somos países monoproductores en la inmensa mayoría: somos los países del cacao, del banano, del café, del estaño, del petróleo o del cobre. Somos países productores de materias primas e importadores de artículos manufacturados; vendemos barato y compramos caro.

Nosotros, al comprar caro estamos pagando el alto ingreso que tiene el técnico, el empleado y el obrero de los países industrializados. Además, en la inmensa mayoría de los casos, como las riquezas fundamentales están en manos del capital foráneo, se ignoran los mercados, no se interviene en los precios, ni en los niveles de producción. La experiencia la hemos vivido nosotros en el cobre, y ustedes en el petróleo.

Somos países en donde el gran capital financiero busca, y encuentra, por complacencia culpable muchas veces de gente que no quiere entender su deber patriótico, la posibilidad de obtenerlo.

¿Por qué? ¿Qué es el imperialismo, compañeros jóvenes? Es la concentración del capital en los países industrializados que alcanzando la fuerza de capital financiero, abandonan las inversiones en las metrópolis económicas, para hacerlo en nuestros países y, por lo tanto, este capital que en su propia metrópoli tiene utilidades muy bajas, adquiere grandes utilidades en nuestras tierras, porque, además, muchas veces las negociaciones son entre las compañías que son dueñas de éstas y que están más allá de nuestras fronteras.

Entonces, somos países que no aprovechamos los excedentes de nuestra producción, y este continente ya conoce, no a través de los agitadores sociales con apellido político, como el que yo tengo de socialista, sino a través de las cifras de la CEPAL, organismo de las Naciones Unidas, que en la última década -no puedo exactamente decir si de 1950 a1960 o de 1956 a 1966-, América Latina exportó mucho más capitales que los que ingresaron en ella.

De esta manera se ha ido produciendo una realidad que es común en la inmensa mayoría de todos nuestros pueblos: somos países ricos potencialmente, y vivimos como pobres. Para poder seguir viviendo, pedimos prestado. Pero al mismo tiempo somos países exportadores de capitales. Paradoja típica del régimen en el sistema capitalista.

Por ello, entonces, es indispensable comprender que dentro de esta estructura, cuando internacionalmente los países poderosos viven y fortalecen su economía de nuestra pobreza, cuando los países financieramente fuertes necesitan de nuestras materias primas para ser fuertes, cuando la realidad de los mercados y los precios lleva a los pueblos de éste y otros continentes, a endeudarse, cuando la deuda de los países del Tercer Mundo alcanza la fantástica cifra de 95 mil millones de dólares, cuando a mi país, país democrático, con muy sólidas instituciones, país que tiene un Congreso en funciones hace 160 años, país en donde las Fuerzas Armadas -igual que en México- son fuerzas armadas profesionales, respetuosas de la ley y la voluntad popular; cuando mi país, que es el segundo productor de cobre en el mundo y tiene las más grandes reservas de cobre del mundo y tiene la más grande mina de tajo abierto del mundo y tiene la más grande mina subterránea del mundo, Chuquicamata y El Teniente; cuando mi país se ha visto obligado a endeudarse con una deuda externa per cápita que sólo puede ser superada por la deuda que tiene Israel, que podemos estimar que está en guerra; cuando yo debía haber cancelado este año para amortizar y pagar los intereses de esa deuda 420 millones de dólares, que significan más de 30 por ciento del presupuesto de ingresos, uno puede colegir que es imposible que pueda esto seguir y que esta realidad se mantenga.

Si a ello se agrega que los países poderosos fijan las normas de la comercialización, controlan los fletes, imponen los seguros, dan los créditos ligados que implica la obligación de invertir un alto porcentaje en esos países; si además sufrimos las consecuencias que emanan y que cuando los países poderosos, o el país más poderoso, del capitalismo estiman necesario devaluar su moneda, las consecuencias las pagamos nosotros, y si tiembla el mercado del dinero en los países industrializados, las consecuencias son mucho más fuertes, mucho más duras y pesan más sobre nuestros pueblos. Si el precio de las materias primas baja, el precio de los artículos manufacturados, y aún los alimentos, suben; cuando el precio de los alimentos sube, nos encontramos que hay barreras aduaneras que impiden que algunos países que pueden exportar productos agropecuarios lleguen a los mercados de consumo, los países industriales.

El caso de mi patria es elocuente: nosotros producimos entre la gran minería, cerca de 750 mil toneladas de cobre. Entre Zambia, Perú, Zaire y Chile, signatarios de lo que se llama CIPEC, entre estos cuatro países se produce 70% del cobre que se comercializa en el mundo, más de tres millones de toneladas, pero el precio del cobre se fija en la bolsa de Londres y se transa tan sólo 200 mil toneladas. Y Chile hace tres años, por ejemplo, tuvo un promedio de precio de la libra de cobre año, superior a los 62 centavos, y cada centavo que suba o baje el precio de la libra de cobre, significa 18 millones de dólares más o menos de ingreso para nuestro país.

El año 1971, el precio del cobre, del último año de gobierno del presidente Frei, fue de 59 centavos la libra. En el primer año del Gobierno Popular fue tan solo de 49. Este año, seguramente no va a alcanzar más allá de 47,4; pero en valores reales, después de la devaluación del dólar, este promedio será, a lo sumo, 45. Y el costo de producción nuestro, a pesar de que son minas con un alto porcentaje de riqueza minera y están cerca del mar, rodea los 45 centavos en algunas de ellas; y es, por cierto, más alto por una técnica inferior en la producción de la pequeña y mediana minería.

He puesto este ejemplo porque es muy claro. Nosotros, que tenemos un presupuesto de divisas superior a muchos países latinoamericanos, que tenemos una extensión de tierra que podría alimentar, y debería alimentar, a 20 a 25 millones de habitantes, hemos tenido que importar, desde siempre -por así decirlo-, carne trigo, grasa, mantequilla y aceite: 200 millones de dólares al año.

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