Adolfo Gilly
Definiciones y preguntas en la defensa de Pemex
La operación en curso de privatización de Pemex va mucho más allá de los negocios del capital y de la corrupción de los funcionarios, como en cambio era el caso en la prolongada destrucción de la red de ferrocarriles nacionales y en las sucesivas concesiones y rescates de las carreteras de cuota.
Esta de hoy es una decisión de alcance histórico, tanto como lo fueron el reparto agrario y la expropiación petrolera en los años 30, pero exactamente en el sentido opuesto. Se trata ahora de completar, por un lado, una recomposición ya iniciada del Estado y de los sectores de clase dominantes y, por el otro, una restructuración de las relaciones de ese Estado con la nación y su pueblo, y con Estados Unidos y sus planes geoestratégicos en estos años iniciales del siglo.
Se trata, al mismo tiempo, de llevar a término el mando indiscutido del capital financiero mexicano –insisto, mexicano– sobre el Estado nacional, y de integrar a éste como socio menor subordinado en la zona contigua de dominación y seguridad –América del Norte– de esa potencia a través de tres tratados: el TLCAN, el ASPAN y la Iniciativa Mérida, los tres estatutos clave de la subordinación económica, militar y política.
Se trata de desarmar y terminar de desmantelar las defensas estructurales que protegían la soberanía y la independencia de esta nación. Así y nada menos.
Esta posición de mando del capital financiero mexicano fue afirmándose a partir de los años ochenta del siglo XX a través de los sucesivos gobiernos y cambios constitucionales –artículos 3º, 27, 130– y de la privatización creciente de los bienes de la nación, no sólo en tanto empresas públicas y servicios financieros sino también en cuanto dominio del territorio, del patrimonio cultural y de los recursos naturales.
Es una gigantesca operación de despojo la que está en marcha desde entonces. La entrega de Pemex es la culminación de ese proceso.
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El desmantelamiento que se intenta ahora completar no es, en efecto, sólo el de la propiedad estatal, sino también el de una forma de Estado mexicano –entendiendo aquí “Estado” como proceso de relación entre gobernantes y gobernados– que desde la derrota y la destrucción del Ejército Federal por la División del Norte en Zacatecas el 23 de junio de 1914 –es decir, ya desde antes de la Constitución de 1917–, se había ido conformando en la historia, en la legislación y en los antagonismos y las luchas hasta cubrir todo el siglo XX mexicano. Se trata de revertir el proceso histórico hasta una nueva y atroz Bella Época en este siglo.
De ese tamaño es la derrota que nos quieren imponer y lo que está en juego en la propuesta desintegradora de Felipe Calderón.
La ocasión parece inmejorable. El Estado mexicano, nominalmente unido bajo la Presidencia de la República y el pacto federal, está hoy fragmentado en mandos múltiples: el mando de los gobernadores que, mientras cada uno actúa como amo y señor en su feudo, se reúnen como poder nacional en la Conferencia Nacional de Gobernadores (Conago); el de la Iglesia, potente y prepotente como nunca desde el siglo XIX y la Reforma, ante la cual bajan la cabeza todos los partidos y sus dirigentes (todos, dije, todos); el de los grandes señores de las finanzas y sus conexiones con el opaco y turbulento mundo financiero internacional; el de una Presidencia que busca refugio y amparo en las fuerzas armadas; el del narcotráfico con sus redes y contactos no visibles pero reales con todas las esferas de poder antes mencionadas y con varios poderes externos.
Si en este listado no concedo poder propio al dual monopolio televisivo es porque se trata de una dependencia del capital financiero en cuyos intereses y designios está integrada. Si tampoco lo concedo al Poder Legislativo y al Poder Judicial es porque cuanto de importante se decide en esas sedes ya estuvo decidido de antemano en otras sedes y otros poderes.
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