“Mi víctima será quién me perpetúe”.
Anónimo.
Francisco Solís Peón
pancho_cachondo2003@hotmail.com
Si los ladrones tienen a San Juditas, los narcos a Malverde, los violadores a Santa María Goretti, las prostitutas a María Magdalena y los herejes a San Anselmo; pues entonces qué impide a los pederastas encomendarse al padre Maciel.
Y es que pocas conductas generan tanto rechazo social como el abuso sexual a menores de edad, más allá de la repulsa, los daños físicos y sobre todo psicológicos que se generan son tan devastadores como irreversibles, un altísimo porcentaje de pedófilos fueron a su vez abusados en su niñez creando así una poderosa cadena de espeluznantes dramas personales que se remontan al infinito.
Pero la Iglesia católica enfrenta retos que por mucho trascienden a las aficiones sexuales de sus ministros por más condenables que éstas sean. Basta con mirar la “cover story” de la edición internacional de la revista Time, las denuncias de desviación sexual abarcan los cinco continentes, así como las voces disidentes de una institución que se niega a modernizarse; en la portada el papa Benedicto XVI reza con un gesto triste, pidiéndole a Dios que una vez más salve a su Iglesia de ser arrollada por su propia historia.
Con todo son los Legionarios de Cristo quienes se llevan la peor parte del escándalo, lo que en el clero secular son actos aislados y censurados, en el clero regular es una costumbre a veces mal vista, a veces no tanto, pero en la legión se trataba de obligaciones sistemáticas y cotidianas que corrompieron a más inocentes que ningún otro grupo católico en los tiempos modernos.
El primer escándalo por abuso sexual de los discípulos de Maciel se dio en la Irlanda de los sesenta, para 1978 en la ciudad de México se había desmantelado una red de pedófilos que operaban escudándose tras las sotanas y habían ingresado a la orden sólo para poder estar en contacto con menores del sexo masculino. En la misma medida en que la bola de nieve fue creciendo, el patriarca michoacano fue defendido con vehemencia tanto por sus influyentes amigos como por miles de personas de buena fe, entre los que recuerdo especialmente a don José Guadalupe Padilla Lozano, en aquel entonces director del CUM y un marista en toda la extensión de la palabra.
Cuando la verdad alcanzó niveles de Santa Sede, miles de jóvenes en todo el mundo comenzaron a renegar de su fe activa mientras los escándalos viajan de Sidney a Massachusetts dando la falsa impresión de que la Iglesia en su conjunto está involucrada, ya sea abusando o encubriendo.
La solución más brillante la escuché, ¡oh paradojas de la vida!, de los labios de un brillante abogado sobrino-nieto del fundador de la legión y que en su honor se llama Marcial Morfín Maciel –¡qué viva Cotija!–: “Resulta muy fácil estigmatizar o exonerar el recuerdo de alguien según el vaivén de los tiempos. El verdadero reto estriba en reconocer como sociedad que las características de un santo pueden convivir con las apetencias humanas más execrables, todo al mismo tiempo y en la misma persona, un hombre al fin y al cabo, a veces santo pero siempre pecador y adicionalmente criminal”.
Por ello no basta con recluir al cardenal de Boston en un convento, ni correr al arzobispo de Belfast, mucho menos que los Legionarios pidan perdón, en el fondo de este barril de inmundicia subyacen temas fundamentales como el celibato, la castidad y la participación de las mujeres en el sacerdocio. Y para poner las cosas más dramáticas tendrá que ser precisamente Joseph Ratzinger, descendiente directo de la Santa Inquisición, quien tenga que sentar las bases (tal vez con un concilio) para acercar nuevamente a los ministros de Cristo a su grey, con todos los riesgos humanos y la carga histórica que esto conlleva.
Todos los que pasamos nuestra niñez y adolescencia en un colegio confesional conocemos muchos secretos, la mayor parte de ellos no constituyen un delito pero si algunos pecados que comienzan a ser obsoletos y hasta ridículos en su terrible incompatibilidad con el espíritu de los tiempos.
Después de todo sentir forma parte inherente de la existencia humana, y si alguien lo sabía era Jesucristo…
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