lunes, 15 de junio de 2009

Las campañas, sórdidas lecciones de manipulación


Fuente: La Jornada de Zacatecas

Redacción

Aquiles Córdova Morán

Estamos ya en plena guerra electoral, una feroz rebatiña entre candidatos de los distintos partidos por el voto popular, que será la escalera para alcanzar el mayor número de los cargos en disputa el domingo 5 de julio. Ese día los mexicanos elegiremos a 500 diputados al Congreso de la Unión, un número variable de diputados a los congresos locales de ciertos estados y también gobernadores en varias entidades donde el mandatario en funciones concluye su mandato constitucional.

Por principio, los ciudadanos deberíamos esperar con beneplácito cada periodo electoral, ya que, en teoría, ese acto cívico es una magnífica escuela de política para el hombre de la calle: propuestas, análisis rigurosos para demostrar su pertinencia y viabilidad, los discursos de los candidatos para explicar su ideario político, la superioridad de sus concepciones generales, particulares y concretas –según el caso– y hasta la polémica y las respuestas, lúcidas e inteligentes, a las críticas de sus adversarios.

Todo debería contribuir a elevar la educación política y a despertar la conciencia cívica de la ciudadanía cuyo voto se solicita. Las campañas electorales serían la oportunidad de oro para que los políticos de grandes vuelos expliquen a la gente qué modelo de país tienen en mente, qué lugar y qué importancia tiene cada clase y cada sector de clase en ese modelo, qué beneficios claros y precisos debe esperar y cuáles son las vías que propone y se propone seguir para transformar sus propósitos en realidades.

Sin embargo, en la realidad, como lo sufrimos y comprobamos por estos días, las cosas ocurren de modo muy diferente. En lugar de exposición rigurosa y detallada de problemas y soluciones; de proyectos bien estudiados, realistas y progresivos para mejorar la suerte de las mayorías; en vez de explicaciones meditadas y coherentes del ideario de cada partido y del modelo de país que se propone construir desde el poder, las campañas de sus “mejores hombres” (así los califican los partidos que los postulan) giran en torno a tres ejes.

El primero son frases huecas, efectistas, que por su generalidad, o mejor dicho, por su vacuidad y absoluta falta de contenido concreto, nada dicen y a nada comprometen; el segundo son breves sainetes, pagados a precio de oro con dinero del erario nacional, para insultar, denigrar, ridiculizar y acusar sin pruebas a todos los rivales, o sólo al adversario más temido, según el caso.

El último son los ya famosos espots en los que, con voz engolada, con tono autoritario que no admite réplica y con poses de tribuno popular que no le teme a nada cuando de decir la verdad se trata, se amontonan, en un breve espacio de tiempo, sobre la aturdida cabeza del ciudadano, todo tipo de afirmaciones sin pruebas, de acusaciones y cargos graves, infamantes, constitutivos de delito incluso.

De esa forma dan a entender, de modo implícito pero indudable, que el “índice de fuego” que así señala y acusa está libre de toda culpa, aunque tampoco lo prueba de alguna manera. Una vil manipulación subliminal que hace a un lado, con toda intención, la inteligencia del elector. Pero hay algo más.

Resulta que las pocas veces en que, por alguna razón favorable, el candidato decide descender al terreno de lo concreto, es decir, se arriesga a hablar de alguna medida específica que se propone llevar a cabo en caso de llegar al poder, tampoco resulta fácil distinguir a un candidato de otro, a un partido de otro. Por el contrario, el empeño de todos es parecerse lo más posible entre sí, o en todo caso, ganarles las ideas e iniciativas (las mismas en todos los casos, por supuesto) a sus competidores.

Un ejemplo. México supo de la terrible lucha que tuvieron que librar miles de modestas familias texcocanas para que el edil perredista, Constanzo de la Vega Membrillo (hoy, flamante candidato a diputado por el PRD), les permitiera edificar sus humildes viviendas en un terreno que habían pagado con su sudor, es decir, que era de su legítima propiedad. El perredista se oponía con uñas y dientes porque, según él y sus incondicionales, hay que embellecer a Texcoco y los pobres hacen todo lo contrario, lo afean con la pobreza de sus viviendas precarias.

Pues resulta que, en días pasados, el candidato priísta a la presidencia municipal de Texcoco, Amado Acosta, se reunió con un grupo de respetables señoras, representantes de lo mejor de la sociedad texcocana, y delante de ellas se comprometió a que, en caso de llegar al poder, impedirá con mano de hierro que promotores irresponsables de asentamientos ilegales, como los antorchistas, funden colonias de gente pobre.

Texcoco, según el candidato, sólo debe permitir la llegada de los grandes capitales, de grandes negocios que atraigan al turismo de gran altura. Las respetables señoras que lo escucharon prorrumpieron en espontáneos y atronadores aplausos, por supuesto. Vea usted el contrasentido: el priísta Amado Acosta quiere desbancar del poder municipal al PRD, pero para ello propone seguir la misma política que Constanzo de la Vega, fiel representante del ideario perredista.

Promete tratar como a delincuentes a un sector importante de sus futuros electores, a los antorchistas, que les guste o no a sus detractores, suman miles en ese municipio. La pregunta se impone por sí sola: ¿por qué o para qué los texcocanos deberían cambiar de partido en el poder?, ¿qué necesidad hay de que Amado Acosta venga a hacer lo que tan bien hacen Constanzo de la Vega y el PRD?

Y este pequeño ejemplo, desgraciadamente, se diferencia muy poco de lo que pasa en todo el país y con todos los candidatos. Estas son, pues, las verdaderas lecciones, las sórdidas lecciones de ambición de poder y de falta de principios que nos dan los partidos y sus candidatos, en vez de las que necesitamos y merecemos. Que el ciudadano común y corriente decida por quién votar.

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