Pedro Salmerón/La Jornada/21 de diciembre de 2008.
So pretexto del bicentenario del natalicio de Benito Juárez, se publicó un grueso libro titulado Juárez y Maximiliano. La roca y el ensueño, de Armando Fuentes Aguirre, Catón . Según la contraportada y las “primeras palabras”, el objetivo del libro es la reconciliación “en el común amor a México”: debemos “aquilatar la grandeza de Juárez sin tildar de traidores a su contemporáneos”. Asegura el autor que busca comprender a los personajes en su contexto y no juzgarlos con los raseros del presente.
Sin embargo, brillan por su ausencia la reconciliación y la comprensión anunciadas. Lo que el lector encontrará es una repetición más –aunque se presenten como novedosísimas ideas muy viejas– de la historia tradicional de la derecha. Tenemos aquí a un Juárez al que conocemos bien: el de las escuelas de monjas, que tienen en común con el Juárez de la era priísta la misma simplificación maniquea de la historia, basada en la deshumanización reduccionista de los personajes y los procesos: para una, Juárez es el héroe de bronce; para la otra, es el traidor que puso a la patria en riesgo de desaparecer y la entregó a la influencia yanqui.
Si el objetivo explícito de Fuentes hubiese sido relanzar esa vieja historia, no faltaría a la verdad, pero el Juárez de su libro está en permanente contradicción con lo que promete: es un politiquillo ambicioso, un pésimo administrador; un gobernante radical, mentiroso, autoritario y vengativo; un personaje sin pizca de grandeza ni generosidad. Y, lo peor de todo, un traidor que entregó la patria a los yanquis, quienes lo sostuvieron en el poder.
Ese es el hilo conductor del libro, “el hilo negro”: cómo fue que los gringos se adueñaron de México gracias a los liberales. Primero, los gringos dieron el triunfo a los liberales en una guerra, la de Reforma, en la que la inmensa mayoría de los mexicanos era contraria al bando liberal. Más de veinte veces se repite esa especie de “la inmensa mayoría”, sin que se aporte ninguna prueba al respecto. Los liberales “dependieron casi absolutamente [de los yanquis] para triunfar”. “No cabe duda que Juárez y su partido pudieron obtener la victoria sobre los conservadores únicamente merced a la ayuda que recibieron de los estadunidenses”, otorgada a cambio de la traición perpetrada por Juárez y Ocampo, con el beneplácito de todo su partido. Porque casi todos los liberales quedan manchados, en una historia cuyas contradicciones internas son discretamente pasadas por alto (por ejemplo, Fuentes dice que en todas las batallas, incluso las anteriores a la intromisión gringa, los liberales contaron con la ventaja del número, olvidando su cantaleta de la “la inmensa mayoría”).
Mayor contradicción hay en culpar a Juárez de la intervención francesa, que causó él por un grave error político, “origen de otros siete años de destrucción y muerte para México”, para decir después que los conservadores trajeron a los franceses para “restablecer la paz entre los mexicanos” y “poner freno de una vez por todas a las ambiciones expansionistas de Estados Unidos”: un grupo de buenos mexicanos que advertían que los yanquis habían entregado el país a una camarilla de traidores, conspiraron para hacer de México una monarquía, aprovechando la pugna de Juárez con Inglaterra, Francia y España y, sobre todo, la Guerra de secesión estadunidense, que impediría por una vez que los yanquis decidieran nuestro destino.
Aquí es donde Fuentes reitera con mayor ahínco que no hay que juzgar a los hombres del pasado con los criterios del presente, argumento que usa para justificar a quienes invitaron al ejército francés y ofrecieron el trono a Maximiliano, pero nunca recuerda ese argumento cuando habla de Juárez, que estaba entregando la patria a los yanquis, que ningún mérito tiene ante la intervención, como tampoco lo tiene casi ninguno de los liberales, que son torpes o traidores o cobardes. Hay párrafos en que Fuentes muestra lo mismo su odio visceral por los liberales que su desconocimiento de nuestra historia, como puede verse en la parte relativa a la defensa de Puebla en 1863.
Y conforme avanza la intervención, Juárez casi desaparece, porque Fuentes habla de sus héroes, Maximiliano, Miramón y sus esposas. Son sus románticas, heroicas y generosas historias de las que se ocupa y, si aparece Juárez, es para reiterar que estaba entregando México a los yanquis, para recordarlo una y otra vez, hasta el cansancio. Nada tuvieron que ver los liberales en el fracaso del imperio; nada hizo Juárez desde julio de 1863, salvo clamar por la ayuda gringa, que finalmente llegó para acabar con la intervención. Sólo se habla de la resistencia nacional para mencionar armas y recursos gringos, otra vez, sin aportar pruebas.
El final del imperio de Maximiliano está lleno de actos cobardes y deshonrosos, cometidos por Juárez y los suyos. Sólo se salvan del “naufragio” y aparecen “con honor en medio de tantas escenas de deshonras” algunos liberales, como Mariano Escobedo y, por supuesto, Porfirio Díaz. A traición fue entregado Maximiliano a la vengativa inquina del inhumano Juárez, que violó sus propias leyes para cumplimentar a los yanquis y fusilar al valeroso príncipe. El triunfo de Juárez sobre Maximiliano no fue un triunfo de México sobre Francia, pues “lo cierto es que el triunfo correspondió a los Estados Unidos” y facilitó su dominio sobre nuestro país.
El final del libro nos permite sumar a la deshonestidad intelectual del autor, una de las mejores muestras, entre muchas, de su calidad como investigador. En el último párrafo afirma que “nadie pudo averiguar a ciencia cierta en qué papel, carta, discurso, proclama o manifiesto había dicho Juárez aquello de: El respeto al derecho ajeno es la paz [...] Quién sabe quién leyó la frasecita, le gustó y se la endilgó a Juárez.”
¿Así investiga usted, señor Fuentes? Permítame decírselo entonces: la “frasecita” está en uno de los documentos más significativos de la trayectoria de Juárez: el Manifiesto a la Nación , del 15 de julio de 1867, en que, de regreso a Ciudad de México, informa a los mexicanos que los poderes de la Unión volvían a establecerse en la capital; en que señala –como así fue– que se habían afirmado la independencia y la soberanía de México.
Pues bien, si esa es la reconciliación histórica que nos ofrece la derecha, no la queremos. Es tan falsa y alevosa como la reconciliación política que finge ofrecer esa misma derecha por boca de Felipe Calderón. No queremos su Juárez, no queremos el Juárez de Salvador Abascal y su hijo Carlos, que como secretario de Gobernación saboteó los festejos del bicentenario; el Juárez del Vasconcelos de fines de los treinta, a sueldo de los nazis. No queremos el Juárez del cardenal y del gobernador de Jalisco, como no queríamos tampoco al Juárez del bronce y los discursos huecos de lo peor del priísmo, encarnado en Mario Marín o Ulises Ruiz. Nos quedamos con nuestro Juárez, el de la historia, no el de las fantasías sin sustento de la derecha. Nos quedamos con el Juárez que hizo del nuestro un país soberano, derrotando a las fuerzas de la reacción y al invasor extranjero, y poniendo límites infranqueables al expansionismo estadunidense. Nos quedamos con Juárez.
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