Fernando Martínez Heredia • La Habana
El miércoles 10 de diciembre fue el aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, proclamada por la ONU en 1948, y pasé el día en un Taller Internacional dedicado a discutir ese tema, 60 años después. Lo inauguró el ministro de Relaciones Exteriores y lo cerró el presidente del Parlamento. Hasta ahí pudiera ser uno de esos días que no queda más remedio que perder, poner cara de interesado y desear que termine temprano. Pero no fue así. Ante todo, porque los oradores citados fueron Felipe Pérez Roque y Ricardo Alarcón. Y los participantes que vinieron de América Latina, EE.UU. y Europa a reunirse con nosotros eran luchadores sociales, intelectuales, artistas, religiosos, periodistas, parlamentarios, comprometidos realmente con la defensa de las personas y los pueblos. Convocaron la Red “En defensa de la Humanidad”, capítulos de Venezuela y de Cuba, y la Comisión Nacional Cubana de la UNESCO.
El resultado fue un día muy intenso, cargado de ideas y emociones. Se sucedieron los análisis, las denuncias y condenas, la crítica descarnada y la esperanza, las ideas acerca de qué hacer y las convocatorias. No nos perdimos en las trampas que ponen los usos diplomáticos ni intentamos contemporizar para lograr ser perdonados. Tomamos las declaraciones formales y los instrumentos legales para valernos de ellos como una ayuda más en la defensa de los derechos de los seres humanos. Al final aprobamos una Declaración del Taller, que ya está puesta en la prensa digital. Quisiera compartir entonces algunos comentarios acerca de este tema de los derechos humanos.
Tres años después del fin de la Segunda Guerra Mundial, el mundo estaba grávido de demandas y esperanzas de que a la gigantesca matanza planetaria le siguiera una nueva época más favorable para las personas y los pueblos. Pero muy pronto se comprobó que los poderosos del mundo trataban de mantener a salvo sus intereses, sus ganancias y su dominio. La Organización de las Naciones Unidas (ONU) nació en 1945 con la pretensión de reunir a los Estados en un foro de entendimientos de beneficio común y tutelar la paz mundial, pero aquel designio de los poderosos le marcó también de inmediato a la ONU límites férreos.
La Declaración del 10 de diciembre de 1948 era engañosa y pretenciosa desde su propio título. Cómo iba a ser “universal” si se negó a reconocer la igualdad entre las naciones, para no condenar la inmensa llaga mundial que era el colonialismo, esa culpa tremenda de la modernidad capitalista que para desarrollar su sistema y multiplicar sus avances saqueó a fondo, aplastó culturas, esclavizó a decenas de millones, destrozó formas de vida y de producción, explotó el trabajo, prostituyó organizaciones sociales y erosionó el medio ambiente a escala universal, que hizo “científico” al racismo y otras formas de naturalización de la desigualdad entre los seres humanos. Al negarse a denunciar el colonialismo y el neocolonialismo, aquella Declaración no tuvo en cuenta a la mayoría del mundo, y tampoco a los artículos 1 y 55 de la propia Carta de la ONU.
El instrumento aprobado de manera tan solemne escogía ser heredero de una tradición, la de 1789 y 1776, que legisló desde la libertad del individualismo para minorías que pusieron a salvo cuidadosamente cuestiones que les eran esenciales, como la propiedad privada, o la condición de esclavo en los EE.UU. Que los poderes más directamente herederos de esa tradición no habían cambiado en nada básico fue demostrado después de 1948 de manera fehaciente. Francia, que masacró salvajemente en 1945 a los argelinos que pedían que la victoria de la libertad sobre el fascismo se extendiera a ellos, le cobró a Argelia su lucha por la independencia con más de un millón de muertos y una orgía inacabable de torturas. EE.UU., que alardeaba entonces de no ser una potencia colonialista, violó en Viet Nam todos los derechos humanos imaginables, y le cobró a ese pueblo sus combates por la independencia y la libertad con cuatro millones de muertos y la destrucción intencionada de una parte de su suelo.
Han tenido que ser entonces las resistencias y las luchas de los pueblos del mundo las que le den a las declaraciones sobre derechos humanos carne, realidad, identificación con anhelos y proyectos de las mayorías y posibilidad de ser realmente universales. Y los pueblos han cumplido su parte con creces. Fueron las revoluciones, desde China hasta Cuba, las resistencias y las exigencias de autodeterminación a lo largo del llamado Tercer Mundo y la imposibilidad de mantener los imperios coloniales europeos después de 1945 y con una hegemonía mundial de EE.UU. en el campo capitalista, los que hicieron que la ONU en 1960-1961 aprobara una Declaración para poner fin al colonialismo y creara un Comité de Descolonización. Solo en 1966 la ONU aprobó el Pacto Internacional sobre Derechos Económicos, Sociales y Culturales, que proclamó en su artículo 1 el derecho de todos los pueblos a su libre determinación, su libre condición política y su desarrollo económico, social y cultural. “En ningún caso —decía el artículo dos— podría privarse a un pueblo de sus propios medios de subsistencia”.
Junto a ese instrumento fue aprobado también el Pacto sobre Derechos Civiles y Políticos, pero tuvieron que esperar diez años para que se les declarara en vigor.
Decenios de combates, sufrimientos y solidaridades han sido necesarios para hacer realidad la opción de derechos humanos desde los pueblos y para los pueblos. Menciono el caso de Cuba. Solo la Revolución triunfante pudo inscribir con decoro –porque estaba dándole a todos los niños la oportunidad real de estudiar—en los Objetivos de la Enseñanza Primaria[1]:“Los niños de los últimos grados de la escuela primaria deben saber que existen la ONU y la UNESCO y cuáles son sus finalidades; deben, además, aprender y asimilar dentro de lo posible la Declaración Universal de Derechos del Hombre, ya que estos Derechos constituyen una proclamación de los deberes de los Estados ante el destino de la persona humana”. Y tres líneas más abajo decía: "…la comunidad, para el niño de hoy, comienza con el vecindario y se extiende sobre el mundo entero”. Qué bien aprendieron los niños cubanos la lección de la Revolución: cientos de miles combatieron por la soberanía y autodeterminación de Angola, la independencia de Namibia y el fin del apartheid en Sudáfrica. Desde 1989, todos los 7 de diciembre rendimos homenaje a más de dos mil que dieron sus vidas para que esos derechos se convirtieran en realidades.
Otra cuestión que me parece crucial es que el tema de los derechos humanos forma parte de un conflicto fundamental que los trasciende: si la Humanidad podrá o no convertir en vida plena, liberación de opresiones y felicidad para las personas y los pueblos los colosales avances que se han conseguido, y cuyo goce es hoy negado a las mayorías. A mi juicio eso solo será posible si triunfa y se desarrolla la alternativa del socialismo como modo de vida, relaciones humanas y organización social. Esto implica deberes y requisitos extraordinarios que el socialismo debe identificar y cumplir. Para utilizar una síntesis extremada, el socialismo está obligado a desplegar una nueva cultura, no solo opuesta sino diferente a la del capitalismo, desde sus puntos de partida y en sus instrumentos, relaciones, instituciones y proyectos.
En la ONU de 1948 nadie se atrevió a votar en contra de la Declaración. Pero Sudáfrica y Arabia Saudita se abstuvieron, por razones obvias. URSS, Ucrania, Yugoslavia, Polonia, Rumanía y Checoslovaquia se abstuvieron también, en protesta por la no condena del colonialismo y otras ausencias de la Declaración. Pero los que habían escogido la negación del capitalismo no fueron consecuentes en proponerle al mundo entero un camino de luchas por la justicia y la libertad, una nueva cultura de liberación, ni en practicar el internacionalismo, que es uno de los requisitos sin los cuales no se formará esa nueva cultura.
Los imperialistas tuvieron que ir aceptando, a regañadientes, que los derechos humanos formen parte del derecho internacional y se creen instrumentos legales y exigencias sociales y de opinión pública a favor de ellos. Pero al mismo tiempo que promovían o respaldaban el crimen, las torturas y el genocidio a escala universal, mostraron su calidad en la guerra ideológica y su hipocresía al comenzar a utilizar el tema de los derechos humanos en su provecho. En las últimas décadas se han erigido en supuestos defensores de esos derechos, para criminalizar a gobiernos que defienden la soberanía nacional y los derechos de sus pueblos, y a movimientos populares, y para confundir a millones desde sus controles totalitarios sobre aparatos inmensos de información y formación de opinión pública. En el curso del formidable retroceso de las luchas de liberación y de clases del último cuarto del siglo, se ha intentado convertir al tema ‘derechos humanos’ en el lugar de un defecto que padecen por definición los que se oponen al sistema, una exigencia imperial que se coloca por encima del derecho internacional y una propiedad privada del capitalismo para ser utilizada en su guerra cultural mundial.
Mientras, el imperialismo impuso su ideología de “lucha contra el terrorismo” como consumo general obligatorio, y a su sombra se puso por encima de toda ley, glorificando descaradamente la violación de los derechos individuales y de las soberanías nacionales, la agresión a países y su ocupación militar permanente, la tortura institucionalizada, la matanza cotidiana de civiles y otras atrocidades. Pero frente a ese mal que amenaza la vida de todos y al planeta, se levantan la resistencia heroica del pueblo iraquí y los combates de los afganos contra los ocupantes extranjeros, el auge de los poderes y los movimientos populares combativos en América Latina, el crecimiento de las posiciones de autonomía frente al imperialismo por parte de un buen número de países del llamado Tercer Mundo, y la tendencia a la articulación, las alianzas y la integración entre ellos. En esta nueva situación, los derechos humanos son un campo de conflicto, un territorio en disputa.
Ante el aniversario de aquel documento de 1948, habría de decir: ¿qué derecho tenemos a esperar que la gente crea en una Declaración que tiene sesenta años de pronunciada, en el marco de una organización mundial que tiene sesenta y tres años de fundada, si ni una ni otra tienen fuerza ni prestigio para defender sus vidas, y mucho menos para hacerlas vivibles y mejorarlas? Una vez más son las prácticas cívicas y la estatura moral de los que reivindican todos los derechos humanos para todos los que habitamos este mundo las dueñas legítimas de este tema. Somos nosotros los defensores de los derechos humanos y los que tenemos derecho a invocarlos. El 10 de diciembre constituye un pequeño alto en el camino y un día de reunión y recuento, para seguir peleando.
[1] En las Bases y normas legales reguladoras de la Reforma Integral de la Enseñanza y Ley núm. 680 del Gobierno Revolucionario, del 23 de diciembre de 1959. En José Bell, Delia L. López y Tania Caram: Documentos de la Revolución cubana. 1959, Editorial Ciencias Sociales, La Habana, 2006, p. 226.
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