martes, 22 de julio de 2008

Un debate con la contrarrevolución Primera de dos partes

BAZAR DE LA CULTURA. Revolución Mexicana

Juan Amael Vizzuett Olvera


A través de la narrativa, la historiografía y el ensayo, los pensadores posrevolucionarios se enfrentaron a lo largo de casi cien años a la versión oficial de la Revolución que la facción vencedora pregonó en discursos, libros de texto y monumentos; a través de la lírica, del corrido y la tradición oral, los sectores populares desafiaron a esa versión oficial en los espacios familiares y comunitarios. Fue tal la eficacia de esta resistencia intuitiva que el propio régimen llegó a estar consciente de que su dogma no era aceptado, ni entre la intelectualidad, ni entre el pueblo.

Esta realidad se la demostré, vía Internet, hace algunos meses a uno de los defensores del modelo económico que ha llevado al país a una honda crisis social, quien a través de sus escritos afirma –sin evidencia alguna-- que la versión oficialista sobre la Revolución fue aceptada mansa y acríticamente por los mexicanos de varias generaciones. En forma coloquial asevera que “nos contaron un cuento”, el “cuento de la Revolución”, que nos lo creímos y que “ese mito” nos hizo perder el siglo XX. Dice, que debemos sepultar “el mito” y aprovechar el nuevo siglo entregándonos al capitalismo salvaje y a su caudal de calamidades.

Hablo del profesor Macario Schettino, académico del ITESM-CCM, quien durante el intercambio de misivas electrónicas no pudo refutar mis argumentos. Sin embargo, no parece haber reconocido las debilidades de su discurso e insiste en sus viejas aseveraciones. Esto me llevó a decidirme a compartir mis reflexiones, originalmente expresadas al citado articulista vía Internet, con los amables lectores de El Sol de México.

La visión literaria

La joven intelectualidad mexicana desde muy temprana hora expresó su crítica rigurosa y lúcida hacia la Revolución, hacia sus caudillos y hacia las incontables traiciones, infamias y atrocidades que se cometieron durante los años de la lucha armada, así como durante los azarosos tiempos que le siguieron. Al mismo tiempo, con la novela de la Revolución Mexicana, nuestra literatura alcanza su madurez, su grandeza y su universalidad. Juan Rulfo no se entiende sin Mariano Azuela.

Una somera revisión de algunas obras clásicas deja en claro su vocación crítica:

“Se llevaron el cañón para Bachimba” (1941), una obra de aliento universal acerca del paso de la niñez a la hombría, narra la derrota de un jefe orozquista y su conciencia de que de nada le valdrá acogerse a un indulto que lo habría de convertir en sospechoso perpetuo; “Los de abajo” (1916), de Mariano Azuela, expresa el desencanto con el resultado de los acontecimientos revolucionarios, la marginación de los combatientes populares, la descomposición de una causa que no alcanza a darle frutos a su gente y de una lucha que se prolonga hasta extraviarse en la tragedia; “El águila y la serpiente” (1928), de Martín Luis Guzmán encierra una confesión del intelectual que se había sumado al movimiento, una confesión de sus propias traiciones contra los combatientes campesinos que se jugaban la vida y una confesión de sus prejuicios sociales, como su racismo criollo contra los surianos soldados zapatistas; “El resplandor” (1937), de Mauricio Magdaleno, una de las mejores novelas mexicanas de todas las épocas, describe la miseria espantosa en que sobrevive el pueblo otomí, expresa sus esperanzas ingenuamente puestas en un mestizo, antiguo miembro de la comunidad, encumbrado por la Revolución hasta el cargo de gobernador; relata la traición de este arribista contra sus paisanos, a quienes hunde todavía más en el oscurantismo y los despoja de sus últimos retazos de fe; “Tropa vieja” (1931), del general Francisco L. Urquizo, narra la vida de un soldado federal de leva que se ve arrastrado por los azares de “la bola” y que, en un ejercicio de lucidez, comprende que existen unos intereses ocultos que a él y a sus camaradas de armas los conciben sólo como carne de cañón. “La sombra del caudillo” (1929), de Martín Luis Guzmán, no sólo es una denuncia de la matanza que victimó el tres de octubre de 1927 al general Francisco Serrano y a los allegados del candidato opositor a la reelección del general Obregón, sino también un lúcido ensayo político cuyo protagonista, cual héroe de leyenda helena, sucumbe ante un destino trazado no por los dioses, sino por los intereses de los poderosos terrenales.

“Cartucho” (1931) y “Las manos de mamá” (1937), de Nellie Campobello aportan la remembranza intimista e infantil de los días en que los chihuahuenses veían su tierra orgullosa ocupada por los vencedores; la protagonista, huérfana de padre, padece las vicisitudes de una familia empobrecida y los esfuerzos denodados de la madre por proteger a unos niños tan expuestos al peligro como los mismos combatientes.

“Los relámpagos de agosto” (1965), de Jorge Ibargüengoitia, y “¡Mi general!” (1934), de Gregorio López y Fuentes, en tono humorístico relatan las andanzas de los jefes que, en el afán de mantenerse en el candelero político-militar, se embarcan en unas torpes intentonas de levantamiento.

En el teatro, “El gesticulador” (1938), de Rodolfo Usigli, tiene como temas centrales el crimen político y la manipulación de las aspiraciones populares a cargo de los arribistas. “Felipe Ángeles” (1979), de Elena Garro, expone un crimen de Estado cometido contra un hombre cabal, quien mantiene su entereza frente a un jurado que actúa por consigna.

Contra la afirmación de Roger Bartra en su elogio de Schettino (“La Revolución Mexicana ha vivido desnuda durante el siglo XX y sus sastres intelectuales ilustraron y vistieron durante decenios la gran mentira”), la novela y el teatro que abordaron a la Revolución, desnudaron aquello que la oratoria oficial había querido mitificar.

Mendoza y otros compadres

El naciente cine mexicano se sumó, no sin problema con la censura, a este ejercicio crítico.

Las películas de Fernando de Fuentes participan de la visión desencantada que va de la ironía a la tragedia: son los casos de El compadre Mendoza (México, 1933), El prisionero 13 (México, 1933) y Vámonos con Pancho Villa ( México, 1935). A través de estas cintas, De Fuentes no mitifica al movimiento ni a sus caudillos, por el contrario, relata los episodios de corrupción, oportunismo político, crueldad y traición. Los personajes que actúan con integridad (como el general zapatista de El compadre Mendoza, el reo político de El prisionero 13 y el dorado veterano Tiburcio Nava de Vámonos con Pancho Villa, los tres encarnados por el notable y contenido Antonio R. Fraustro) actúan siempre en desventaja contra la plétora de arribistas sin escrúpulos ni lealtades.

El retrato que de Fuentes ofrece de Villa se apega a la versión obregonista sobre el guerrillero, presente en la novela original de Rafael F. Muñoz: en ella el duranguense (interpretado por don Domingo Soler) era un monstruo de crueldad, que ordenaba la ejecución de unos músicos, que dejaba abandonados a su suerte a sus soldados enfermos y que cometía el asesinato artero de una familia indefensa. Para de Fuentes, la Revolución desemboca en la atrocidad.

A veces, la cinematografía nacional pagó un costo muy alto cuando intentó salirse de la versión oficial, como cuando Julio Bracho llevó a la pantalla “La sombra del caudillo” (1960), que la censura condenó a la proscripción. Hubo sin embargo oportunidad para que, en su estilo agudo y eficaz, don Ismael Rodríguez realizara una trilogía reivindicatoria y, por lo tanto disidente, acerca del Centauro del Norte: “Así era Pancho Villa” (1957), “Pancho Villa y la Valentina” (1957) y “Cuando Viva Villa es la muerte” (1958), con Pedro Armendáriz en el papel protagónico. Pero Rodríguez no es, a diferencia de Bracho, un miembro de la intelectualidad, sino un hombre de la cultura popular.

La historiografía oficial nunca se halló muy cómoda en el cine, tal vez porque el escepticismo y el aburrimiento que cosechaba no cuadraba con las exigencias narrativas y comerciales del medio fílmico. Su ámbito de acción se hallaba en la oratoria del gobierno, que nunca logró arraigo entre una población que la recibía con hastío; en los textos escolares, que jamás convencieron a los alumnos y en la casi siempre fallida estatuaria heroica.

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