Pascual Serrano
Público
Fue ayer, 19 de febrero de 2008, cuando el mundo supo que Fidel Castro dejará de ser el presidente de Cuba. Repasemos fríamente cómo ha sucedido. Se celebraron en octubre elecciones donde votó el 96 de los cubanos, se eligieron los diputados que integrarán el Parlamento, y el 24 de febrero éstos decidirán quiénes integrarán el Consejo de Ministros y quién presidirá el Consejo de Estado (jefe de Estado). Y no será la misma persona que hasta ahora porque su estado de salud no se lo permite, y así lo hace saber.
Antes de llegar a esta situación, dijeron que comenzaba el final del socialismo cubano cuando vieron a Fidel Castro marearse en un mitin en el año 2001 en La Habana, lo repitieron después cuando tropezó en Santa Clara y se fracturó varios huesos en 2004. De nuevo lo anunciaron el momento que anunció su retirada temporal del poder por una grave intervención quirúrgica en 2006. Mientras tanto, durante toda su presidencia, se contabilizaron más de seiscientos intentos de asesinarlo.
Desde La Habana estoy comprobando la paradójica situación de que un país cambia de jefe de Estado, y es precisamente en el resto de las naciones donde se produce la polémica y la convulsión, mientras que aquí no pasa nada, el pueblo cubano lo afronta con toda naturalidad y tranquilidad. No es que el gobierno no haga declaraciones o reacciona oficialmente ante el acontecimiento, es que la vida sigue con normalidad absoluta al tiempo que se encaja la noticia de lo que era un secreto a voces entre los cubanos.
Odiado y amado como pocos líderes del mundo, Fidel Castro ha sido absuelto por la historia de su intento de derrocar al dictador cubano Fulgencio Batista. Quien nunca le absolvió ha sido el país que más golpes de Estado y crímenes ha cometido en el último siglo, ni los grandes emporios empresariales que no pudieron saquear Cuba. Y, observando los grandes medios de comunicación, parece que tampoco por quienes se han alineado con el dinero y el mercado en su objetivo de criminalizar a una revolución, un gobierno y un pueblo que sólo ha exigido y defendido su derecho a elegir su futuro y defender su soberanía. Si Fidel Castro hubiera regalados las riquezas de su país a las potencias extranjeras como hicieron tantos presidentes latinoamericanos, hubiera negado el derecho a la salud a los cubanos como hacen los gobernantes de la mayoría del planeta, no hubiera luchado contra el analfabetismo para lograr que Cuba fuese el primer país en que no existiese ningún ciudadano que no supiese leer y escribir, y no se dedicase a esa peculiar injerencia de enviar médicos y maestros a los lugares más recónditos y pobres del mundo, seguro que hoy líderes mundiales, grandes medios de comunicación e ilustres columnistas estarían difundiendo a coro sus loas y panegíricos al “líder cubano”. Pero como hizo todo esto, quien le aplaude, le saluda, le admira y le sigue considerando un referente ético y digno para los pueblos, son los millones de cubanos y no cubanos que aprendieron que se puede enfrentar al imperio más poderoso del mundo, que descubrieron que, hasta en los momentos más duros, otro mundo era posible, y que la solidaridad no podía ser derrocada por el dinero, el mercado y la mentira.
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