J. Enrique Olivera Arce
México en decadencia. Un país en crisis económica y social recurrente, sin rumbo cierto, víctima de desigualdad y pobreza ancestral, desgarrado por la violencia criminal; un informe más de un presidente ilegítimo que no convence a nadie; un Congreso de la Unión en el que sus integrantes se disputan prebendas y canonjías colocando el interés personal y de grupo por sobre el interés de la Nación; un Poder Judicial cuyo descrédito va de la mano de un lastimoso estado de derecho; un sistema educativo nacional dependiente de un corrupto sindicato; una partidocracia que tiene secuestrada la voluntad popular. ¿Alguien duda de esta realidad?
Y en este lamentable escenario, el consejero presidente del IFE, Leonardo Valdés Zurita, tiene el descaro de afirmar que el sistema de partidos políticos en México no está en crisis.
“Por el contrario, tenemos un vigoroso sistema de partidos al cual los ciudadanos reconocen y depositan su confianza a través del voto", afirmó en días pasados ante el Consejo General del organismo presuntamente ciudadano, convocado para conocer el informe final del análisis del voto en las últimas elecciones federales. En tanto que el consejero Benito Nacif le secundara, diciendo “…que si bien 3.42 por ciento de votantes expresó de forma intencional su rechazo y no aceptación a partidos políticos, "hay que decir que más de 96 por ciento expresó su apoyo o intentó expresarlo a alguno de los partidos registrados".
¿Y el más del 40 por ciento de ciudadanos que no concurrieran a las urnas? ¿Estos no cuentan?
La legitimidad y vigencia del sistema de partidos no es asunto cuantitativo. Votos más, votos menos, cualitativamente la percepción popular les da por reprobados.
Si algo en el México de nuestros días es ya irrelevante para valorar la función social y política del sistema de partidos es el voto. Se elige a personas de carne y hueso porque no hay otra opción, y no a favor o en contra de propuesta alguna, ideológica o programática, que pudiera ofrecer un partido en específico. Los partidos políticos han dejado de cumplir con su cometido en la sociedad, tornándose en mafias que, entre otras cosas, han secuestrado a la incipiente democracia representativa.
La imagen negativa que ofrece hoy nuestro país al mundo, sin nada que celebrar al conmemorarse el Bicentenario de la Independencia y cien años después del inicio de la Revolución Mexicana, no es un simple espejismo. Más de cien millones de mexicanos lo confirmamos cotidianamente. En lugar de avanzar, retrocedemos y ello, en gran medida, auspiciado por un sistema político que ya no se corresponde con una realidad nacional que exige cambio de rumbo.
Ya en otras ocasiones he comentado que a mi juicio, en su profunda crisis no sólo impiden el avance democrático, también arrastran en su caída a toda la clase política y, de paso, a una ciudadanía que, en condiciones de indefensión, les soporta y les mantiene sus prerrogativas, pero no les confía sus expectativas de progreso y bienestar.
Carentes de identidad que les distinga, sin visión de Estado, ayunos de sustento ideológico y programático, todos, sin excepción, privilegian el pragmatismo inmediatista en función de sus particulares intereses coyunturales, dando la espalda a un país cuyo futuro no entra en sus prioridades. En cada elección votamos por inercia, costumbre, ingenuidad o con un mínimo de esperanza en un cambio deseable, y no precisamente porque veamos en los partidos políticos y los candidatos que nos imponen, respuestas viables a las demandas del atraso, la pobreza extrema, el desempleo, el abandono, la seguridad, y la irritante y criminal desigualdad que cancela toda posibilidad de crecimiento y desarrollo.
Corrupción, impunidad, enriquecimiento más que explicable, demagogia y más de lo mismo, es la respuesta de los partidos políticos al cumplimiento del deber cívico y obligación ciudadana frente a las urnas. La voluntad popular es desechada pasada la elección y el mandato ciudadano toma la forma de cheque en blanco, a disponibilidad arbitraria de los elegidos que habrán de actuar atendiendo a los intereses del partido político que les postulara. Cada ciudadano electo en automático se asume como mandante y no como mandatario, como así lo demanda la vida en democracia. La elección, así sea esta fraudulenta, “legitima” el saqueo del bien público y el secuestro del interés más caro de la Nación, haciendo de la democracia representativa entelequia a la que estamos obligados a aplaudir.
Podría afirmar que es cada día mayor el número de quienes ya no creemos ni confiamos en los partidos políticos ni en la “clase política” que les sustenta. Unos y otros se despachan con la cuchara grande, dilapidando los bienes de la Nación y pignorando soberanía e independencia. Siendo por ello contemplados como parásitos, medrando a la sombra del poder formal, y ajenos al esfuerzo cotidiano de la población por sobrevivir y salvar a México del desastre. Divorcio entre “sociedad civil” y “clase política” es evidente, el no reconocerle en ello descansa la profundidad de la crisis del sistema de partidos.
Y aún así, se tiene el descaro de afirmar que no están en crisis. Aunque quizá Valdés Zurita tenga razón. No son los partidos los que atraviesan por una crisis terminal, el mal es de todos, los más de cien millones de mexicanos que teniendo lo que creemos merecer, no somos capaces de ver más allá de nuestro ombligo para tomar conciencia de la necesidad de cambio y aspirar a algo mejor.
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Difusión: Soberanía Popular
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