domingo, 22 de junio de 2008

El mito sexenal



Porfirio Muñoz Ledo

Una de las características atribuidas a la posmodernidad es la evaporación de los mitos. En el paraíso prometido del fin de las ideologías, todo proyecto colectivo anterior al pensamiento lineal estaba destinado a desparecer. Una sola verdad habría de emerger del vientre de la globalización y toda novedad en la esfera de las costumbres sería permisible.

En el debate sobre la iniciativa petrolera, la denuncia del “mito nacionalista” se ha convertido en trinchera del entreguismo. Una falange de alquilones intenta descalificar a los defensores de la soberanía con el argumento de que estamos anclados en una anacrónica fijación patriotera. Ignoran que el gran mito hoy abolido es el neoliberal y que el nacionalismo se reafirma en todas partes, empezando por EU. Los heraldos de la “modernización” han rechazado no obstante la revisión de nuestro marco constitucional y de los prejuicios políticos heredados del antiguo régimen, como la duración fatal de los mandatos por todo el periodo para el que fueron electos sus titulares.

Hablar de la suspensión constitucional de un encargo público parece una herejía o un llamado sedicioso. Quien lo propone es denunciado como golpista.

Nuestro país vivió durante largo tiempo obsedido por la estabilidad política. La fragilidad de los gobiernos posteriores a la Independencia fue causa y efecto de asonadas, revueltas, guerras civiles e intervenciones extranjeras. También del recurso al hombre indispensable. “Gobiernos sietemesinos” los llamaba José Iturriaga en referencia a su promedio de su duración.

La restauración de la República fue en rigor la refundación del Estado. Pero la seguridad y permanencia de éste se confundieron con las del gobierno y las del presidente que lo encabezaba. De otro modo no se explican las reelecciones de Juárez ni las de Díaz o la de Obregón. Tampoco la violación sistemática del sufragio a pesar de haber sido causa primordial de la Revolución.

La institucionalización del régimen en los años 30, a más del establecimiento de un partido hegemónico, tuvo como pivotes la indiscutida supremacía presidencial, la estricta rotación de sus titulares y la autonomía política del sucesor respecto de quien lo puso en el cargo. Así se construyó el mito presidencial, que sus críticos llamaban “monarquía sexenal”. Se entronizó la impunidad y el mandatario fue convertido en mandante, ya que el ejercicio de su función quedó al margen de toda sanción, durante su desempeño y después de éste.

La Constitución de 1917 estableció la suspensión del mandato de los ayuntamientos por los congresos locales y de los poderes de los estados por el Senado, pero nada semejante para los poderes federales.

Las únicas puertas entreabiertas son el juicio político y la renuncia “por causa grave”.

El artículo 108 establece que “el Presidente sólo podrá ser acusado por traición a la patria y delitos graves del orden común”, y el 111 que deberá hacerse ante la Cámara de Senadores.

Sin embargo, no es claro si se trata de una declaración de procedencia, con lo que perdería el fuero y podría ser juzgado por los tribunales, o bien de “infracciones políticas” que ameritan directamente la pérdida del cargo.

El modelo anglosajón del impeachment (literalmente “bochorno”), cuyos orígenes se remontan al siglo XIV, acarrea sanciones administrativas y penales.

En la tradición europea, según sostenía el maestro Jean-Jacques Chevalier, la sanción es eminentemente política y se relaciona con desviaciones ostensibles del poder o faltas contra las leyes fundamentales del Estado.

Algunos juristas sostienen que debiera extenderse a la responsabilidad patrimonial y a la violación de la Constitución.

¿Qué sentido tendría la obligación contenida en el artículo 87, relativo a la protesta de “guardar y hacer guardar la Constitución y desempeñar leal y patrióticamente el cargo del Presidente de la República”?

Tratándose de un requisito constitutivo —que no protocolario— para acceder a la función, la expresión “si así no lo hiciere, que la nación me lo demande” debe tener consecuencias jurídicas. De otro modo, resultaría retórico el precepto del artículo 39: “El pueblo tiene en todo tiempo el derecho inalienable de cambiar la forma de su gobierno”, y con mayor razón al gobierno.

La vía popular o “control vertical” del poder es la revocatoria del mandato, que no implica acción parlamentaria o jurisdiccional alguna, sino exclusivamente la voluntad de los ciudadanos.

Es frecuente en los regímenes presidenciales, ya que los parlamentarios cuentan con las elecciones anticipadas para remover a los gobiernos.


Tal revocación está consagrada en cinco entidades y propuesta por varios partidos en el Congreso.

Urge su aprobación a fin de que el pueblo tenga pronto un camino más expedito para la recuperación de su soberanía.


bitarep@gmail.com

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