domingo, 20 de abril de 2008

Los veneros de petróleo que nos dio el Diablo

Fernando del Paso

Los veneros de petróleo que nos dio el Diablo

Con esta contribución me incluyo y me retiro al mismo tiempo del llamado debate sobre el petróleo. En un programa difundido la semana pasada en el Canal 11, el senador por el PRD Graco Ramírez afirmó –cito de memoria– que la gran mayoría de los mexicanos tiene una opinión definida sobre el futuro del petróleo en México. Es probable que, sin embargo, yo no pertenezca a esa gran mayoría: me retiro porque no tengo la capacidad, o en otras palabras, la preparación, los estudios necesarios para opinar sobre las implicaciones tecnológicas y económicas de una reforma energética. Coincido con lo que dijo Manuel Bartlett Díaz en la revista Forma del mes de enero-febrero de este 2008: “Nadie sabe qué es la reforma energética y todos saben qué es la reforma energética”.

Sí pertenezco, en cambio, a esa mayoría total –quiero pensar que lo es– de mexicanos que estamos dispuestos a defender a ultranza nuestro petróleo. ¿Quién no lo está? Pero pertenecer a esta mayoría, y formar parte de un grupo selecto en el que se mezclan simples novelistas –como un servidor– con expertos en politología, historia y economía, es otra cosa. En este caso, pienso que el escritor queda en desventaja. O al menos yo, por mi ignorancia.

Ampararse con la bandera de la ignorancia no es, desde luego, un motivo de orgullo y mucho menos un pretexto digno para retirarse de la arena. En las últimas semanas he leído con asiduidad y con cuidado una buena parte del material que se ha publicado sobre la reforma energética –o mejor dicho la petrolera–, y he tomado notas de los debates difundidos, sobre este tema, en el Canal 11. Lo menos que podía hacer, creo, era tratar de saber por qué no sé y, así, saber un poco más.

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Fernando del Paso /II

Los veneros de petróleo que nos dio el Diablo

“La nacionalización del petróleo, simbolizada en el manejo absoluto de la industria por Petróleos Mexicanos, está herida de muerte…” “…cuando se está abriendo la puerta franca a los capitalistas y tiburones de las finanzas mexicanas, éstos [los mexicanos] les abrirán a aquellos [los extranjeros] el camino, sirviéndoles de pantalla”.

Estas palabras pertenecen a un artículo publicado en el mismo número de la revista Forma antes mencionada, fueron escritas hace más de 60 años por Narciso Bassols como una crítica a la propuesta hecha al Congreso por el presidente Ávila Camacho, en el sentido de hacer reformas a la Ley del Petróleo entonces en vigor.

Bassols agrega: “…carece por completo de justificación el Presidente de la República al decir que el cambio simplemente consiste en que ahora la colaboración privada debe realizarse dentro de formas jurídicas diversas de la concesión”.

Vemos así que el propósito de privatizar Pemex, o al menos parcialmente, nació casi al día siguiente de la nacionalización.

Hoy se habla de una conjura de los sucesivos gobiernos que hemos tenido –o más bien sufrido– los cuales, en mancuerna con la iniciativa privada, desde hace 25 a 30 años decidieron elaborar un proyecto para lenta, y progresivamente, arruinar a Pemex y, así, hacer inevitable su privatización. En lo personal, creo que la codicia y la ansiedad por el poder y la riqueza se presentan, en el ser humano, como una urgencia imperativa, y se me hace difícil imaginar que hace 30 años los políticos que entonces tenían 40 o 50 de edad hicieran planes a tan largo plazo para incrementar sus caudales.

Si esta confabulación fue verdad, y por tanto Pemex está arruinado, entonces no hay más remedio que admitir el ingreso de la inversión privada. Si, en cambio, Pemex no está arruinado, eso quiere decir que nunca existió esa confabulación o que por lo menos fracasó, y entonces no necesitamos de la inversión privada.

Pero la triste realidad es que Pemex está arruinado, y entiéndase por “arruinado” no que no tenga un centavo, sino su manifiesta incapacidad tanto para seguir desarrollándose, como para satisfacer la demanda actual y futura de hidrocarburos que requiere nuestro país. Y nadie ignora las tres causas principales de ese deterioro, al parecer irreversible e imparable si Pemex sigue como está: una, la onerosa y absurda carga fiscal que pesa sobre esa industria, misma que ha mutilado su crecimiento e impedido la reinversión de sus ganancias en la modernización de sus instalaciones y nuevas exploraciones. Dos, los exorbitantes salarios y prebendas que han gozado sus directores, ejecutivos y trabajadores en general, representados por un sindicato que constituye el ejemplo más acendrado de la más aberrante conquista de nuestro corporativismo. Si mal no recuerdo, en uno de los debates transmitidos por el Canal 11, María Amparo Casar se refirió a un fragmento de un informe de Pemex sobre “prestaciones diversas”, en el que se destinaba a éstas la cifra de 23 mil millones de pesos. Tres, la participación siempre presente –lo queramos o no, nos hayamos enterado de ella o no– de los empresarios nacionales sin escrúpulos, quienes durante muchos años –pero sin necesidad de esperar 30– han sido beneficiados por los magnánimos, espléndidos contratos y concesiones de Pemex y de los cuales (de esos empresarios, empresarios-políticos o políticos-empresarios) el caso del secretario Mouriño no es desde luego ni el primero ni el único, pero sí uno de los más cínicos. Y es aquí donde también la historia nos ha enseñado no sólo a desconfiar de las inversiones extranjeras: también de las inversiones privadas de nuestros tiburones locales.

Aun así, no hay que olvidar que durante una época se satanizó a las industrias nacionalizadas por su ineficiencia y sus consecuentes pérdidas, y que ahora se sataniza a las privatizaciones por lo mismo. Cabe preguntarse: si tanto unas como las otras fracasan en nuestro país, ¿no será en realidad que el fracaso es nuestro, de los mexicanos, y no de ellas, y que esto se debe nada más y nada menos que al triunfo arrollador de esa corrupción que corroe a México como si fuera un sida espiritual?

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Fernando del Paso / III

Los veneros de petróleo que nos dio el Diablo



La exigencia de un debate nacional es legítima, pero nada o poco tendrá de nacional si no es escenificado y difundido en los dos medios más poderosos y de mayor alcance de nuestro país, Televisa y Televisión Azteca. Mucho me temo que la pluralidad de voces sólo contribuya a una confusión aun mayor. Pero esta aspiración, reitero, es legítima. El gobierno debe intervenir en forma directa para que esto se logre, y a las dos televisoras se les presenta una muy valiosa oportunidad de demostrar su voluntad de cooperar en la discusión de uno de los problemas más graves a los que hoy se enfrenta nuestro país.

El bloqueo de las instalaciones del Senado por las adelitas, una protesta cívica pacifista –y sabia: un conjunto constituido únicamente por mujeres inhibirá cualquier tentación de una represión violenta– fue, en un principio, justificable: una vez presentada al Senado la propuesta del presidente Felipe Calderón, se temió que ésta fuera aprobada al vapor, y se eliminara así la posibilidad que la voz de la oposición fuera debidamente escuchada y tomada en cuenta. Sin embargo, tal vez ese temor era infundado. En el tercer programa de Canal 11, y según creí entender, cuando el moderador Ezra Shabot insinuó la posibilidad de que el Congreso prolongara con una sesión extraordinaria la sesión ordinaria actual (que se termina este mes de abril y que se reanudará hasta septiembre) con objeto de tratar a fondo la iniciativa de reforma de la industria del petróleo presentada por la Presidencia, el señor Graco Ramírez, senador por el PRD, respondió que en septiembre se podrá discutir con más calma y que no se debe actuar con prisa. Los otros dos señores legisladores, Fernando Elizondo Barragán, del PAN, y José Ascensión Orihuela, del PRI, guardaron silencio.

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