Gustavo Iruegas
La casa de adobe (1/3)
El reconocimiento de beligerancia1 es una figura del derecho internacional usada con más frecuencia en el siglo XIX que permitía a las potencias reconocer ese carácter a un grupo insurrecto suficientemente fuerte para controlar una parte del territorio del Estado donde ocurría el conflicto. Los primeros reconocimientos de esta clase los hizo Estados Unidos a los independentistas iberoamericanos. Después, durante la guerra de secesión en Estados Unidos, varios gobiernos europeos reconocieron el carácter beligerante de los confederados. Estados Unidos siguió practicando el reconocimiento de beligerancia2; destaca aquel que, con claras intenciones intervencionistas, dio a la insurrección cubana contra la dominación española de 1895 a 1897.
Los conflictos susceptibles del reconocimiento de beligerancia son guerras intestinas – guerras civiles, guerras de independencia o revoluciones sociales– que llaman el interés de las potencias extranjeras cuando éstas sienten la necesidad de hacer ese reconocimiento porque el Gobierno ya no es capaz de proteger sus intereses (sus ciudadanos, sus bienes, etc.) de acuerdo a lo previsto en el derecho internacional. Una vez que son reconocidos, los beligerantes asumen las obligaciones internacionales que el gobierno ya no puede cumplir. Por su parte, quien los ha reconocido se obliga a la neutralidad, tal como estaba establecida en el derecho de la guerra.
La figura ha recobrado su vigencia en América Latina desde que los países andinos reconocieron el carácter beligerante del Frente Sandinista de Liberación Nacional en junio de 1979, durante la ofensiva final para derrocar al dictador Anastasio Somoza Debayle. México desempeñó un papel tangencial en ese renacimiento, pero su actuación ha sido mucho más importante desde el punto de vista de las razones y los propósitos y, sobre todo, de los nuevos usos que tiene el reconocimiento de beligerancia en el derecho internacional y la estrategia de las revoluciones sociales latinoamericanas de la segunda mitad del siglo veinte. La primera de ellas fue la mexicana, misma que en sus inicios marcó una ley de la naturaleza de las revoluciones sociales: Revolución que tranza, revolución perdida.
La casa de adobe era una rústica construcción en las afueras de Ciudad Juárez en la que don Francisco Ignacio Madero se instaló como Presidente Provisional del gobierno revolucionario, acompañado por el Consejo de Estado que designó. Lo integraban como titulares de las carteras de Gobernación, Federico González Garza; de Relaciones Exteriores, Francisco Vázquez Gómez; de Justicia, José María Pino Suárez; de Comunicaciones, Manuel Bonilla; y de Guerra, don Venustiano Carranza.
La casa se conocía entre los revolucionarios como “Palacio Nacional” y el Consejo de Estado, como “el Gabinete”. Era abril de 1911. Con la reluctante participación de los revolucionarios, Madero negociaba con los representantes de don Porfirio el que después se conoció como El Convenio de Ciudad Juárez. El 21 de mayo se concluyó el acuerdo que en su único artículo decía: “Desde hoy cesarán en todo el territorio de la república las hostilidades que han existido entre las fuerzas del gobierno del general Díaz y las de la Revolución, debiendo estas ser licenciadas a medida que en cada Estado se vayan dando los pasos necesarios para establecer y garantizar la tranquilidad y el orden públicos.” Todo a cambio de una promesa de renuncia del dictador para un mes después.
El pacto de Ciudad Juárez fue muy mal recibido por la población. Se esperaba que la renuncia del Presidente Díaz se presentara a la cámara de Diputados el día 24. Cuando esto no sucedió, nos dice el ilustre diplomático y revolucionario don Isidro Fabela, “…la multitud enardecida pidió a gritos, fuera del recinto parlamentario y después en manifestaciones cada vez más y más agresivas, la ansiada dimisión. Una masa popular como de veinte mil almas, cantando el himno nacional, penetró por las avenidas cinco de mayo y San Francisco – hoy Madero – hasta el Zócalo, con pretensiones de invadir el Palacio Nacional. Entonces sobrevino la catástrofe: las fuerzas federales dispararon sobre la muchedumbre, haciendo multitud de muertos y heridos. El hecho trágico llevó el espíritu público al paroxismo, siendo entonces cuando exigió, con apremios terribles, la renuncia del general Díaz, que al fin fue presentada, después de la hecatombe que el propio dictador pudo haber evitado con sólo adelantar unas horas su prometida dimisión.”
Los revolucionarios que acompañaban a Madero en la Casa de Adobe no estaban de acuerdo con la negociación. El general Francisco L. Urquizo relata, quizá de manera un tanto dramatizada, un episodio de esas negociaciones, el ocurrido el 7 de mayo de 1911, cuando el representante porfirista alegaba en tono vehemente: “¿Queréis la renuncia del general Díaz? ¡Pedís demasiado! Se os dan cuatro ministros y catorce gobernadores y aún esto, que es mucho ¿se os hace poco? ¿Es que no os dais cuenta de vuestra situación? ¡Reflexionad!, ¡reflexionad!”
Antes de que don José María Pino Suárez, que presidía la reunión, reaccionara, una voz grave y sonora irrumpió diciendo:
? Pues precisamente porque hemos reflexionado con toda atención y madurez nuestra situación frente al gobierno, por eso mismo rechazamos vuestros argumentos y no aceptamos lo que se nos propone.” […]
?Revolución que transa es revolución perdida. Las grandes reformas sociales sólo se llevan a cabo por medio de victorias decisivas. Si nosotros no aprovechamos la oportunidad de entrar en la Ciudad de México al frente de cien mil hombres y tratamos de encauzar a la revolución por la senda de una positiva legalidad, pronto perderemos nuestro prestigio y reaccionarán los amigos de la dictadura.”
“Las revoluciones, para triunfar de un modo definitivo, necesitan ser implacables. ¿Qué ganamos con la retirada de los señores Díaz y Corral? Quedarán sus amigos en el poder; quedará el sistema corrompido que hoy combatimos. El interinato será una prolongación viciosa, anémica y estéril de la dictadura. Al lado de esa rama podrida el elemento sano de la revolución se contaminaría. Sobrevendrán días de luto y miseria para la república y el pueblo nos maldecirá, porque por un humanismo enfermizo, por ahorrar unas cuantas gotas de sangre culpable, habremos malogrado el fruto de tantos esfuerzos y de tantos sacrificios. Lo repito: La revolución que transa, se suicida.”
“Palabras de vidente – dice el General Urquizo – fueron aquellas que pronunciara aquel orador reposado, sí, pero convencido. […] Venustiano Carranza, que fuera el orador que las pronunciara.”
En efecto el gobierno del Presidente Madero fue hostilizado por las elites económicas y sociales y después traicionado y asesinado por el jefe del ejército, Victoriano Huerta, con la complicidad del Embajador de Estados Unidos, Henry Lane Wilson.
Cumplidas las predicciones de Carranza, el gobierno del traidor Huerta se vio enfrascado en una ridícula disputa con Estados Unidos porque los marinos de un buque de guerra norteamericano anclado en Tampico, tras un incidente menor, exigieron que las tropas de Huerta saludaran a la bandera norteamericana, en desagravio. El incidente se tomó como pretexto para la ocupación de Veracruz. Las tropas de Huerta abandonaron el puerto sin combatir y solamente la Escuela Naval, que ahí ganó el calificativo de Heroica que se antepone a su nombre, junto con unos cuantos soldados patriotas y la valiente población del puerto, hizo resistencia a los treinta buques que cañonearon la ciudad. Ya era Presidente de Estados Unidos Woodrow Wilson, quien aseguraba simpatizar con los revolucionarios y alegaba un pretendido castigo al usurpador, arrogándose el papel de factótum de nuestra vida nacional que de ninguna manera le correspondía.
Venustiano Carranza, que como Gobernador de Coahuila había desconocido al gobierno del usurpador Huerta, encabezaba al Ejército Constitucionalista. En diversas ocasiones el Primer Jefe fue objeto de gestiones por parte de los cónsules y otros personeros norteamericanos orientadas a que declarara justificada la intervención por la necesidad de obtener una reparación ante las ofensas alegadas. Invariablemente, Carranza contestó que, antes de cualquier otra cosa, era necesario desocupar Veracruz y dirigir al gobierno constitucionalista las reclamaciones de Estados Unidos. Los intercambios diplomáticos fueron numerosos y, aunque se amenazaba con la guerra y de hecho se estaba al borde de ella, el Primer Jefe mantuvo su postura de exigir la desocupación de Veracruz sin condiciones.
Se argumenta que el presidente Wilson no deseaba la guerra con México, pero tenía la necesidad de dar satisfacción a la opinión pública de su país que clamaba por la guerra. No faltó quien dijera que era la oportunidad de extender Estados Unidos hasta Panamá. La disyuntiva se presentó en la forma de la participación los gobiernos de Argentina Brasil y Chile (el ABC) como mediadores en la desocupación de Veracruz. Aunque la iniciativa se reputa como del gobierno norte americano, rápidamente se mostró el propósito intervencionista de los mediadores que lo eran entre Estados Unidos y México y pretendían serlo también entre el usurpador y el gobierno constitucionalista. Esa última parte de la gestión fue tajantemente rechazada por Carranza que canceló la negociación. Huerta terminó huyendo del país y, el 15 de septiembre de 1914, el presidente Wilson ordenó la desocupación de Veracruz. Durante la ceremonia del grito de independencia, el Primer Jefe anunció ante la jubilosa muchedumbre reunida en el Zócalo, la desocupación de Veracruz, lograda sin el menor desdoro de la dignidad nacional.
En estos dos episodios de la historia de la revolución se concentran los elementos que dieron fundamento a la postura y la práctica del gobierno de México frente a la negociación de conflictos internos: Las revoluciones no se hacen para ser negociadas. Si tranzan, se suicidan.
Pasaron sesenta y cuatro años en los que México, a lo largo de una larga cadena de eventos en los que hubo de bregar por el reconocimiento de su gobierno legítimo y revolucionario, de su derecho a disponer de sus riquezas nacionales, principalmente del petróleo, y de practicar una diplomacia independiente. En ese tiempo ocurrieron la primera y la segunda guerras mundiales, el proceso de descolonización y las guerras de Corea y de Vietnam, y una larga cadena de intervenciones de Estados Unidos en los países latinoamericanos, hechas todas con abuso de la fuerza y desprecio del derecho internacional y de la justicia. Había triunfado la revolución cubana e igualmente se habían producido en prácticamente toda la región alzamientos guerrilleros y luchas populares, muchos de los cuales ya habían sido aplastados. También ocurrieron los movimientos sociales del 68, con manifestaciones en Europa, en América Latina y en Asia.
En Centroamérica la lucha continuaba, creciente, en Nicaragua, El Salvador y Guatemala. En septiembre de 1978 se produjo en Nicaragua una insurrección popular en siete ciudades simultáneamente.
Anastasio Somoza Debayle era el tercero de una sangrienta dinastía que se había iniciado en 1933, con la designación de su padre Anastasio Somoza García3 como el primer jefe de la Guardia Nacional creada por Estados Unidos para controlar el país. Después de asesinar a Sandino4 en 1934, dio un golpe de estado al presidente Juan Bautista Sacasa, tomó el poder y lo mantuvo hasta 1956 en que él mismo fue ajusticiado por un patriota. Su hijo Luis lo siguió en el poder, pero murió en 1967, y fue sustituido por su hermano menor, Tachito, Anastasio II, quien ya preparaba a su hijo, Anastasio III, para ocupar la presidencia cuando ocurrieron los hechos que enseguida relatamos.
La insurrección popular del 9 de septiembre de 1978, encabezada por el Frente Sandinista de Liberación Nacional, organización revolucionaria heredera de las luchas de Sandino, produjo gran alarma en Estados Unidos y expectación en toda Latinoamérica. Mientras Somoza se ocupaba de la represión sistemática en cada una de las ciudades insurrectas, en la OEA se gestaba una misión diplomática que mediara entre los sandinistas y el dictador. Desde la propia Managua se invitó a México a participar en una misión mediadora acompañando a Estados Unidos y a Guatemala. La cancillería mexicana, encabezada entonces por don Santiago Roel, instruyó a sus diplomáticos en Managua y en Washington, que declinaran la participación de México en ese esfuerzo y les comentó que fundaba su decisión en la frase que don Venustiano Carranza pronunció en la casa de adobe: Revolución que transa, revolución perdida.
En ausencia de México, la misión mediadora de la OEA se completó con la participación de la República Dominicana, en esos días, una democracia de una semana de edad. Bajo el manto de la OEA y en presencia de Estados Unidos, los sandinistas se sentaron con el canciller de Somoza a discutir nada menos que el poder de la república. No tenían ninguna intención de interrumpir el proceso revolucionario, pero sacaron buen provecho de haberse sentado con Somoza a discutir el poder. Ya habían demostrado su capacidad para enfrentar a Somoza por las armas, lo hacían ahora en la arena internacional.
A diferencia de lo que sucedió en México, donde la legitimidad de la revolución no era ni podía ser puesta en duda, los sandinistas, necesitaban dar el paso que los legitimara internacionalmente. La negociación duró poco porque los mediadores, como en el caso del ABC en México, entendían su misión como si se tratara de ayudar a bien morir a la revolución.
Un buen día los representantes del sandinismo se levantaron de la mesa, cancelaron las negociaciones y obtuvieron asilo diplomático en la embajada de México. De ahí en adelante se dedicaron a organizar el ejército que debía enfrentar a la Guardia Nacional y dar paso a la insurrección popular. Ya no eran solamente una fuerza subversiva y clandestina. Eran, internacionalmente, una legítima opción de poder.
Unos días antes de que los sandinistas iniciaran la que acertadamente llamaron ofensiva final, el gobierno de México decidió romper relaciones con el gobierno de Somoza. No como reacción a algún gesto impropio del dictador. Fue un acto político concertado y calculado para servir como el detonante del aislamiento internacional de Somoza.
La ruptura se dio en ocasión de una visita del presidente de Costa Rica, que también había roto relaciones meses antes por problemas fronterizos ocasionados por la guerra. Los presidentes de México y Costa Rica decidieron, y lo anunciaron públicamente, enviar una misión a los países andinos para explicar la posición que habían asumido y pedir a esos gobiernos hacer lo mismo: craso error. Conseguir que un gobierno rompa relaciones con otro por la recomendación pública de un tercero es prácticamente imposible. El tropezón era mayor porque, por su parte, los países andinos ya habían concertado con los sandinistas su propia ruptura con Somoza, pero la simple recomendación mexicana, pública, la hacía imposible. Los sandinistas no se conformaron con perder el respaldo andino y actuaron rápidamente. Lograron una declaración andina en la que se reconoció el carácter beligerante a los sandinistas.
El apoyo de los países andinos no tuvo mayores efectos en el desenlace de la ofensiva final que ya estaba en su apogeo y su efecto publicitario fue apagado por las noticias de la guerra. En donde sí hizo mella profunda fue en el imaginario político de otros revolucionarios que, impacientes, esperaban su turno para entrar en la historia de sus patrias y de la región.
Con el grado de Coronel, Farabundo Martí sirvió como Secretario del general Sandino en el Ejército Defensor de la Soberanía Nacional de Nicaragua. Pero Farabundo era comunista y Sandino no. Pronto el salvadoreño se fue a su país en donde organizó una rebelión principalmente indígena que fue brutalmente aplastada por el ejército al costo de treinta mil vidas de indígenas salvadoreños. La resistencia civil en las dos naciones se prolongó hasta que en los años sesenta y setenta se reorganizaron ambas fuerzas revolucionarias. Los salvadoreños participaron solidariamente en la insurrección sandinista y, el 10 de enero de 1981, lanzaron su propia ofensiva.
La reacción de Estados Unidos fue la de evitar a toda costa otra revolución triunfante en la región. Había aprendido la lección de Nicaragua y además de respaldar militar y económicamente al gobierno salvadoreño, asumió una fuerte posición que negaba cualquier posibilidad de legitimidad a las fuerzas revolucionarias. En las directivas de información pública ya no se permitía hablar de guerrilleros, revolucionarios o insurrectos. Ahora se trataba de delincuentes, subversivos y terroristas. Más importante aún, se negaba cualquier posibilidad de diálogo o negociación. No se legitimaría a la subversión comunista por vía de la negociación.
El conflicto fue extremadamente cruento y no se guardaban consideraciones humanitarias de ninguna naturaleza. Varios países europeos y latinoamericanos, entre ellos México, hicieron esfuerzos por inducir una mediación internacional en el conflicto salvadoreño. La respuesta fue siempre negativa. En mayo de 1982, los gobiernos de México y Francia emitieron una declaración conjunta que alertaba a la comunidad internacional sobre la existencia de un conflicto armado de carácter interno en El Salvador entre el gobierno militar de ese país y una fuerza política representativa de la población y sobre la necesidad de que se aplicara el derecho internacional humanitario.5 La validez de la declaración estaba en la realidad objetiva que reflejó; su importancia descansaba en la reputación de los declarantes6; y su efecto consistió en que ya no fue necesario esperar a que Estados Unidos o el propio gobierno salvadoreño aceptaran negociar para que los hijos de Farabundo legitimaran su existencia como opción de poder ante la comunidad internacional.
Los sandinistas cobraron legitimidad internacional por vía de la negociación con el enemigo; los revolucionarios salvadoreños por vía del reconocimiento de su carácter beligerante. La expresión “fuerza política representativa” fue adoptada para conveniencia de Francia, ya que el término beligerancia resultaba incómodo para su relación con los movimientos africanos, que podrían aspirar al mismo trato.
Escandalizados, la mayor parte de los gobiernos latinoamericanos –las dictaduras militares de la época– acusaron a México de intervencionismo. México contestó por boca de su presidente: “México no ha enviado a El Salvador ni un hombre, ni un rifle ni un peso”. Los acusadores no podían decir lo mismo.
Pronto se iniciaron las conversaciones, pero igualmente rápido se hizo evidente que ninguna de las partes negociaba estratégicamente; ambas lo hacían tácticamente. Los rebeldes para consolidar su acreditación como una fuerza que legítimamente aspira al poder político y el gobierno para atenuar su posición como gobierno militar represivo responsable de mil atrocidades. Así transcurrió prácticamente toda la década de los años ochentas.
Sólo el desmoronamiento del socialismo europeo y el colapso de la Unión Soviética hicieron comprender a los revolucionarios salvadoreños que su proyecto original – algo así como la República Popular de El Salvador – se había agotado. No era posible pensar que, aún si lograban tomar el poder por las armas (cosa que no era un imposible según la evolución de la contienda) podrían conservarlo. La pequeña república productora de café, algodón y azúcar, no podría sostenerse sin un poderoso respaldo extranjero que solamente podría concebirse en la solidaridad socialista. Pero no era cosa de rendirse. ¿Y los cincuenta mil muertos? ¿Y los diez años de lucha? ¿Y los combatientes, las milicias, las bases de apoyo popular comprometidas? Desmovilizar a las tropas e irse cada quien a su casa era impensable. Los hijos de Farabundo entendieron que su lucha no sería en vano si convertían el proyecto socialista de la revolución en la democracia como objeto de la negociación. Para un país con la historia de El Salvador, alcanzar la democracia podía entenderse como un triunfo revolucionario.
Pero la situación de negociación no se había configurado todavía. La oligarquía, el gobierno y el ejército salvadoreños, al igual que el gobierno de Estados Unidos mal interpretaron el cambio de actitud de los revolucionarios; pensaron que estaban en vías de rendición y no correspondieron a la negociación estratégica. La respuesta de los revolucionarios fue terminante: lanzaron sobre San Salvador el ataque más importante de la guerra y demostraron con ello que si bien el proyecto se agotó en el exterior, en el interior estaban muy lejos de ser derrotados. En ese momento se configuró la situación de negociación. Sus adversarios lo comprendieron así y la negociación avanzó rápidamente hasta la firma de los acuerdos de paz en Chapultepec, el 16 de enero de 1992. Farabundo no tomó el poder, pero cambió el sistema.
Los revolucionarios guatemaltecos lucharon treinta y seis años y solamente la caída del socialismo europeo, su propio desgaste y el impulso de la negociación en El Salvador los condujo a un proceso de negociación. En Guatemala no fue necesario ni el reconocimiento ni la negociación para obtener la legitimación. La situación de negociación se hizo evidente por si misma y la paz se negoció y firmó a principios de 1992.
La noche del 31 de diciembre del 1993 estalló en México la rebelión zapatista. Inmediatamente surgió el reclamo de los insurrectos para que el gobierno les reconociera la condición de beligerantes y el gobierno no sabía como reaccionar. La cuestión duró poco tiempo porque ambas partes se asesoraron convenientemente y pronto comprendieron que declarar la beligerancia en ese caso era tan improcedente como inútil.
El otro gran conflicto armado ocurre en Colombia. Ahí se dirime el conflicto interno más largo, cruento y complejo de los que se dieron en la segunda mitad del siglo veinte en América Latina. En el medio siglo que lleva su desarrollo confluyen modalidades de guerra revolucionaria, guerra civil, intervención extranjera y delincuencia organizada nacional e internacional. Sus múltiples episodios encierran ejercicios de negociación exitosos y fallidos así como grupos desmovilizados que fueron respetados en la vida civil y, se dice, alguno exterminado después de la desmovilización. Pero la confrontación entre las fuerzas principales aún persiste: el gobierno y las FARC.
Los últimos ejercicios de negociación han fracasado básicamente porque la situación de negociación no se ha alcanzado –y en ocasiones se ha perdido– y las partes todavía participan en ellos táctica y no estratégicamente. Sin embargo parecería que de parte de las FARC ya se ha asumido el hecho de que el propósito original, la implantación del sistema socialista, no es una opción al alcance de la mano en un mundo por un lado globalizado y por otro regido por un orden internacional hegemonista. Sin embargo la contraparte, el gobierno, parece confiar en poder infligir la derrota militar a su enemigo revolucionario. Todo esto en medio de la lucha contra el narcotráfico y las agrupaciones armadas menores de izquierda y de derecha.
Recientemente, en ocasión de nuevos intentos de intercambios de prisioneros se produjo la apelación del Presidente de Venezuela de que se reconociera, por parte de terceros países y la propia Colombia, el carácter beligerante de las FARC. La propuesta levantó expectativas en los medios pero los resultados que produjo fueron, previsiblemente, nulos. Una segunda propuesta parece tener más contenido: Que se elimine a las FARC el calificativo de narco-terrorista. Mientras esa calificación se mantenga la negociación será imposible. Hay que recordar que en la negociación de un conflicto armado sin carácter internacional –una revolución, una guerra civil– lo que se negocia es el poder y no es posible negociar el poder con el narcotráfico. Sería importante que los países que la han incluido en sus listas la eliminen, pero solamente cuando el gobierno de Colombia lo haga se podrán iniciar negociaciones. No se trata de algo impensable, ya ha ocurrido en las diversas ocasiones en que ambas partes se han sentado a negociar.
De los antecedentes ya expuestos y la observación de cómo se ha llevado en la práctica la negociación de los conflictos armados internos se pueden extraer ciertas enseñanzas:
Las grandes reformas sociales sólo se llevan a cabo por medio de victorias decisivas. Las revoluciones, para triunfar de un modo definitivo, necesitan ser implacables. Revolución que tranza, revolución perdida. Así se planteó en el discurso revolucionario mexicano y, en efecto, una revolución no se inicia para negociar su final pues eso significaría, además de una simulación dolosa, que se olvidan las causas que le dieron origen y se abandonan los objetivos que busca.
Con la creciente mundialización de la política, los movimientos sociales internos son afectados por el entorno internacional. A diferencia de otras épocas, es posible si no frecuente, que un movimiento revolucionario encuentre que la consecución de sus objetivos finales depende en gran medida de circunstancias externas sobre las que no tiene control y, aún sin haber sido derrotado ni militar ni políticamente en lo interno, deba modificar el proyecto original y ajustarlo a las posibilidades de la realidad del momento.
Para que ese ajuste sea posible debe existir una situación de negociación, concepto equivalente al de “situación revolucionaria” en la que las condiciones sociales objetivas, subjetivas y de organización se presentan favorables al lanzamiento del movimiento revolucionario. La situación de negociación exige que, para ambas partes, la victoria no esté a la vista, la derrota no sea inminente y la prolongación de la contienda se estime insostenible, por lo que la negociación de la paz se convierte en la opción óptima para ambas partes.
Al convenir la negociación se garantiza la supervivencia de ambas partes y se eliminan los dos extremos de la solución del conflicto: la victoria y la derrota. Lo que queda como materia de negociación es el poder. La repartición se corresponde más con el poder militar, político y social de cada parte que con la habilidad de los negociadores.
La diferencia entre una negociación y una capitulación está en que el contendiente más débil conserve la existencia de sus integrantes y de su organización, aún cuando deba cambiar su naturaleza. Transformar una organización armada en un partido político, por ejemplo. La sola desmovilización, aún cuando sea a cambio de ciertas prebendas, sin la permanencia de la organización y sus objetivos políticos, es una simple rendición.
La última gran lección está en comprender que la negociación de un conflicto se da entre las partes que toman parte en él. Que la participación de terceros sólo es aceptable cuando ambas partes la requieren. Buscar la cancelación de la lucha en procuración de la paz por sí misma es en realidad tomar partido por el statu quo y resulta contraria a la revolución. Por lo tanto la única participación legítima es aquella en la que, habiendo acordado las partes iniciar un proceso de negociación soliciten a un tercero sus buenos oficios para facilitarla. De otra manera, la mediación, con iniciativas y propuestas de solución, aún la que se supondría aséptica y neutral, resulta en una dolosa intervención.
Cuando ocurrió el colapso del estado soviético y del socialismo europeo, se asumió con ligereza que la historia había concluido; que la eterna disputa entre débiles y poderosos había llegado a su fin y que las guerras intestinas que proliferaron en el último decenio del siglo veinte eran simplemente los conflictos a los que la guerra fría les había impedido aflorar, mismos que se dirimirían por el simple expediente de su propio agotamiento.
Como se sabe, las cosas no resultaron de esa manera. Vivimos una época en que el orden internacional gira alrededor de una potencia hegemónica y el derecho internacional ha sido relegado a estadios más primitivos que los que tenía al final del siglo diecinueve. Las guerras no han terminado y podemos estar seguros de que se verán más en el porvenir.
Libertad, democracia y libre empresa, ha dicho el presidente Bush, son la fórmula del éxito nacional y no hay otra. El desencanto con la democracia que se registra en Latinoamérica – lo registran las Naciones Unidas – demuestra que no es así. La formula bushiana no reduce la miseria ni la desigualdad social. A la ecuación le hace falta el elemento justicia. Las guerras revolucionarias seguirán ocurriendo en tanto prevalezca la injusticia como vórtice del orden social.
Podría ocurrir que, por parte de México, el gobierno de facto ceda a la tentación de buscar algún papel en la negociación colombiana. Ya en una ocasión reciente protagonizó un lamentable papel de mediador en el conflicto Colombiano del que salió porque uno de los actores le retiró la invitación. El buen desempeño en esa negociación requiere de dos componentes esenciales con los que gobierno espurio no cuenta: la capacidad para inducir el entendimiento y la reputación de actuar sin intereses ocultos.
En México existe una situación revolucionaria. Las condiciones objetivas han estado presentes por décadas; las condiciones subjetivas fueron creadas por la oligarquía que hurtó la voluntad popular. La organización del poder popular está en marcha y la resistencia pacífica es el método. Actualmente se desarrolla un profundo movimiento revolucionario encaminado a refundar la república sobre bases éticas. Una revolución que se inicia en las conciencias y se extiende a la defensa de las garantías individuales, de los intereses populares, del patrimonio nacional y de la humanidad misma. No requiere que nadie en el extranjero sancione su legitimidad porque la tiene en su naturaleza. No hay impasse posible, los tiempos políticos del país no lo permiten. Sí, en cambio, debe observar la histórica lección de la casa de adobe: no debe olvidar que revolución que tranza, revolución perdida.
1 Asociada a esa figura existía el reconocimiento de insurgencia. La diferencia entre ambas es solamente de grado. Los insurgentes pueden no controlar territorio pero sí ser una fuerza capaz de impedir al gobierno el control del territorio o de una parte de él. En este texto se trata ambos casos con la designación única de beligerancia.
2 Durante la Sexta Conferencia Interamericana, celebrada en La Habana en 1928, se adoptó la Convención sobre Deberes y Derechos de los Estados en Caso de Luchas Civiles. En su artículo primero incluye, como la tercera regla a observar, la siguiente: “Prohibir el tráfico de armas y material de guerra salvo cuando fueren destinadas al gobierno, mientras no esté reconocida la beligerancia de los rebeldes, caso en que se aplicarán las reglas de neutralidad.”
3 Se atribuye al Presidente Franklin D. Roosevelt haber dicho de Anastasio Somoza: “He may be a son-of-a-bitch, but he is our son-of-a-bitch” .
4 Por contraposición a Augusto Cesar Sandino se le conoce como “El General de hombres libres”.
5 El derecho aplicable eran las disposiciones mínimas contenidas en el artículo 3, común a las cuatro convenciones firmadas el 12 de agosto de 1949, que se refiere al “…caso de un conflicto armado que no sea de índole internacional y que surja en el territorio de una de las Altas Partes Contratantes…” .
6 El conflicto fue considerado como parte de la guerra fría y los gobiernos de México y Francia eran insospechables de estar coludidos con el Kremlin. Distinto hubiera sido si, por ejemplo, Cuba y Nicaragua hubieran hecho la misma declaración.
http://www.jornada.unam.mx/2008/02/15/index.php?section=opinion&article=027a1mun
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