(Tercera y ùltima)
La democracia contemporánea
La democracia ateniense y la República Romana no encarnaron solamente dos formas históricas de la democracia, extrema la primera y limitada la segunda. También encarnaron dos concepciones de la democracia. Atenas planteó el ideal democrático en toda su pureza. Durante su etapa republicana, Roma encarnó en cambio la democracia posible: esa parte del ideal democrático que es accesible en cada época. O, con otras palabras, una forma mixta de gobierno donde el elemento democrático se resigna a mezclarse con los elementos monárquico y aristocrático hasta tanto consiga eliminarlos a través de una larga evolución cuyo remate natural tendría que ser el regreso de la democracia pura de inspiración ateniense. La historia de la democracia contemporánea expresa la tensión entre estas dos maneras de concebir la democracia: evolutiva una, utópica la otra7. A partir del ejemplo romano, la democracia fue ganando espacio lenta y trabajosamente del siglo XVII en adelante, cuando Europa empezó a superar las monarquías absolutas para reimplantar una concepción republicana del poder abierta ella misma al progreso de su elemento democrático8. Pero, no bien el elemento democrático llegaba a cierta altura en esta evolución “romana” y corría el riesgo de detenerse satisfecho, de inmediato lo picaba el aguijón del ideal democrático ateniense, instándolo a reanudar la marcha. Ambas concepciones de la democracia estuvieron presentes durante las dos grandes revoluciones que marcan el advenimiento político de los tiempos modernos. En 1688, la llamada “Gloriosa Revolución” sustituyó la monarquía absoluta en Gran Bretaña por una monarquía parlamentaria “mixta”, al estilo romano, donde se mezclaban los tres elementos típicos del régimen mixto: monárquico (el rey o la reina), aristocrático (la Cámara de los Lores, hereditaria) y democrático (la Cámara de los Comunes, elegida por un padrón electoral minoritario primero y mayoritario después, al fin de una larga evolución). Aun así, habría que aclarar que, vista desde la concepción ateniense de la democracia, la Cámara de los Comunes era en sí aristocrática por electiva, reduciéndose en tal caso el elemento democrático del régimen mixto inglés a los propios votantes. Si bien en el curso del revolucionario siglo XVII inglés predominó por lo visto la concepción “romana” de la democracia, también hubo movimientos apasionadamente democráticos en el sentido ateniense como los levellers. La discordia entre los “atenienses” y los “romanos” de la democracia, latente en la revolución inglesa, estalló en la Revolución Francesa. Francia no era una pequeña ciudad−Estado a la manera de la polis ateniense o de esa Ginebra natal en la que pensaba Rousseau cuando renovó el ideal ateniense en el campo de las ideas políticas, sino una vasta nación con muchas ciudades dentro. Como le resultaba materialmente imposible lograr la reunión cotidiana de los ciudadanos en una ecclesia, la democracia directa al estilo griego le estaba vedada. Pero Sieyès primero y los jacobinos después, forzando su interpretación de la democracia, hicieron como si esa presencia de los ciudadanos se diera efectivamente en la asamblea de los representantes del pueblo. De aquí provino la dictadura de la asamblea en nombre de la democracia, como si la asamblea fuera esa ecclesia que en realidad no era. La dictadura de la asamblea fue posible porque, así como era lógico que no hubiera necesidad de proteger a los ciudadanos atenienses contra los posibles abusos de esa asamblea que ellos mismos formaban, en la Francia revolucionaria de fines del siglo XVIII tampoco se los protegió contra una asamblea que pretendía ser ella misma la voluntad de los ciudadanos cuando en verdad sólo los “re− presentaba” porque ellos no estaban “presentes”, porque brillaban por su ausencia. De esta sustitución del pueblo por una asamblea que usurpaba su papel resultó no sólo la dictadura sino la más feroz de ellas: el terror jacobino de Robespierre y Saint – Just en 1793−1794, acuciado además por el pánico que generaba el cerco militar al que habían sometido a Francia las monarquías europeas. Los moderados, con Mirabeau al frente, imaginaron la transición de Francia no ya de la monarquía absoluta a la democracia absoluta que pretendían encarnar los jacobinos sino a una monarquía parlamentaria al estilo inglés y, cuando el proyecto de Mirabeau fracasó y el rey Luis XVI fue decapitado, vinieron sucesivamente el Terror, un Directorio equilibrado en los tiempos revisionistas del Termidor y, finalmente, el imperio napoleónico. En vez de la la Roma republicana de Mirabeau, la Roma imperial de Napoleón. De este modo la Francia revolucionaria, que había querido ser primero la Roma republicana e “inglesa” de Mirabeau en su intento de salvar al mismo tiempo a la revolución y a la monarquía, terminó siendo la Roma imperial cuando Napoleón volvió a instalar su poderosa memoria no sólo en la pretensión de dominar a Europa sino también en su deseo de ser coronado delante del Papa en Roma. “Delante de” y no “por” el Papa porque, en el momento en que éste se disponía a ponerle la corona, Napoleón se la quitó de las manos y se la colocó él mismo, reivindicando la pretensión de los emperadores románico−germánicos en su pugna medioeval con la Iglesia y volviendo de este modo a Carlomagno y al Sacro Imperio Romano Germánico. La “romanización” de la arquitectura, el arte, el vestuario y las costumbres que caracterizaría a la época acompañó del lado de la sociedad a la nostalgia política napoleónica. Ahora estamos en condiciones explicar por qué la Revolución Francesa fue el fracaso más glorioso de la historia. ¿Cómo es posible aunar el fracaso y la gloria? El “fracaso”, sin duda, existió. A la inversa de las revoluciones inglesa del siglo XVII y americana del siglo XVIII, que fueron exitosas porque lograron lo que pretendían, fundar regímenes que partirían del ejemplo de la República Romana en su largo viaje hacia la democracia plenaria que aún no ha terminado, la Revolución Francesa pretendió y no logró lo que pretendía: restaurar de inmediato nada menos que la democracia ateniense. Tuvo primero, como vimos, su momento “romano” con Mirabeau. Después, con Robespierre y Saint−Just, alegó moverse en dirección “ateniense”. Pero ya vimos que la pretensión de considerar la asamblea de los representantes del pueblo como si fuera idéntica al pueblo falsificó el ideal ateniense. Después de esta falsificación, la Revolución Francesa desembocó en el imperio napoleónico y, luego de la derrota de Napoleón en Waterloo en 1815, en la restauración de la dinastía de los Borbones en cabeza de Luis XVIII. Acabó volviendo a la estación de la que había partido en 1789. ¿Se quiere un fracaso más categórico de lo que había empezado como una revolución contra los Borbones? Un fracaso que además costó millones de muertos con el Terror jacobino y con las guerras napoleónicas que asolaron a Europa durante quince años. Pero, ¿quién negaría que este estrepitoso fracaso fue, además, “glorioso”? La Revolución Francesa encendió la imaginación de sus contemporáneos y de las generaciones subsiguientes por el mundo entero de un modo incomparable con la difusión mucho más “discreta” que obtuvieron las revoluciones inglesa y american. ¿Dónde reside el secreto de esa “gloria”? Las revoluciones anglosajonas fueron episodios consignados en un principio sólo a los pueblos que las experimentaban y a los teóricos que las analizaban. Fue Emanuel Kant quien, después de lamentar junto a tantos otros los desvíos y los excesos de la Revolución Francesa, hizo notar que ella al agitar otra vez, a más de dos milenios de distancia, la bandera de la democracia ateniense, logró un impacto universal. Horrorizado ante sus desvíos, el mundo también aprendió de ella que la democracia ateniense es un ideal irrenunciable. El legado de la Revolución Francesa, según Kant, no ha sido el recuerdo de su errática trayectoria sino la impresión que produjo en la audiencia mundial que tenía noticias de ella, modificando para siempre los ideales políticos de la Humanidad. Los anglosajones, de acuerdo con su espíritu eminentemente práctico, reinstalaron con sus revoluciones el proyecto romano de la “democracia posible”. Los franceses, adictos a las ideas abstractas, reinstalaron en cambio el ideal de la “democracia imposible” que alguna vez Atenas pudo encarnar porque, a la inversa de Francia, no era una nación sino una ciudad. De la Revolución Francesa en adelante, el ideal de la democracia plenaria ya no nos abandonó. .Y así fue como, mientras los anglosajones produjeron dos revoluciones exitosas aunque discretas, los franceses produjeron una revolución fracasada pero gloriosa. La bandera que ella izó nos sigue convocando desde el balcón del futuro. Pero es el camino “romano” de la democracia posible el que, habiendo renacido con los tiempos modernos en Inglaterra y en los Estados Unidos, ha llegado a involucrar en nuestro tiempo a casi todos los regímenes políticos de Europa, Oceanía y América del norte y del sur, penetrando además en Asia y hasta en Africa. Es a este conjunto de regímenes políticos que les damos, pese a sus variaciones, un nombre común: son las diversas versiones de la democracia contemporánea. El exigente ideal ateniense, por su parte, no sólo no ha desaparecido desde la Revolución Francesa. Se ha vuelto, si cabe, más apremiante, porque la revolución de las comunicaciones nos acerca unos a otros como habitantes de la “aldea global”, logrando así que el mundo actual sea más “pequeño” por lo estrecho de sus contactos de lo que era la nación francesa en el siglo XVIII. Esto permite que la interacción entre los seres humanos de todo el planeta sea más intensa y se sitúe en cierto modo a media distancia entre el contacto cotidiano que tenían entre ellos los ciudadanos atenienses y la lejanía que separaba a los ciudadanos de la nación francesa en los tiempos de la carreta y el caballo. Quizás este decisivo acercamiento comunicacional que se produce entre las naciones y dentro de ellas explique que lo que ahora se difunde impetuosamente por el mundo sea un modelo político al que podríamos llamar romano avanzado. “Romano”, porque incluye regímenes en definitiva “mixtos”, que mezclan el elemento democrático con los elementos aristocrático y monárquico. Pero romano “avanzado” porque el elemento democrático no ha cesado de ganar terreno sobre los otros dos elementos en los regímenes “mixtos” contemporáneos de modo tal que lo que hoy predomina en el mundo es la “república democrática”, una forma todavía mixta donde predomina la democracia y a la que, apegada a su tradición aristocrática, nunca había llegado la República Romana. Es que, en tanto Atenas le quedaba a Roma cada día más lejos porque se hundía en el pasado, a las repúblicas democráticas contemporáneas les queda cada día más cerca, en un futuro que ya no es tan borroso gracias al “achicamiento” del mundo mediante las computadoras, los satélites y el Internet, a mitad camino entre una ciudad griega y las naciones “a caballo” de los siglos XVIII y XIX. Esto explica por qué, al lado de la democracia representativa que todavía prevalece en las constituciones contemporáneas, ellas se han ido poblando de formas semidirectas como el plebiscito, el referendum y la iniciativa popular, así como la proliferación de las encuestas, que son los mensajeros avanzados del retorno ateniense. Pero este retorno sigue siendo por ahora menos intenso que la interacción de los ciudadanos atenienses entre ellos porque no es “real” sino “virtual”. Podemos comunicarnos unos con otros mediante Internet a lo largo del ancho mundo pero, si bien tenemos noticias unos de otros como no las habíamos tenido, no estamos físicamente en presencia unos de los otros como en el agora (feria y plaza pública de los atenienses) o en la ecclesia, sino a través de una pantalla.
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