jueves, 25 de octubre de 2007

Historia de la democracia


(Primera parte)

La Democracia Ateniense

Si habláramos de la familia, la religión o la violencia, podríamos decir que nacieron con el ser humano. Este no es el caso de la democracia. El origen del poder no fue democrático, sino despótico. Dos excursiones etimológicas permiten sostener esta afirmación. La primera de ellas nos invita a recordar que el verbo griego arkhein tiene dos significaciones ligadas entre sí: “empezar” y “mandar”. Con él se conectan dos sustantivos: arkhé, “origen”, y arkhos, “jefe”. Con arkhé se vinculan palabras como “arcaico” y “arqueología”. Con arkhos, “monarca”. “Mon−arquía” quiere decir “mando unipersonal”, ya que mono significa “uno”. ¿Qué nos sugiere nuestra primera excursión etimológica? Que en el principio (arkhé) no fue el pueblo (demos) sino el jefe (arkhos). Esta visión se refuerza a través de una segunda excursión etimológica: el recorrido que siguió la palabra “poder”. Su fuente es la voz indoeuropea poti, que significa “jefe”. De ella deriva el griego despotes, “jefe” o “amo”. Cuando comencé a rastrear la etimología de “poder”, supuse que provendría de su significación genérica en cuanto “capacidad de hacer algo” y que sólo después una de sus ramificaciones se habría aplicado al poder político en cuanto “capacidad de lograr que los demás hagan algo”. Mi sorpresa fue mayúscula cuando advertí que quizás ocurrió al revés. La expresión más antigua de “poder” es poti, “jefe”, y sólo a partir de esta significación política la palabra “poder” se habría trasladado a la capacidad genérica de hacer algo: poder moverse, hablar, amar, trabajar… Esta segunda avenida etimológica también apunta al sentido originario del poder político en cuanto autoridad absoluta de un jefe. Lo primero que hubo en el peregrinar del hombre sobre la Tierra fueron bandas errantes tan presionadas por los desafíos de la Naturaleza y de otras bandas que sólo pudieron sobrevivir bajo el mando despótico de un jefe guerrero. Como en el caso del padrillo y su manada, el primer elemento político que existió entre los seres humanos fue el poder del jefe. A este déspota primordial lo secundaban y eventualmente lo sucedían unos pocos, una primitiva corte de colaboradores. De ahí que, de las formas de gobierno que conocemos, sólo dos contengan en su seno la palabra arkhos: la monarquía y la oligarquía. Oligoi significa “pocos”. Eran pocos los que rodeaban y sucedían al jefe. En las demás formas de gobierno como “aristocracia”, “democracia”, “autocracia” y hasta “burocracia”, la palabra arkhos fue reemplazada por la palabra kratos que también significa en griego “poder”, pero no necesariamente el poder originario, ancestral, sino más bien un poder construido, sobreviniente, en cierta forma artificial. En tanto la monarquía y la oligarquía son las manifestaciones originarias del poder político y nacieron junto con la condición humana al igual que la religión, la familia y la violencia, las diversas cracias podrían haber sido inventos ulteriores como el fuego, la rueda, la agricultura o la máquina a vapor. De algunos de estos inventos no tenemos registro porque ocurrieron en la prehistoria. De otros, sabemos exactamente cuándo y cómo surgieron. Entre ellos, la democracia1. La democracia ateniense “Democracia” es una palabra compuesta por dos voces griegas: demos, “pueblo” y kratos, “poder” (como vimos, poder tardío y “construido”). Etimológicamente hablando, la democracia es el poder del pueblo. Pero los griegos, que también inventaron el teatro, la filosofía y la historia (la historia secular, libre de la acción divina; si incluimos a Dios en ella, el invento de la historia correspondió, en Occidente, al pueblo judío), no se encontraron de golpe con la democracia. La fueron elaborando trabajosamente, a lo largo de un siglo y medio. Entre los años 620 y 593 antes de Cristo Atenas, la principal de las ciudades griegas, recibió de Dracón y de Solón sus primeras leyes fundamentales. Fue así como se inició la evolución que culminaría en la democracia. Es que, gracias a las leyes de Dracón y de Solón, se instaló la distinción entre las leyes de la Naturaleza, poblada de dioses, y las leyes puramente “humanas” de la ciudad. Sin esta distinción, no habría sido posible la democracia. Hasta ese momento los griegos vivían igual que el resto de los pueblos primitivos, acosados por las fuerzas imprevisibles de la Naturaleza (physis) y por la presión bélica de otros pueblos, defendiéndose como podían de aquélla y de éstos gracias al mando despótico de un poti o líder guerrero. El poder que por entonces los gobernaba les venía de afuera, de la poderosa physis a la que hasta el advenimiento de los primeros filósofos “presocráticos” en el siglo VII antes de Cristo suponían habitada por los dioses, o de arriba, de los jefes o reyes, el primero de los cuales habría sido el mítico Teseo, quien supuestamente vivió hacia el año 1.000 antes de Cristo. A partir de Dracón y de Solón, los atenienses empezaron a ser gobernados por un nuevo tipo de poder abstracto, impersonal, al que llamaron nomos o “norma” (palabra equivalente a la lex o “ley” de los romanos: por comodidad usaremos nomos y lex, “norma” y “ley”, cual si fueran sinónimos) que no provenía de afuera ni de arriba sino de adentro, del seno de la polis o ciudad−Estado que habían constituido. Su ideal fue desde entonces la eunomía, o “buena (eu) ley”: el recto ordenamiento de la ciudad. El jefe, simplemente, mandaba. Dracón y Solón, al igual que el legendario Licurgo en Esparta y otros como ellos en ciudades griegas menos conocidas, legislaron: dejaron leyes que los sobrevivirían, obligando a sus sucesores a comportarse de acuerdo con ellas. Cuando alguien ascendía a una posición de mando, ya no podría gobernar a su arbitrio sino en el marco de la ley. Desde entonces, a la polis ya no la separó del mundo circundante sólo una muralla de piedra, sino también la muralla invisible de sus leyes. La obediencia de los griegos a las leyes de la polis asombró a pueblos primitivos como los persas, que sólo obedecían al mando de un déspota. Herodoto, el cronista de las Guerras Médicas entre los persas y los griegos y el inventor de la historia “secular”, narra en un pasaje frecuentemente citado que Jerjes, el rey persa cuyo sueño era apoderarse de Grecia, se burló un día de los frágiles griegos que se atrevían a desafiar su formidable ejército. Pero Demaratus, un ex rey de Esparta que se había refugiado en su corte, le sugirió no subestimar a los griegos porque ellos, “si bien se consideran libres, no lo son del todo. En efecto: reconocen por encima de ellos un amo al que temen más aún que tus siervos a tí. Ese amo es la ley. Entre otras cosas, ella los obliga a no huir frente al enemigo y a permanecer obstinadamente en el campo de batalla hasta la muerte o la victoria”. Por no hacerle caso a Demaratus, Jerjes resultó el gran derrotado de las Guerras Médicas. En tanto los persas pelearon en las Guerras Médicas como súbditos de un rey al que temían más aún que al enemigo que tenían enfrente, los griegos pelearon como hombres libres, orgullosos de sus leyes. Para ellos no había un honor más grande que ofrecer la vida por su ciudad. Así se entiende por qué Esquilo, el inventor de la tragedia y el poeta más laureado de su tiempo, no escogió por epitafio un texto destinado a recordar su impar gloria literaria sino otro que reza así: “Aquí Esquilo, hijo de Euforion, criado en Atenas, descansa en los campos de Gela, muerto. La batalla de Maratón mostró su coraje: los medos (persas) de largas cabelleras, tienen razones para recordarlo”. A la hora de resumir su vida, Esquilo valoraba el honor del ciudadano más que los laureles del poeta. A la ciudad organizada por sus leyes constitucionales, los atenienses le dieron el nombre de politeia. Hoy, la llamaríamos “república” (por comodidad, vamos a usar politeia y “república” como si fueran sinónimos pese al origen romano de la palabra “república”, que quiere decir “cosa – res − pública”). Y así se haría presente la democracia en Atenas: a través de las sucesivas transformaciones constitucionales de su politeia o república. El paso de la politeia a la democracia conoció dos instancias fundamentales. En el año 507 antesde Cristo, Clístenes fundó la república democrática. En el año 462, Pericles fundó la democracia plenaria. Una democracia tan pura, tan osada, que nunca ha habido otra como ella. El camino hacia la democracia, de todos modos, fue accidentado. Todavía no se había borrado el recuerdo de Dracón y de Solón cuando Pisístrato implantó la tiranía en el año 560 antes de Cristo. Atenas regresó así, por un tiempo, a la ancestral tradición del jefe pero no ya debajo de un rey legitimado por una tradición que venía de la prehistoria sino debajo de un advenedizo, de un usurpador. Pisístrato le dio a Atenas un gobierno eficaz, progreso económico y obras públicas pero a cambio de un poder absoluto, sin otra norma que su suprema voluntad. En tanto en la república las leyes mandan sobre gobernantes y gobernados por igual, en la tiranía obligan a los gobernados pero no a los gobernantes porque no son “leyes” propiamente dichas sino, simplemente, las “órdenes” que emiten los titulares del poder. Pisístrato murió en el año 528. Lo sucedieron sus hijos Hippias e Hipparchus. En el año 514,Hipparcus fue asesinado. Cuatro años después Clístenes, nieto de Pisístrato, restableció la politeia. Pero Clístenes no se limitó a restablecer la república, que antes de Pisístrato había sido aristocrática. Le imprimió, además, un sesgo democrático. En el año 507 reorganizó al pueblo sobre la base de los deme, que eran lo que hoy llamaríamos aldeas o barrios convertidos en circunscripciones donde vivía el ciudadano raso a quien los griegos le dieron el nombre de polites (esto es, “político”: un activo participante de la vida pública, más de lo que hoy llamamos “ciudadano”; a partir de ahora y con esta advertencia usaremos indistintamente, por comodidad, polites y “ciudadano”). Cada uno de los deme contenía entre cien y mil ciudadanos. A partir de Clístenes, los deme servirían de base al ascenso democrático. La república ateniense albergó, por un tiempo, un equilibrio de poderes. La vieja “oligarquía”, que había rodeado a los antiguos reyes y que hasta había simpatizado con los tiranos, mantuvo una amplia autoridad legislativa y judicial en el Areópago, un cuerpo similar al Senado romano donde se sentaban los ex arcontes. Los arcontes, que habían reemplazado a los reyes como jefes del poder ejecutivo y eran el equivalente de los cónsules romanos, sólo podían ser escogidos entre las clases superiores. Los cónsules y los arcontes duraban un año en sus funciones, pero eran dos los cónsules en Roma y nueve los arcontes en Atenas. Obsérvese por otra parte que la palabra “arconte” comparte con las palabras “monarca” y “oligarca” la ancestral raíz arkhé. Pero los ciudadanos rasos de los deme pasaron a dominar el Consejo de los Quinientos, cuya función era preparar las reuniones de la asamblea popular o ecclesia (de aquí surgiría la palabra “iglesia” en cuanto asamblea ya no de los ciudadanos sino de los fieles), en la cual todos los ciudadanos sin distinción tenían el derecho de discutir y votar las leyes. En caso de conflicto entre el Areópago y el Consejo de los Quinientos, la ecclesia tenía la última palabra. El equilibrio de poderes que estableció Clístenes se tradujo por ello en una república mixta que, si bien retenía elementos aristocráticos, se inclinaba a favor de la democracia: una “república democrática”. El ejemplo de Atenas alentó a otras ciudades griegas a internarse en la aventura democrática. Esto alarmó no sólo a Esparta y a las ciudades griegas que seguían su ejemplo oligárquico (Esparta era una di−arquía, esto es, el mando simultáneo de dos reyes, una “oligarquía real”), sino más aún a los emperadores persas, ya que el ideal democrático empezó a difundirse por las ciudades griegas del Asia Menor (la costa oriental del Mar Egeo, hoy parte de Turquía), que les estaban sometidas. Las Guerras Médicas entre Persia y Grecia tuvieron, por ello, un trasfondo ideológico. Esparta también resistió al invasor persa por lealtad a Grecia, pero con cierta ambigüedad porque recelaba “ideológicamente” de Atenas. La gran campeona de la resistencia fue Atenas porque amaba tanto a Grecia como a la democracia. A Atenas se debió principalmente la derrota de los persas en las batallas de Maratón, Salamina y Platea, que tuvieron lugar entre los años 490 y 479 antes de Cristo. Fue gracias a estas tres batallas que Grecia, la democracia y Occidente se abrieron camino en la historia. Hasta el año 462, empero, Atenas no fue una democracia plenaria sino apenas una república democrática porque en ella gravitaba, todavía, el Areópago. El paso de Atenas de la república democrática a la democracia plenaria ocurrió bajo el liderazgo de Pericles. En el año 462, Pericles logró que la ecclesia le quitara por ley al Areópago casi todas sus funciones. Fue a partir de entonces que Atenas adquirió los rasgos constitucionales que la convertirían en la más exigente de las democracias. El poder soberano quedó sin contrapeso en manos de la ecclesia, cuyas reuniones seguía preparando el Consejo de los Quinientos. Los ciudadanos recibían un estipendio por concurrir a la ecclesia, donde ejercían en forma directa, sin representantes, el poder legislativo de la polis. Casi todas las magistraturas ejecutivas y judiciales, incluso la de los arcontes, se llenaron por sorteo entre los ciudadanos sin exclusión de clases, de modo tal que ningún polites dejaría de ocupar varias magistraturas en el curso de su vida gracias a un sistema de rotación. Se calcula que uno de cada cuatro ciudadanos ocupaba un puesto público por año: alrededor de 8.500, de un total aproximado de 38.000. Sólo el cargo de “estratego” (del griego strategós: jefe militar) era electivo. Había diez estrategos por año y estaba permitida su reelección. Pericles ocupó repetidamente este cargo, cuyo carácter electivo quedó como el último residuo aristocrático de Atenas ya que, en esta extrema versión de la democracia, la elección no era considerada un acto democrático −como se lo considera, hoy, entre nosotros− sino aristocrático: un método para designar a “los mejores” (aristón: “el mejor”). No se olvide por otra parte que la democracia de los atenienses sólo beneficiaba a los ciudadanos. En tiempos de Pericles se dispuso que podrían serlo solamente los hijos de los atenienses por parte de padre y de madre. Fuera de este círculo dorado quedaban las mujeres, los esclavos y los extranjeros o metecos. Si se incluye este dato, habría que decir que Atenas fue una democracia en cierta forma limitada: entre unos 200.000 habitantes, tenía alrededor de 38.000 ciudadanos. Eso sí: cada uno de éstos compartía plenamente el poder con los demás ciudadanos, aunque fuera tan pobre como los remeros de la poderosa flota gracias a la cual Atenas dominaba el mar Egeo. Por otra parte, Atenas desplegó un liderazgo cada vez más arbitrario sobre las demás ciudades democráticas griegas que se asociaron con ella en la Liga de Delos. Estas ciudades llegaron a percibir a Atenas como un imperio despótico del cual ansiaban liberarse. Esta dimensión “imperial” de la democracia ateniense vino a subrayar su carácter limitado: estaba vedada a las mujeres, los extranjeros, los esclavos y los aliados. En el año 431 antes de Cristo estalló un conflicto que venía gestándose desde hace tiempo: la Guerra del Peloponeso entre la democrática Atenas y la oligárquica Esparta por la primacía en el mundo helénico. Al cabo de algunas batallas de resultado incierto, le tocó a Pericles pronunciar la oración fúnebre en elogio de los primeros ciudadanos atenienses que habían dado su vida por la ciudad en esta guerra. Recogido por el historiador Tucídides, el discurso de Pericles marca el momento en que los atenienses tomaron conciencia de que habían inventado la democracia. A través de las encendidas palabras de Pericles, la democracia dejó de ser la constitución particular de una ciudad para convertirse en un ideal de vida inspirador de todos aquellos que quisieran imitarla. La oración fúnebre de Pericles es el primer registro del que tengamos memoria sobre la naturaleza de la democracia, donde “los muchos predominan sobre los pocos” dentro del círculo de los ciudadanos. Después de afirmar que Atenas es la gran maestra de Grecia, Pericles concluye que vale la pena morir por ella porque ya no es meramente una ciudad−Estado entre otras sino la encarnación eminente del ideal democrático. Pericles murió en el año 429. Había conducido la democracia ateniense con prudencia. A partir de su muerte la ecclesia, en vez de mantenerse fiel al criterio que siglos después expresaría Cicerón al escribir que el sistema preferible es aquél en el cual “los más eligen a los mejores”, sustituyó el liderazgo de Pericles por el de una serie de demagogos, el más famoso y ruinoso de los cuales fue Alcibíades, que la incitaron a no dar cuartel a Esparta en vez de buscar, como Pericles lo había hecho, una paz negociada. Después de incontables alternativas, Atenas fue definitivamente derrotada por Esparta en el año 404. Habiendo perdido el liderazgo de los griegos, languideció hasta el año 334 antes de Cristo, cuando el rey Filipo de Macedonia (el padre de Alejandro Magno, contra el cual Demóstenes, el último defensor de la democracia ateniense, había pronunciado ante la ecclesia sus incomparables “filípicas”) terminó por conquistarla. A partir de ahí, Atenas oscilaría en medio de períodos de primacía macedonia, tentativas de independencia y el creciente influjo romano, hasta que tanto Macedonia como Atenas y toda Grecia quedaron definitivamente sujetas a Roma en el año 148 antes de Cristo. Este dominio sería por otra parte solamente político y militar; en lo cultural, Atenas conquistó a sus vencedores dando lugar al mundo greco−romano. La “languidez” de Atenas durante el siglo IV fue, por otra parte, solamente política y militar. Durante este siglo “terminal”, floreció en ella nada menos que la filosofía de Platón, Aristóteles y, ya en el período helenístico que inauguró Alejandro Magno al conquistar el imperio persa, de los estoicos, cínicos y epicúreos. En sus Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, Guillermo Federico Hegel vería en este fruto tardío de Atenas una comprobación de su tesis de que los pueblos emiten sus máximas expresiones culturales en la hora postrera, ya que el búho de Minerva (la diosa de la inteligencia) “levanta vuelo al anochecer”. Falta explicar por qué el ideal de la democracia que había encarnado Atenas no continuó en el tiempo, extendiéndose eventualmente a todos los habitantes de una ciudad o de una nación con el advenimiento de los derechos políticos de las mujeres y con la desaparición de la esclavitud, algo que el propio Aristóteles anticipó que ocurriría recién “cuando las lanzaderas (máquinas de tejer) trabajen solas”. Esto ocurrió recién en el siglo XIX, con la revolución industrial. Desapareció entonces la esclavitud. En el siglo XX retrocedería la desigualdad de las mujeres. Lo que no volvió, sin embargo, fue la democracia plenaria que había desplegado Atenas. La causa inmediata de la interrupción del experimento ateniense fue el desprestigio de la forma de gobierno democrática que resultó de su derrota militar. Atenas perdió ante la oligárquica Esparta la Guerra del Peloponeso. El recuerdo de esta derrota marcó fuertemente a las generaciones atenienses subsiguientes, que albergaron a Platón y Aristóteles. Aleccionados por aquella amarga experiencia, ambos pensadores desconfiaban profundamente de la democracia. En el año 399 antes de Cristo, ella había cometido además el más famoso de sus crímenes al condenar a muerte a Sócrates, el maestro de Platón y, a través de éste, de Aristóteles. Afectados por la imagen de asambleas multitudinarias e irresponsables que también habían impuesto un despótico imperio a las ciudades griegas sujetas a Atenas, Platón y Aristóteles favorecieron sistemas políticos no democráticos. El de Platón, inspirado en Esparta, fue claramente aristocrático. El de Aristóteles fue mixto, para permitir que otros elementos de tipo monárquico y aristocrático impidieran, a través de un adecuado balance de poderes, el suicidio demagógico de la democracia. Pese a sus fallas y fracasos, la democracia ateniense impresionó no sólo a sus contemporáneos sino también a quienes, siglos más tarde, conocieron su historia. Recién en el año 1688 de nuestra era, la “Gloriosa Revolución” inglesa puso en marcha el proceso institucional que desembocaría en la democracia contemporánea. Recién en el año 1761, al publicar El Contrato Social, el ginebrino Jean− Jacques Rousseau volvió a proponer a la democracia de tipo ateniense como un proyecto político irrenunciable. Los escritos de Rousseau tendrían una influencia decisiva en la Revolución Francesa de 1789. La democracia ateniense había muerto dos mil años antes. Los ideales que anunció, sin embargo, nos siguen convocando.

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