(Segunda parte)
La República Romana
Si nos limitáramos a verificar la interrupción del experimento democrático en Atenas en el siglo IV antes de Cristo y su reanudación a partir de la “Gloriosa Revolución” y la Revolución Francesa, dejaríamos veinte siglos de la historia de Occidente sin explicar. Este vacío, lo ocupó Roma. No sólo por su larga trayectoria de más de doce siglos desde su fundación en el año 753 antes de Cristo hasta su caída en manos de los bárbaros en el año 476 después de Cristo, sino también por su poderosa irradiación sobre los regímenes que la sucedieron. Desde el año 753 hasta el año 509 antes de Cristo, Roma fue una monarquía. Desde el año 509 hasta el año 27 antes de Cristo, una república. Desde el año 27 antes de Cristo hasta la invasión bárbara del año 476 después de Cristo, un imperio. Los doscientos cincuenta años de la monarquía se pierden en la noche de los tiempos. Pero la República y el Imperio, que duraron cada uno quinientos años, dejaron una larga secuela. La influencia de Roma perduraría casi sin fisuras ni interrupciones a través de los siglos. Caído en el año 476 de nuestra era, el Imperio Romano de Occidente siguió gravitando como si fuera un proyecto político inconcluso, recurrente, a través de expresiones como el imperio de Carlomagno y el Sacro Imperio Romano Germánico en la Edad Media y el imperio napoleónico en la Edad Contemporánea. La Unión Europea refleja todavía hoy el proyecto romano de un Estado continental. La República Romana influyó por su parte en la formación de las democracias representativas contemporáneas, cuyo carácter “mixto” da lugar tanto a la participación del pueblo cuanto a la actuación de cuerpos representativos a los que los atenienses llamarían “aristocráticos” y de funcionarios ejecutivos que prolongan, aunque menguado, el poder de los reyes. Atenas perduró no sólo a través del poderoso influjo cultural que ejerció en la propia Roma desde que fue conquistada por ella y en el ascendente cristianismo desde el apóstol San Pablo –salido del judaísmo helenizado− en adelante, sino también a través de la larga supervivencia del Imperio Romano de Oriente o Imperio Bizantino, con base en Constantinopla, que duraría hasta el año 1453 de nuestra era, cuando los turcos lo conquistaron. Hay un contraste central entre ambas ciudades. Roma es como un río continuo de influencias porque nunca dejó de gravitar. Atenas se aloja en los orígenes de la democracia y en el exigente futuro que aún la reclama en cuanto idea. Atenas es el principio y el fin. Roma, el camino. Aunque siempre se enseña la historia de Roma “después” de la de Atenas, ambas nacieron al mismo tiempo. Habiendo venido al igual que Atenas de la ancestral tradición del poti o arkhos, Roma fue gobernada por reyes desde que los míticos Rómulo y Remo la fundaron en el año 753 antes de Cristo hasta el año 509, cuando una revolución aristocrática trajo consigo la república. Habíamos observado que en el año 507 Clístenes fundó la politeia o “república”. Casi simultáneamente, dos años antes, dos nobles romanos, Bruto y Tarquino Colatino, habían fundado la República Romana de la cual serían los primeros cónsules. Clístenes acabó con la tiranía que había iniciado Pisístrato. Bruto y Tarquino Colatino acabaron con el mando despótico de Tarquino el Soberbio, el último de los reyes que se había convertido en tirano. Atenas era una polis. Roma, una civitas, que es la palabra latina para polis y tiene similar alcance: una “ciudad – Estado” independiente, en guerra o en asociación con otras ciudades – Estado. Véase entonces el paralelismo entre ambas historias. Pero, en tanto Clístenes fundó una república de inclinación democrática, Bruto y Tarquino Colatino fundaron una república aristocrática que nunca dejaría de serlo aunque, con el paso del tiempo, fue incorporando elementos democráticos. La secuencia en Atenas fue “tiranía, república democrático − aristocrática y democracia”. En Roma, la secuencia fue “tiranía, república aristocrática y república aristocrático −democrática”. Aunque intentó fundarlo, Atenas no logró cimentar un imperio. La república romana, en cambio, desembocó en un imperio que duraría 500 años en Occidente y 1.500 años en Oriente. Roma llegó a ser una república aristocrático − democrática, una república “mixta” con ingredientes democráticos, pero nunca una democracia a la manera de Atenas. Hacia el siglo III antes de Cristo, el siglo en que alcanzó su apogeo, la República Romana mantenía un delicado equilibrio entre la clase de los patricios o aristócratas (patricio proviene de pater, “padre”: los patricios descendían de los que “llegaron primero”) y la clase de los plebeyos (plebs significa “multitud”: la masa de los que “llegaron después”). Los patricios dominaban el Senado (comparable al Areópago ateniense) y la magistratura “cuasipresidencial” de los cónsules; los plebeyos dominaban una peculiar magistratura, la del tribuno de la plebe, cuya principal facultad era vetar las decisiones de las magistraturas patricias. Los ciudadanos romanos también votaban, pero no con el alcance de los ciudadanos atenienses. Estos, en la ecclesia, tenían el poder de discutir y aprobar las leyes. Los ciudadanos romanos se expresaban en dos tipos principales de “comicios” (la palabra proviene del indoeuropeo kom, al igual que “comunidad” y “comité”). En los comicios centuriados el pueblo, reunido en las “centurias” o regimientos correspondientes a su organización militar, se congregaba con sus cascos y escudos a proclamar de viva voz su aprobación o rechazo de las propuestas que les presentaba el patriciado. Más que a la ecclesia ateniense, esta asamblea se parecía a la apella espartana: una reunión militar donde se votaba por aclamación, por sí o por no, sin que hubiera lugar para el torneo de oratoria de la asamblea ateniense. Los comicios “centuriados” respondían a una tradición aristocrática. Pero en los “comicios de la plebe” o plebiscitos, los plebeyos expresaban su voluntad votando bajo la presidencia de los tribunos. Hacia el año 300 ante de Cristo, esta mezcla equilibrada entre el poder de los patricios y el poder de los plebeyos se había consumado, sin que Roma pudiera unir ambas clases en instituciones comunes a todos los ciudadanos como lo logró Atenas. A partir del año 133 antes de Cristo, con la revolución populista de los hermanos Tiberio y Cayo Graco, el difícil equilibrio entre patricios y plebeyos terminó por quebrarse, dando lugar a casi cien años de guerras civiles de las cuales surgiría al fin, la dictadura de Julio César, un aristócrata convertido en populista al igual que los hermanos Graco. La dictadura no fue en un principio equivalente a la tiranía. En los tiempos de la república era, al contrario, una magistratura constitucional de emergencia (algo así como el estado de sitio o de excepción de las constituciones contemporáneas) en virtud de la cual se le otorgaba a un ciudadano el poder absoluto por seis meses para remediar algún peligro inminente. Pero César fue proclamado “dictador vitalicio” en el año 48 antes de Cristo. Su ascenso a este poder sin plazo marcó el principio del fin de la República Romana. Así como Atenas logró expresar el ideal democrático, pues, Roma expresó el ideal de la república mixta, equilibrada, sin que alguno de sus componentes, ya fuera el aristocrático, el democrático o el monárquico, llegara a anular a los otros. Cuando a ambas ciudades les llegó la hora del imperio, tomaron cursos opuestos. Después de Pericles, Atenas mantuvo sin concesiones el modelo democrático. Es más, lo acentuó a un punto tal que la ecclesia, olvidando el sabio liderazgo de Pericles, quiso gobernarlo todo y discutió públicamente hasta las tácticas militares precipitándose al fin a la derrota en la Guerra del Peloponeso a manos de una polis conducida por una elite militar profesional cual era Esparta. Roma en cambio, cuando su poder se extendió por el sur de Italia (Sicilia), el norte de Africa (Cartago, Egipto) y el Mediterráneo occidental (las Galias, España), donde no había otras ciudades – Estado como ella con las cuales pudiera celebrar tratados de asociación sin cambiar su propia naturaleza, sino variaciones del autoritarismo que debió convertir en “provincias” (“lugar de los vencidos” o “lugar donde vencimos”) bajo el mando militar de los procónsules, terminó por abandonar su propia organización republicana convirtiéndose en Imperio. Empezó siendo una “república imperial”, republicana en su centro e imperial en su periferia, para convertirse finalmente en un imperio donde subsistieron residuos de la República pero ya sin poder real como el Senado. La periferia, en este caso, se tragó al centro. Después de un siglo de guerras civiles cuyos protagonistas no eran civiles sino militares, en el año 27 antes de Cristo la República sucumbió ante Octavio, sobrino y vengador de César, a quien habían asesinado Bruto y un grupo de senadores republicanos (“Bruto” se llamó, así, tanto el primero como el último de los héroes republicanos, con casi 500 años de distancia). Tomando el nombre de Augusto, Octavio se convirtió de este modo en el primer emperador, mediante una estratagema diferente de la de César: en vez de ser proclamado dictador vitalicio, acumuló en su persona, una por una, lasdiversas magistraturas de la República haciéndose llamar princeps Senatus, príncipe o “principal” delSenado y, finalmente, “Augusto”. Imperator, en latín, significa “general”. El Imperio expresaría la supremacía de los generales, en lugar del equilibrio “civil” de la civitas republicana. Podría decirse entonces que, en tanto Atenas perdió el imperio por serle fiel a la democracia, Roma sacrificó la república para asegurar el imperio. Hasta el advenimiento de César y de Octavio Augusto, Roma era todavía, como se vio, una “república imperial”: republicana de cara a sus ciudadanos, imperial de cara a sus colonias. A partir del Imperio, ya no hubo ciudadanos que merecieran el nombre de tales: todos, los romanos y los que no lo eran, pasaron a ser súbditos de una estructura vertical aun cuando Julio César les diera a unos y a otros el título nominal de “ciudadanos”. ¿Se puede ser, acaso, ciudadano de un imperio? De nada valió que Bruto asesinara en el año 44 antes de Cristo a Julio César en nombre de la libertad: Octavio Augusto, finalmente, lo reivindicaría, venciendo a otro “cesarista”, Marco Antonio, aliado a su vez con la emperatriz egipcia Cleopatra, cuyo trono descendía directamente de Ptolomeo, uno de los generales de Alejandro Magno. El Imperio Romano produjo tal impresión en Occidente que aun después de que cayera el Imperio Romano de Occidente en el año 476 después de Cristo, hubo reiterados intentos, de Carlomagno a Napoleón, por restaurarlo. Pero en los siglos XVII y XVIII comenzó la contraofensiva de lo que llamamos la “democracia contemporánea”. ¿Pero a cuál de sus antecesoras nos referiremos al hablar de ella? ¿A la democracia ateniense o a la República Romana?
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