Soledad Loaeza
Hasta ahora, buena parte de las encuestas de intención de voto para el año que comienza prometen al PRI una mayoría legislativa; es probable que también retenga las gubernaturas de Campeche, Colima, Nuevo León y Sonora, e incluso que recupere Morelos.
Si estos resultados se confirmaran, estaríamos ante una prueba contundente de la desilusión mexicana con la democracia. El regreso del PRI no sería un episodio más de alternancia en el poder, sino la expresión del desencanto con una experiencia que los priístas esperan que quede reducida a la condición de mero paréntesis. Podrían interpretarlo de esa manera porque es muy poco lo que han hecho para cambiar. Su partido es el mismo de antes de 2000; las caras son las mismas, incluso entre los más jóvenes, que en lugar de abrir las ventanas, sacudir y barrer la casa, se han limitado a asumir los usos y costumbres de sus mayores, y ahora se les parecen tanto que son viejos prematuros. Enrique Peña se parece cada vez más a Joaquín Gamboa Pascoe, y Humberto Moreira a Carlos Jonguitud.
Tampoco han variado las prácticas de los priístas; peor que eso, el clientelismo y el patrimonialismo que en el pasado representaban la imagen de marca del PRI hoy en día son recursos generales a los que acuden todos los partidos, al igual que el pandillerismo con que pretenden resolver conflictos internos, como ocurría en los años 50, y como hicieron los adversarios de Patricia Mercado que ahora administran el Partido Socialdemócrata. Y si de ideas hablamos, las posturas de los priístas obedecen más a cálculos estratégicos que a objetivos precisos de gobierno y de administración.
No son pocos los ejemplos de encuestas cuyas predicciones resultan equivocadas, pero si el PRI regresa no traerá consigo ninguna certidumbre, a pesar de que su triunfo sería en buena medida producto de la desesperación ciudadana ante las intolerables incertidumbres que nos aquejan. Muchos de los que defienden este regreso aspiran a la predictibilidad del autoritarismo; se han olvidado del hartazgo con las incompetencias y la corrupción, de las crisis económicas que la destruyeron o de las complicidades criminales que sustentaban el orden público; aceptan, sin pensarlo mucho, la cantinela de que los priístas sí sabían hacer las cosas. Es decir, los hoy simpatizantes del PRI promueven la restauración no sólo de un partido, sino de todo un arreglo político, una de cuyas piezas centrales era el partido. Sin embargo, no se les ocurre exigirle que haga las reformas a que lo obligaban, primero, los escándalos de los 80 y de los 90, luego, la derrota, la competencia partidista y la emergencia de votantes activos.
Quienes ahora apoyan al PRI como un mal menor y sin mayores condiciones están favoreciendo a las corrientes más conservadoras de ese partido –que son también las más oscuras e inquietantes– y pierden de vista que, contrariamente a lo que esperan, la restauración sería desestabilizadora porque el antiguo partido hegemónico regresaría al poder en un entorno político muy distinto al del México de la segunda mitad del siglo XX.
Los dos soportes centrales del predominio priísta eran el Estado y el presidencialismo, y ambos han experimentado transformaciones profundas que difícilmente podrían ser revertidas. El fortalecimiento de los intereses privados y el ascenso de los gobernadores son dos de los factores que limitan el poder del gobierno federal y de las comisiones reguladoras y, por otro lado, el presidencialismo ya no es lo que era. Desafortunadamente, el accidentado paso del enamorado Vicente Fox por Los Pinos le causó más cambios que la democracia, al menos en términos de las percepciones públicas, porque demostró que para ser presidente no se necesita siquiera un certificado de sanidad mental. No en balde uno de los primeros cometidos del presidente Caderón ha sido la reconstrucción de la dignidad de la institución presidencial que despedazó la frivolidad del foxismo.
Si el PRI regresa e intenta restablecer una estructura centralizada del poder, como es previsible, en vista de que no hay señales de que haya aprendido otra cosa, habrá conflictos con los demás partidos, con los gobernadores, entre los gobernadores, con los legisladores, entre los legisladores, por mencionar sólo algunos. La ambicionada certidumbre estaría todavía más lejos de nuestro alcance.
El regreso del PRI no sería una restauración, sino el estrepitoso final de ese partido que hemos estado esquivando durante casi una década.
Hasta ahora, buena parte de las encuestas de intención de voto para el año que comienza prometen al PRI una mayoría legislativa; es probable que también retenga las gubernaturas de Campeche, Colima, Nuevo León y Sonora, e incluso que recupere Morelos.
Si estos resultados se confirmaran, estaríamos ante una prueba contundente de la desilusión mexicana con la democracia. El regreso del PRI no sería un episodio más de alternancia en el poder, sino la expresión del desencanto con una experiencia que los priístas esperan que quede reducida a la condición de mero paréntesis. Podrían interpretarlo de esa manera porque es muy poco lo que han hecho para cambiar. Su partido es el mismo de antes de 2000; las caras son las mismas, incluso entre los más jóvenes, que en lugar de abrir las ventanas, sacudir y barrer la casa, se han limitado a asumir los usos y costumbres de sus mayores, y ahora se les parecen tanto que son viejos prematuros. Enrique Peña se parece cada vez más a Joaquín Gamboa Pascoe, y Humberto Moreira a Carlos Jonguitud.
Tampoco han variado las prácticas de los priístas; peor que eso, el clientelismo y el patrimonialismo que en el pasado representaban la imagen de marca del PRI hoy en día son recursos generales a los que acuden todos los partidos, al igual que el pandillerismo con que pretenden resolver conflictos internos, como ocurría en los años 50, y como hicieron los adversarios de Patricia Mercado que ahora administran el Partido Socialdemócrata. Y si de ideas hablamos, las posturas de los priístas obedecen más a cálculos estratégicos que a objetivos precisos de gobierno y de administración.
No son pocos los ejemplos de encuestas cuyas predicciones resultan equivocadas, pero si el PRI regresa no traerá consigo ninguna certidumbre, a pesar de que su triunfo sería en buena medida producto de la desesperación ciudadana ante las intolerables incertidumbres que nos aquejan. Muchos de los que defienden este regreso aspiran a la predictibilidad del autoritarismo; se han olvidado del hartazgo con las incompetencias y la corrupción, de las crisis económicas que la destruyeron o de las complicidades criminales que sustentaban el orden público; aceptan, sin pensarlo mucho, la cantinela de que los priístas sí sabían hacer las cosas. Es decir, los hoy simpatizantes del PRI promueven la restauración no sólo de un partido, sino de todo un arreglo político, una de cuyas piezas centrales era el partido. Sin embargo, no se les ocurre exigirle que haga las reformas a que lo obligaban, primero, los escándalos de los 80 y de los 90, luego, la derrota, la competencia partidista y la emergencia de votantes activos.
Quienes ahora apoyan al PRI como un mal menor y sin mayores condiciones están favoreciendo a las corrientes más conservadoras de ese partido –que son también las más oscuras e inquietantes– y pierden de vista que, contrariamente a lo que esperan, la restauración sería desestabilizadora porque el antiguo partido hegemónico regresaría al poder en un entorno político muy distinto al del México de la segunda mitad del siglo XX.
Los dos soportes centrales del predominio priísta eran el Estado y el presidencialismo, y ambos han experimentado transformaciones profundas que difícilmente podrían ser revertidas. El fortalecimiento de los intereses privados y el ascenso de los gobernadores son dos de los factores que limitan el poder del gobierno federal y de las comisiones reguladoras y, por otro lado, el presidencialismo ya no es lo que era. Desafortunadamente, el accidentado paso del enamorado Vicente Fox por Los Pinos le causó más cambios que la democracia, al menos en términos de las percepciones públicas, porque demostró que para ser presidente no se necesita siquiera un certificado de sanidad mental. No en balde uno de los primeros cometidos del presidente Caderón ha sido la reconstrucción de la dignidad de la institución presidencial que despedazó la frivolidad del foxismo.
Si el PRI regresa e intenta restablecer una estructura centralizada del poder, como es previsible, en vista de que no hay señales de que haya aprendido otra cosa, habrá conflictos con los demás partidos, con los gobernadores, entre los gobernadores, con los legisladores, entre los legisladores, por mencionar sólo algunos. La ambicionada certidumbre estaría todavía más lejos de nuestro alcance.
El regreso del PRI no sería una restauración, sino el estrepitoso final de ese partido que hemos estado esquivando durante casi una década.
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