jueves, 8 de noviembre de 2007

Semblanza y correspondencia de Juárez


Juárez y la Intervención

Éste, sin embargo, con el apoyo de una minoría de generales indignos y tratando de salvar sus viejos privilegios a costa de la propia autonomía de México, llegó a la medida increíble de importar un poder extranjero. Y mientras Juárez expresaba al Congreso su voluntad firmísima de que la revolución produjera los esperados frutos de paz y prosperidad, y su propósito de seguir desempeñando su doble tarea de combatiente de la ley y magistrado de la nación, en Europa se concertaban las alianzas y se ponía el precio de una corona a la traición.
Debemos recordar que en aquella intervención injusta dos de las naciones aliadas, Inglaterra y España, hicieron desistir a sus gobiernos de participar en la monstruosa agresión a nuestra soberanía, y se retiraron, según la declaración del general Prim:
Porque es evidente, para los que vemos las cosas de cerca, que el partido reaccionario está casi aniquilado hasta el punto que en cerca de dos meses que estamos en este país, no hemos observado muestra alguna de la existencia de semejante partido. Es cierto que Márquez, a la cabeza de algunos centenares de hombres, sigue desconociendo la autoridad del presidente Juárez, pero su actitud no es la de un enemigo que ataca, sino la de un proscrito que se oculta en los montes.
Quedaba solamente la codicia invasora de Napoleón III y el ejército de la Francia imperial.

Juárez y el Imperio

Al abrir sus sesiones el Congreso, el 15 de abril de 1862, Juárez informaba a su pueblo:
Por azarosa que sea la lucha a que el país es provocado, el gobierno sabe que las naciones tienen que luchar hasta salvarse o sucumbir cuando se intenta ponerlas fuera de la ley y arrancarles el derecho de existir por sí mismas y de regirse por voluntad propia.
A su resolución de defender la soberanía de la patria se unió todo el pueblo. La intervención tuvo así la virtud de convertir el pensamiento liberal mexicano en una bandera en marcha, y la Constitución de 1857, contra la que levantaron los traidores las armas de un ejército invasor, fue en las manos patricias de Benito Juárez un evangelio que camina.
Y Juárez cruzó el territorio nacional levantando multitudes a nombre de la libertad. Y él, un héroe sin armas, sobrevivió a todos los calvarios de la justicia y a todas las crucifixiones de la paz, hasta asistir a la más humana, la más heroica resurrección de la ley.
Castelar anticipó su victoria en el fulgor de una hermosa profecía:
Miradlo perseguido, acosado, sin recursos, con las fuerzas de Francia en su contra; desafiándolo todo con frente erguida, iluminado por los resplandores de la conciencia, mientras que el remordimiento cubre de negras sombras las frentes de los vencedores. Estamos seguros de que, si el príncipe Maximiliano va a México, mil veces el recuerdo de Juárez turbará sus sueños y comprenderá que mientras haya un hombre tan firme, no puede morir la democracia en América.
No se engañó el genio de Castelar. Maximiliano, sirviendo a la codicia de Napoleón, cruzó el mar y empuñando un falso cetro de emperador vino a nuestro suelo.
Al desembarcar en Veracruz, en 1864, tan fría fue la acogida de la gente que los ojos de la emperatriz se arrasaron de lágrimas.
¡Qué falsas sonaban las palabras de su primer manifiesto: "Mexicanos, vosotros me habéis deseado"! Pronto supo la verdad, pero la ambición lo tenía preso. Impaciente, deseoso de imponerse, salió de la capital visitando las ciudades de la zona ocupada: Querétaro, Guanajuato, León, Morelia y Toluca. Llegó a vestirse con el traje nacional de los charros y a la temeridad de pronunciar en Dolores Hidalgo un discurso, tratando de ensayar el imposible injerto de la rosa de la Francia imperial en el viril y prolífico nopal de la insurgencia mexicana.
Entre tanto, el pueblo daba sangre y aliento a sus guerrillas. Siempre había nuevos brazos para rescatar el arma caída de los muertos; y los ejércitos de Juárez brotaban en todos los campos del territorio nacional.
La figura de Juárez fue creciendo, fue creciendo. Se afirma que un día un ciego lo detuvo para asegurarle que sin verlo contemplaba el sol de sus virtudes, porque hay cosas tan claras, decía humildemente, que hasta los ciegos las ven.
En Hidalgo del Parral los campesinos quisieron sustituir los caballos del coche, y hubieran arrastrado los tiros a no ser porque Juárez les hizo la prohibición formal de aquel homenaje indigno de los hombres libres.
En Chihuahua lo obligó el pueblo a visitar el sitio de la ejecución de Hidalgo y a pronunciar un discurso frente al monumento del libertador. Pero las manifestaciones de admiración no morían en nuestras fronteras: en Lima y en Santiago de Chile se organizaban manifestaciones de solidaridad para su causa; en Montevideo se acuñó una moneda con la efigie insigne de Zaragoza. El Congreso de Colombia lo declaró Benemérito de las Américas .
Al llegar a Juárez esta noticia, en el último extremo del país, en la población de Paso del Norte, que hoy lleva su nombre, escribió a su familia estas letras humildes:
He leído el decreto que me consagra el Congreso de Colombia. Yo agradezco este favor, pero no me enorgullece, porque reconozco que no lo merezco; realmente nada he hecho que merezca tanto encomio; he procurado cumplir con mi deber y nada más.
Y se fue acercando el día de la victoria. A medida que escaseaba el oro para comprar la fría voluntad de los indiferentes, crecía el tesoro de la fe republicana, improvisando tropas y muliplicando fusiles y fervores.
Abandonado por Napoleón, cuyo Imperio se hallaba amenazado por las fuerzas de Prusia, Maximiliano salió a dar el pecho a la batalla. Aquella expedición infortunada trajo consigo la caída de Querétaro. Con ella la derrota de Maximiliano y sus más intrépidos generales: Márquez, Miramón y Mejía. El archiduque fue condenado, junto con sus lugartenientes, a un consejo de guerra.
En vano Víctor Hugo, que había alentado a las tropas de Juárez en los fieros combates de Puebla, con estas palabras deslumbradoras:
Mexicanos: Tenéis razón en creer que estoy con vosotros; yo también lucho contra Napoleón III. Él representa a la Francia imperial y yo pertenezco a la Francia libertadora. Si de algo os sirve mi nombre, haced uso de él.¡Mexicanos: Resistid y sed terribles! ¡Lanzad a la cabeza de ese hombre el proyectil de la libertad!
Ahora ante la inminencia de la muerte de Maximiliano, Víctor Hugo escribía con frase conmovida:
¡Que este príncipe, que no adivinaba que era hombre, sepa que hay en él una miseria, el rey, y una majestad, el hombre! Jamás se ha presentado a vosotros una ocasión tan magnífica: Juárez, haced que la civilización dé un paso inmenso. Abolid sobre la faz de la tierra la pena suprema. ¡Que el mundo vea esa cosa prodigiosa! Que la nación, en el momento de aniquilar a su asesino vencido, reflexione que es hombre y le suelte y le diga: ¡Tú eres el pueblo como los otros; vete! Ésta sería, Juárez, vuestra segunda victoria. La primera, vencer a la usurpación, es magnífica. La segunda, perdonar al usurpador, es sublime.
Juárez, sin embargo, sabía que la bala dirigida a Maximiliano era el mismo proyectil de la libertad que Víctor Hugo pedía para la cabeza de Napoleón III. Y contestó aquel reclamo al responder a la misma súplica pronunciada en labios de una princesa arrodillada:
Aunque todos los reyes y todas las reinas del mundo estuvieran en vuestro lugar, no podría perdonarle la vida; no soy yo quien se la quita. son el pueblo y la ley los que piden su muerte; si yo no hiciese la voluntad del pueblo, entonces éste le quitaría la vida a él y aún tendría derecho para exigir la mía.
Al regresar triunfante a la ciudad de México, en su Manifiesto a la Nación, el 15 de julio de 1867, Juárez proclama su apotegma inmortal:
Entre los individuos, como entre las naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz.
La vida le permitió antes de morir expresar sus verdaderos sentimientos para Francia y ofrecer un gesto de ardiente fraternidad a su pueblo.
Cuando en 1870 vino el derrumbe de Francia a través del desastre de la guerra franco-prusiana, después de la entrega de Sedán y Metz, en que para siempre se eclipsó el Imperio de Napoleón III, aquel tirano de la augusta pequeñez, Juárez envió en mensaje firmado en unión de otros mexicanos. En la carta que acompañaba a su texto explicaba que aquel mensaje estaba
destinado por sus autores no sólo a transmitir al infortunado pueblo francés la expresión de nuestra admiración y buenos deseos, sino también, y sobre todo, a eliminar de su mente cualquier duda acerca de los sentimientos fraternales que animan a todos los verdaderos mexicanos hacia la noble nación a la que tanto debe la sagrada causa de la libertad y a la que nunca hemos confundido con el infame gobierno de Bonaparte. Si yo tuviese ahora el honor de dirigir los destinos de Francia -afirmaba Juárez-, no haría nada diferente de lo que hice en nuestro amado país desde 1862 a1867, a fin de triunfar sobre el enemigo. No grandes cuerpos de tropas que se mueven con lentitud, que es difícil alimentar en un país devastado, y que se desmoralizan fácilmente después de un descalabro, sino cuerpos de 15, 20 o 30 000 hombres a lo más, ligados por columnas volantes a fin de que puedan prestarse ayuda con rapidez, si fuere necesario; hostigando al enemigo de día y de noche, exterminando a sus hombres, aislando y destruyendo sus convoyes, no dándoles ni reposo, ni sueño, ni provisiones,ni municiones, desgastándose poco a poco, en todo el país ocupado; y finalmente, obligándole a capitular, prisionero de sus conquistas, o a salvar los destrozados restos de sus fuerzas mediante una retirada rápida. Esa es toda la historia de la liberación de México. Y si el despreciable Bazaine, digno sirviente de un emperador despreciable, quiere emplear el ocio que su odiosa traición le ha procurado, él es el más indicado para ilustrar a sus compatriotas sobre la invencibilidad de las guerrillas que luchan por la independencia de su país. Pero surge otra cuestión que para un país centralizado como Francia parece terrible. ¿Puede sostenerse París hasta que un ejército de socorro levante el bloqueo? ¿Y qué sucederá si París cae por hambre o es tomado por la fuerza? Bueno. Admitamos por un momento que París sufre la suerte de Sedán y Metz. ¿Qué sucederá después? ¿Acaso París es Francia? Políticamente, sí, durante los últimos 80 años. Pero hoy, cuando las consideraciones militares deben tener preferencia sobre las demás, ¿por qué la caída de París ha de llevar consigo necesariamente la caída de Francia? E inclusive si el rey de Prusia instala su corte en el Palacio de las Tullerías, que está saturado aún de la infecciosa enfermedad del bonapartismo, ¿porqué ha de desmoralizar esta fantasmagoría a dos o tres millones de ciudadanos armados para la defensa de su suelo, de un extremo del país a otro?Maximiliano estuvo en el trono de México durante cuatro años, pero eso no le salvó de purgar su crimen en Querétaro, en tanto que la soberanía nacional regresaba triunfante a la ciudad de Moctezuma. Durante esos cuatro años, cuando el único poder legítimo andaba errante como fugitivo del Río Grande al Sacramento, muchos patriotas probados, muchos que habían templado en la lucha contra la adversidad, empezaron a abrigar dudas sobre la eficacia de nuestros esfuerzos y a negar nuestra futura liberación. En cuanto a mí -y éste es mi único mérito-, ayudado por algunos patriotas indomables, mi fe no vaciló nunca. A veces, cuando me rodeaba la defección a consecuencia de aplastantes reveses, mi espíritu se sentía profundamente abatido. Pero inmediatamente reaccionaba, recordando aquel verso inmortal del más grande de los poetas: "¡Ninguno ha caído, si uno solo permanece en pie!"
En esa misma carta anunciaba Juárez el envío de 600 veteranos de la lucha por la Independencia, que debían incorporarse a las fuerzas del glorioso Garibaldi. Empero, ya no tuvo cumplimiento su rasgo generoso, pues Francia capituló en París.
París proclamó la Comuna para salvar a la República, pero la Comuna fue proscrita; y sus verdugos, para ahuyentar el peligro del socialismo en Europa, sacrificaron a más de 500 000 comuneros, entre mártires y deportados.
Esta revelación de Benito Juárez, en la carta consignada en las vibrantes páginas de Roeder, da claro testimonio de dos cosas: el amor que sentía a los principios de libertad, igualdad y fraternidad de la Revolución francesa, que para él significaban como han significado para todos los héroes de la humanidad, la primera batalla por alcanzar la democracia, aspiración suprema de la cultura política de los hombres y de los pueblos libres. Y señalan su profunda fe en la provincia mexicana, en donde él encontró el aliento y la fuerza de los pueblos olvidados y las ciudades humildes, cuna de todo heroísmo y toda tradición, ya que como lo aseguró bellamente un joven orador de nuestro partido, en México no ha sido la patria madre de la provincia, sino la provincia, madre humilde y eterna de la patria.

Semblanza y correspondencia de Juárez
Fondo de Cultura Económica

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