Arnaldo Córdova
Nacionalidad y ciudadanía en México
El Estado se instituye por voluntad de sus ciudadanos y para la protección de los mismos y de los suyos. Eso es lo que reza el artículo 39 de nuestra Constitución y es el modo en el que todos los Estados del mundo deben justificarse. Si, de acuerdo con ese artículo, la soberanía reside en el pueblo y éste decide crear el Estado, a nadie se le ocurriría que quiere dar vida a una potencia enemiga que lo va a esclavizar o a limitar en sus derechos. La nacionalidad, haber nacido como parte de la nación mexicana, y la ciudadanía, volverse miembro con plenos derechos del pueblo mexicano, el cuerpo político que crea al Estado, no dependen del Estado creado, sino de su creador, el pueblo mediante el pacto fundador.
De acuerdo con este principio, según la letra y el espíritu del 39, la nacionalidad no la otorga el Estado creado, sino la Nación, que es el conjunto de los individuos que han nacido de ella o en su territorio o se han ligado a ella y lo decide el pueblo fundador. Si se está de acuerdo con ello, la nacionalidad es un derecho que no puede perderse jamás. Se adquiere de tres modos: por haber nacido de connacionales; por haber nacido en el territorio de la Nación, o por haber decidido unirse a esta nación. Pero está claro que, en ningún caso, puede perderse ni ser objeto de excepciones. El pueblo mexicano no permite (y su Constitución lo establece) ninguna excepción a este principio. El artículo segundo dispone, incluso, que cualquier extranjero esclavo que venga al territorio nacional alcanzará la libertad y la protección de su Constitución y de sus leyes. El Estado nace para proteger y garantizar la nacionalidad.
La ciudadanía está ligada en todo momento a la nacionalidad, con independencia de cómo ésta se adquiera y, como ella, no puede perderse. En esto la doctrina sufre de innumerables confusiones. La ciudadanía puede ser limitada e incluso suspendida, pero perderla significaría la anulación de lo instituido en el artículo 39. No ejercer los derechos ni cumplir con las obligaciones que implica la ciudadanía no debería significar perderla. Si se incurre en violaciones de la ley, es el mismo estatuto de ciudadanía el que obliga a pagar por la falta; pero deducir de ello que la ciudadanía se pierde va en contra del espíritu protector de nuestra Carta Magna. El delito de traición a la patria siempre ha sido dificilísimo de tipificar como tal y, cuando se comete, se debe pagar por él; pero sostengo que ello no implica perder la ciudadanía.
Es lamentable que la Constitución esté llena de despropósitos y de pifias que a ningún legislador, desde 1857, le ha parecido sensato corregir. Mientras el artículo 38 impone que la ciudadanía se suspende por no cumplir con las obligaciones que dicta el 36, este precepto, por ejemplo, obliga a inscribirse en el catastro de la municipalidad dando cuenta de la propiedad u ocupación. A nadie se le ocurrió pensar en quienes no tienen propiedad ni ocupación cierta. También obliga a alistarse en algo llamado, desde 1857, “Guardia Nacional” y que jamás ha existido. Asimismo, votar en las elecciones (creo que en las recientes elecciones de Hidalgo más de la mitad de los hidalguenses tiene suspendida su ciudadanía).
Los derechos y prerrogativas de que habla el 38 los instituye el 35: votar y ser votado, asociarse políticamente, tomar las armas en el Ejército o en la Guardia Nacional para defender la República y sus instituciones, y ejercer en todo negocio el derecho de petición. Suspender un derecho quiere decir que por un tiempo (la suspensión es siempre temporal) no puede ejercerse. Ninguna ley nos dice nada al respecto con toda claridad y ni la Corte ha sido certera al definir lo que es la suspensión. ¿Qué tipo de faltas implica el no ejercer esos derechos, porque a nadie se le ocurriría decir que son delitos? Lo peor es que en ningún lado están tipificadas y la famosa suspensión no hay quien la dicte o la ejecute.
Lo más detestable para mí ha sido, desde que empecé a estudiar la carrera de derecho, la prepotente y ridícula xenofobia que se entrevera en nuestros textos constitucionales sobre nacionalidad y ciudadanía. Cuando llevé mi curso de derecho constitucional (1958), mi maestro, Jesús Ortega Calderón (un constitucionalista que me hizo amar la materia desde entonces), nos pidió un ensayito de unas seis o siete cuartillas sobre un tema de la Carta Magna. Yo escogí el de nacionalidad. Recuerdo que escribí: “Es una soberana indecencia que la nacionalidad y los derechos de ciudadanía se definan por un simple acto de fornicación”. Mi maestro me puso seis, en castigo, me dijo, porque yo no entendía nuestra historia patria ni que no podíamos entregar el poder a los extranjeros.
Claro que yo tenía un interés personal en ello: por aquellos años mis mejores amigos eran compañeros estudiantes de Guatemala y Venezuela que habían huido de la dictadura y llegado a Morelia. Y lo sigo teniendo: un día de 1977, estábamos mi esposa, yo y nuestros pequeños hijos en la salita de nuestra casa (mi hijo tenía cinco años y mi hija uno y medio). Ellos jugaban y se divertían. A un cierto punto, le dije a mi esposa, mirando a mi hijo: “¿Sabes que él no podrá ser presidente de México?” (ahora ya lo puede ser). Mi esposa me miró fijamente y me dijo: “¿Para qué demonios querría yo que mi hijo fuera presidente de un país que es xenófobo y, a la vez, malinchista y racista?” Mi amada me dejó frío, pero tuve que reconocer que ella decía la verdad.
El artículo 34 de nuestra Constitución está bien. Son ciudadanos mexicanos los que teniendo la calidad de mexicanos (artículo 30), hayan cumplido 18 años y tengan un modo honesto de vivir. El problema surge cuando se empieza a definir los derechos políticos de ellos. El 55, el 59 y el 95 dictan que para ser diputado, senador o ministro de la Corte se requiere ser mexicano por nacimiento; el 82 dice que para ser presidente de la República se requiere haber nacido en el país de padre o madre mexicanos. Todas las legislaciones de los estados y hasta nuestras instituciones universitarias y de educación superior reproducen tales requisitos. Para ser presidente de la República, además, hay que haber vivido 20 años seguidos en el país. Parece que Calderón no cumplió con ello.
Cuando pienso en los cientos de amigos mexicanos entrañables que tuvieron la suerte de nacer en el extranjero, maldigo esa apestosa xenofobia en la que hemos vivido todo el tiempo y no hay agresión histórica a nuestra patria que la pueda justificar. Además, mi esposa tenía razón: somos unos malinchistas que adoramos lo que percibimos como un modelo en el extranjero, en especial el gringo. De nuestra idiosincrasia racista ni para qué hablar. A los que andan preocupados por la nacionalidad de Juan Camilo Mouriño les debería dar vergüenza. ¿Por qué no indagan si ese sujeto ha violado nuestras leyes migratorias y dejan de estar jodiendo con eso de querer saber qué madre lo parió?
http://www.jornada.unam.mx/2008/02/24/index.php?section=opinion&article=016a1pol
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