domingo, 3 de febrero de 2008

El abandono de la defensa nacional

Jorge Luis Sierra
1 de febrero de 2008
El gobierno mexicano está aplicando una estrategia cuidadosa y detallada de relaciones públicas y mercadotecnia para vender la idea de que los militares están entregando resultados plausibles en la lucha contra el narcotráfico, y que vale la pena plasmar esa imagen en la política de seguridad pública de todo el sexenio.

El contenido del mensaje gubernamental es que la fuerza militar, aplicada de manera rápida y sistemática, tiende a mermar las estructuras de mando y a desorganizar las operaciones de los cárteles del comercio ilegal de drogas, incluidas las acciones de lavado de dinero.

La difusión de este mensaje ocurre en el contexto de una vorágine de despliegues rápidos, escaramuzas con narcotraficantes, destrucción de supuestas casas de seguridad y detenciones de personajes notorios de la delincuencia organizada como Alfredo Beltrán Leyva, El Mochomo, supuesto líder del cártel de Sinaloa, o Alfredo Araujo Ávila, El Popeye, presunto sicario de los hermanos Arellano Félix.

¿Qué tanto afectarán al narcotráfico estos movimientos militares?

Aunque resulta difícil y prematuro saberlo con exactitud, la experiencia de las últimas dos décadas nos arroja evidencias de que las operaciones del Ejército y la Armada tienen un impacto muy limitado en profundidad, alcance y duración.

El primer obstáculo que tiene el gobierno proviene de la capacidad de regeneración que tienen estas organizaciones criminales. Mientras más conspicuos son los narcotraficantes, menos importancia suelen tener ellos en las estructuras de mando de la delincuencia organizada.

El arresto espectacular de personajes que han perdido importancia en la escala jerárquica criminal implica que el gobierno camina muy atrás de los narcotraficantes, pero intenta dar la imagen contraria.

Abundan ejemplos de esto: cuando Juan García Ábrego fue detenido, estaba casi retirado del mando del Cártel del Golfo.

Benjamín Arellano Félix, uno de los supuestos líderes del cártel de Tijuana, estaba en pijama y se disponía a dormir cuando lo arrestaron las fuerzas especiales del Ejército.

Carlos Landín Martínez, supuesto “jefe de piso” del cártel del Golfo en Reynosa, estaba comprando melones en un supermercado de McAllen, Texas, cuando lo detectó un agente de la DEA que estaba en su día franco.

El segundo obstáculo proviene de las propias fuerzas del gobierno. Los comandantes policiacos y militares de campo, que son los que enfrentan todos los días a los narcotraficantes en sus propios territorios, se preguntan a menudo cuánta voluntad política existe en el gobierno cuando la entrega de información precisa sobre la ubicación de los líderes del narcotráfico no es seguida de un operativo inmediato para detenerlos.
Lo mismo sucede con los grupos de inteligencia del país. La información detallada sobre los líderes, prácticas, estructuras de organización y ubicación de cuarteles y casas de seguridad de las bandas del narcotráfico no se traduce de inmediato en políticas sólidas para combatirlas.

En ese sentido, la detención de Beltrán Leyva no implica necesariamente que el gobierno haya asestado un golpe significativo e irreparable a la alianza regional de narcotraficantes que predomina en Sinaloa, Sonora y Chihuahua y que encabeza, presuntamente, Joaquín Guzmán Loera, El Chapo.

Desde la fuga de este narcotraficante hace siete años, la estructura de mando visible de esa organización criminal ha permanecido intacta, lo que contrasta con el empeño aparente que los gobiernos del presidente Vicente Fox y ahora el de Felipe Calderón han puesto en el desmantelamiento del liderazgo tradicional de los cárteles de Tijuana y el Golfo.

Pero el problema parece ir más allá de una política gubernamental diferenciada y selectiva en materia de narco-tráfico y su contraste con el discurso oficial. El tema más bien tiene que ver con la forma en la que el gobierno administra la política de seguridad y el legado que está dejando a otros gobiernos y a otras generaciones.

Aunque en la retórica oficial el gobierno está justificando el empleo de las Fuerzas Armadas como el único recurso posible y confiable contra organizaciones criminales, en la práctica no entrega a las instituciones militares los recursos suficientes como para que éstas puedan cumplir, además de la encomienda de detener a los narcotraficantes, con el compromiso de prepararse para defender la seguridad externa del país.

Ninguna de las tres Fuerzas Armadas del país parece estar preparada para sostener un conflicto armado de larga duración contra alguna fuerza externa.

Una buena parte de las aeronaves de la Fuerza Aérea y las unidades de superficie de la Armada de México son ya obsoletas para la guerra contemporánea, la vida útil del sistema de radares militares está llegando a su fin, y la fuerza terrestre sigue organizada para controlar el territorio nacional y enfrentar a amenazas internas.

Claro, podría argumentarse que México no tiene en el horizonte ninguna amenaza a su integridad nacional ni hipótesis de guerra con algún país vecino. En esa línea de pensamiento, puede resultar hasta pragmático enfocar a las Fuerzas Armadas en la defensa contra amenazas internas y el cumplimiento de tareas de seguridad pública y desarrollo social.

Sin embargo, esta política sólo conduce a la reducción paulatina del Ejército a una policía militarizada, a la Armada en una precaria guardia costera y a la Fuerza Aérea en una colección de aviones en decadencia para fotografiar plantíos ilícitos y transportar a los narcotraficantes detenidos en el país.

¿Dónde queda entonces la necesidad de una fuerza militar quizá pequeña, pero con suficiente poder disuasivo para la defensa nacional?

jlsierra@hotmail.com

El autor ha escrito variso libros sobre seguridad y fuerzas armadas


Con información de: www.bentayga.org

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