Alejandro Nadal
El primero de noviembre de 1755 un violento terremoto destruyó la mayor parte de Lisboa. Murieron unas 60 mil personas por el colapso de casas y edificios, el tsunami que siguió al sismo y los voraces incendios que acabaron con lo que quedaba de la ciudad.
La catástrofe estremeció la conciencia de la Ilustración europea y provocó un debate apasionado entre Voltaire y Rousseau. En “Poema sobre el desastre de Lisboa” y en su Candide, Voltaire arremetió contra las ideas de la Iglesia sobre la bondad infinita de la voluntad de Dios: ¿cómo podría permitir semejante desolación un Dios, por más alejado que estuviera de la administración detallada de los asuntos terrenos? Rousseau, por su parte, argumentó que la catástrofe era más bien el resultado de decisiones humanas. En una carta le explica: “Si los residentes de esa gran ciudad hubieran estado mejor distribuidos y la densidad de las construcciones hubiera sido menor, las pérdidas humanas hubieran sido insignificantes”.
Rousseau estaba adelantándose al concepto de vulnerabilidad. Pero esa palabra puede resultar engañosa. Se sabe, por ejemplo, que la pobreza aumenta la vulnerabilidad, pero la negligencia juega frecuentemente un papel más importante. Los ejemplos se multiplican y la catástrofe de Tabasco es quizás el arquetipo de desastre que tiene escritas las palabras negligencia y corrupción por todos lados. Negligencia y corrupción de gobernadores, elite adinerada, legislaturas locales, y hasta la clase política en el centro del país que comparte décadas de descuido frente a los problemas nacionales.
¿Qué diría Rousseau si pudiera ver que en 1999 se produjo un ensayo general de esta catástrofe y que los responsables prefirieron no hacer nada? Hubiera pasado de la vulnerabilidad a la negligencia rápidamente, ya que las probabilidades de que estas inundaciones alcanzaran la dimensión actual eran significativas y todos lo sabían. Pero el riesgo y el peligro nunca fueron integrados en los planes de inversiones sobre manejo de sistemas hidráulicos, localización de asentamientos humanos, actividades productivas u obras de infraestructura. Ahora el inventario de costos económicos da una idea de la insignificancia del gobierno para enfrentar la emergencia.
Según las cuentas del gobierno de Tabasco, el costo de las inundaciones es de alrededor de 2 mil millones de dólares. Quién sabe qué criterios utiliza el gobierno de Tabasco para realizar este cálculo, pero al mismo tiempo el gobernador de la entidad, Andrés Granier, afirma que esta catástrofe es peor que la provocada por el huracán Katrina en Nueva Orleáns en agosto de 2005.
Ya que el gobernador invita a utilizar el desastre de Katrina como referencia, es interesante examinar con detenimiento los costos de aquel suceso. Para esa tragedia, la administración de Bush ha solicitado al Congreso 10 mil 500 millones de dólares, lo que ha convertido al desastre de Nueva Orleáns en la catástrofe más costosa en la historia de Estados Unidos. Y esa cantidad sólo incluye costos de limpieza y reconstrucción de infraestructura; no abarca los gastos por la suspensión temporal de exportaciones de granos y otros productos básicos a raíz de la destrucción de instalaciones portuarias, ni el costo cubierto por los habitantes de la ciudad para reparar sus casas o el de los empleos perdidos.
Entonces es extraño que Granier afirme que Tabasco es “peor que Nueva Orleáns”, cuando el costo de Katrina es 10 veces superior a lo que estima el mandatario estatal. Definitivamente, los gobernantes no saben de qué hablan.
Frente a la tragedia humana, interrogarse sobre los costos económicos parece odioso. Pero la pregunta es importante porque se relaciona con la mitigación de daños y la rehabilitación. Y el costo en Tabasco se anuncia colosal si se toman en cuenta los siguientes rubros: destrucción en obras de infraestructura (red carretera, puentes, líneas de ferrocarril, red de alcantarillado y manejo hidráulico, líneas de energía, etcétera), pozos y oleoductos, lo que se deja de producir y exportar, la destrucción de capital en empresas y en el campo, empleos perdidos, escuelas, hospitales y sanatorios severamente dañados, así como la destrucción de viviendas. El fondo de 200 millones de pesos anunciado por Felipe Calderón y las estimaciones del gobierno local son irrisorios frente a las dimensiones del desastre.
Para rematar, el gobierno federal anunció una amnistía fiscal para Tabasco. Dicha “amnistía” parece limitarse al pago del impuesto al valor agregado y a una parte de las deudas de los tabasqueños con la Comisión Federal de Electricidad. Hubiera sido mejor aplicar el régimen de cero impuestos que se asigna a las ganancias en la Bolsa de Valores.
Pero además de insuficiente, lo más revelador es el lapsus involuntario: una amnistía es el olvido de un delito político. Quizás para el gobierno federal los causantes son algo equiparable a un delincuente político que debe purgar una pena pagando impuestos. Hay algo de cierto en esta fórmula y Tabasco es la prueba. Pero el único delito de la ciudadanía es haber soportado ser rehén de gobiernos corruptos tanto tiempo.
La Jornada 07 de noviembre del 2007
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