miércoles, 22 de agosto de 2007

La expulsión de Rigoberta Menchú no es un hecho del martes sino de cinco siglos de exclusión indígena en América

Hoy publican los medios el “lamentable error” cometido por el personal de seguridad del hotel Coral Beach, de Cancún, al expulsar por la fuerza a la Premio Nobel de la Paz y candidata presidencial guatemalteca Rigoberta Menchú, de la sala de recepción de este hotel de cinco estrellas.

La también líder indígena asistía como invitada especial del presidente mexicano, Felipe Calderón, a la asamblea de la Asociación Nacional de Agua Potable y Saneamiento, inaugurada por el propio mandatario en el Centro de Convenciones de esa ciudad balneario.

Dicen los medios que la seguridad del hotel “la confundió con una vendedora ambulante” por llevar la vestimenta que la caracteriza, típica de su cultura Maya, una de las tres grandes civilizaciones que florecían en América a la llegada de los europeos.

El hecho no puede verse con la candidez de un “lamentable error”, sino como una práctica discriminatoria habitual en nuestros países americanos, para hablar solo de esta parte del mundo. El suceso no es nuevo. Desde hace quinientos años los habitantes originales de estos pueblos han sido condenados a la desatención y la miseria. Esa “raza original, fiera y artística “de la que habló José Martí, no ha sentido sobre su vida cotidiana los efectos de los cambios políticos que se han sucedido desde el proceso independentista iniciado en 1810 por nuestros libertadores. Para ellos la discriminación de la colonia no era peor que la discriminación de la república, y el avance criminal de la modernidad ha endurecido su existencia.

La “confusión” con Rigoberta no es sino el sempiterno sentimiento de rechazo a ese ser natural, tan común en nuestras calles americanas, que vestido de Maya o de Wayuu, de Aymara o Quechua, desanda estos tiempos echándonos en cara cada día con su sola presencia, nuestra culpa mayúscula por su sufrimiento. Ver un crimen en silencio es cometerlo, no protestar por estas discriminaciones abominables es hacerse cómplice de los discriminadores.

En 1891, José Martí hablaba de los efectos nefastos que traería para esta repúblicas de indios, el desprecio al indio. “del mismo golpe que paralizó al indio, se paralizó América. Y hasta que no se haga andar al indio, no comenzará a andar bien la América”, profetizaba el Maestro cubano desde Nueva York, en su artículo Nuestra América.

Los tiempos que corren apuntan hacia la reivindicación indígena, la protección de sus culturas, no como una obra de caridad sino como una necesidad espiritual de estos pueblos, y también como un acto de elemental justicia. El ascenso del líder cocalero boliviano Evo Morales a la presidencia de su país marcó un nuevo hito en la lucha ininterrumpida por el respeto a la cultura indígena, que no ha sido nunca una lucha exclusiva de esos pueblos. Muchas personas honradas se han solidarizado siempre con esa causa y le han dedicado sus vidas. Intelectuales desde José Martí hasta José Carlos Mariátegui y su socialismo indoamericano, han puesto su pluma al servicio del derecho indígena.

Sin embargo las sociedades egoístas diseñadas para que el hombre no sea amigo del hombre sino un competidor, para que no sea un ciudadano sino un consumidor, han sembrado hondo a través de la práctica social cotidiana la discriminación y el rechazo a lo indígena como algo inferior, arcaico, seres destinados a vivir en la última categoría hasta su extinción definitiva en el tiempo.

La expulsión de la líder indígena puede no ser un acto político, pero su trascendencia es aún mayor porque es un acto cultural, que pone al descubierto sin cortapisas ni eufemismos el daño psicológico que a nuestros ciudadanos han causado tantos años de discriminación asumida como algo natural. Pensemos con mente positiva y asumamos que tal vez los hombres de la seguridad del hotel Coral Beach no sean malos ciudadanos, acaso para ellos al expulsar a una “indígena vendedora ambulante” estaban realizando un acto legítimo, no solo al proteger la propiedad a ellos confiada, sino –y esto es lo peor—al mantener alejada “en el lugar que le corresponde” a esta mujer indígena.

El hecho, que no es nuevo ni exclusivo de México, es una alerta a la ciudadanía americana y a los defensores de la democracia, esa para la que todos los seres humanos tenemos los mismos derechos. No se puede llamar demócrata, de izquierda o revolucionario en estos tiempos, quien no sienta también en su mejilla el golpe que recibe cada día en cualquier parte la mejilla indígena, y se levante para condenarlo.

Fuente: Kaos en la Red

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