xJorge Gómez Barata* tomado de APIAVirtual.
Al poner a disposición de Estados Unidos siete bases militares, el presidente colombiano Álvaro Uribe introduce de contrabando a la única superpotencia del planeta en el balance de fuerzas sudamericano, dañando delicados equilibrios geopolíticos y de seguridad en una región en la cual, a diferencia de lo que ocurre en Europa y Norteamérica, los militares son un factor político.
En coyunturas como las actuales, ante reales o hipotéticos peligros, los militares reaccionan siempre de la misma manera: se arman, se atrincheran y ponen los dedos en los gatillos. El verdadero peligro no radica en el desencadenamiento de una carrera armamentista sino en un redimensionamiento del militarismo.
El militarismo latinoamericano es resultado de deformaciones estructurales introducidas por siglos de colonización y de circunstancias políticas que otorgaron un desmesurado papel a los institutos armados en la estructura estatal; circunstancia favorecida por la debilidad de las instituciones civiles. La conquista convirtió a los ejércitos foráneos en el más influyente, y visible de los componentes de las administraciones coloniales y al jerarca militar en una figura asociada a la autoridad, el poder y la riqueza. Recreada a lo largo de siglos, esa imagen se integró a una cultura en la cual la fuerza y el poder prevalecían sobre la razón y el consenso.
La dominación colonial, basada en la rapiña y el saqueo dio lugar a que, tanto los descendientes de españoles asentados en las indias como los criollos, reclamaron cuotas de poder e independencia. El rechazo de la Corona Española a las opciones políticas pacificas, dio lugar a que las luchas por la independencia en América Latina asumieran la forma de prolongadas, destructivas y letales guerras. Las campañas de Bolívar, Sucre, San Martín, O′Higgins y más tarde las cargas al machete practicadas por el Ejército Libertador en Cuba, se inscribieron en los anales del pensamiento militar occidental.
No obstante su papel en a forja de las nacionalidades y como elemento cohesionador de las nuevas naciones y de servir como escenario propicio para exponer el valor, el talento y la fidelidad a ideales patrios aquellas guerras, al obligar a los próceres y forjadores de nuestras naciones a convertirse en generales y mariscales, más habituados a mandar y a ser obedecidos que a elaborar consensos y practicar la democracia, contribuyeron a acentuar la preponderancia de los militares.
En la hora de la independencia, cuando ya los precursores habían muerto o no estaban en condiciones de luchar contra la corrupta política que nacía comprometida con mezquinos intereses internos y externos, las cúpulas castrenses se aliaron al clero y a los terratenientes para formar las oligarquías nativas, que en algunos sitios son beligerantes todavía.
Tal vez tales riesgos no existan en Europa y los Estados Unidos donde la madurez de las instituciones civiles limita el papel de los militares pero, en América Latina, gran paradoja radica en que, al crear poderosas fuerzas armadas, orgullosos de sus armas y de su fuerza, y elevar su autoestima política, los militares se envalentonan, creen que pueden gobernar mejor que los políticos y que ser demócrata es lo mismo que ser afeminado, convirtiéndose en un peligro, no solo para los países vecinos sino para el propio país, para los proyectos reformistas y revolucionarios y para las eternamente frágiles democracias latinoamericanas.
Si bien es cierto que desde hace algún tiempo no se han librado guerras entre diferentes estados latinoamericanos, no están lejanas las guerras de los militares contra sus propios países. Todavía los ex dictadores del Cono Sur que evolucionaron hacía el fascismo y que libraron una guerra de exterminio contra toda una generación avanzada y persiguieron a la izquierda hasta en los vientres de las luchadoras, caminan por las calles y pasean con sus nietos por los parques de Santiago de Chile, Montevideo, Buenos Aires, Brasilia, Río y Asunción. Los gorilas hondureños nos recuerdan que ese pasado no está muerto.
Desde ese punto de vista, no se trata sólo de darles dinero para que adquieran armas cada vez más caras y letales, sino de ganar conciencia de los límites y de averiguar si acaso los militares latinoamericanos han dejado de ser una casta privilegiada, inmune a la justicia ordinaria, capaz de evadir los mecanismos de control social del poder, situada al margen y por encima de la sociedad y determinar si están o no curados de su atávica propensión a mezclarse en la política y tratar de ejercer por su cuenta el poder político.
Sería interesante saber si las castas militares de Centro y Sudamérica han roto sus compromisos con las oligarquías y las burguesías y si su vocación de servicio incluye al pueblo llano y su compromiso con la democracia llega hasta tolerar la oposición al sistema e incluye el respeto devoto por leyes pensadas desde la alternativa y a instituciones civiles nuevas. El hecho de que algunas democracias para “tener a los militares tranquilos” en sus cuarteles y polígonos, opten por complacerlos y los dejan hacer, puede ser contraproducente.
Para la izquierda en el poder las soluciones no son fáciles pero los caminos trillados tampoco son la fórmula. Tal vez no queda otra alternativa que crear y sostener que los nuevos posicionamientos sociales implican un nuevo papel para las instituciones armadas; de lo contrario, con la mejor buena fe, se pueden estar criando cuervos.
*Jorge Gómez Barata (Camagüey 1946) - Periodista y profesor. Graduado del Instituto Pedagógico y colabo-rador de medios cuba-nos y extranjeros. En su columna, el autor incluye —además de artículos exclusivos para CubAhora (http://www.cubahora.cu) — materiales suyos publicados por el diario mexicano !Por Esto!, las emisoras ‘Radio Habana Cuba’ y ‘Radio Taíno’, y otros difundidos por la Agencia ecuatoriana ‘ALTERCOM’ y por la Agencia Rusa de Información ‘NOVOSTI’. Actualmente es Director Regional de la Agencia de Contrainformación ArgosIs-Internacional en la Rep. de Cuba (http://espanol.groups.yahoo.com/group/ArgosIs-RepCubana)…
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