La reforma en chacota y la reforma en serio
Arnaldo Córdova
El tema de la reforma del Estado, que todo mundo en la política activa y en la academia reconoce como un asunto crucial y decisivo para muchas acciones que se esperan del Estado y para un avance global e integral en el desarrollo del país, se ha convertido, por desgracia, en una mercancía barata y vulgar de la que todos hablan con el mayor desparpajo y la más insolente ignorancia. La mayor prueba de ello nos la ha dado el mismo presidente panista que, nadie sabe por qué, ha echado su cuarto a espadas asombrándonos con una propuesta de reforma del Estado que es una auténtica vacilada y, a final de cuentas, una tomadura de pelo.
Sobretodo, muchos se han preguntado, en especial en los círculos políticos, por qué Calderón presenta, así como así, una iniciativa de reformas a la Constitución para la reforma del Estado, cuando ingentes y gravísimos problemas económicos y de seguridad pública angustian a la nación. Surge la sospecha de que se trata de un pequeño distractor que el panista lanza en un frente que es del máximo interés para los ciudadanos para, simplemente, hacer que éstos se olviden de lo que más preocupa a la población, su bienestar económico y su seguridad personal. Si se tratara de propuestas que él hubiera ya ventilado con los diferentes grupos políticos del país y se ofrecieran como una respuesta a lo que todos desean, ello habría sido magnífico. Pero no hay nada ello. Se trata de una lamentable ocurrencia.
La iniciativa presidencial panista es ambiciosa en apariencia y sugiere la reforma de un gran número de preceptos constitucionales; no hay en ella, empero, algo que pueda identificarse como un común denominador o un objetivo que la unifique y le de sentido. Se ve que es un platillo preparado en especial para los priístas; pero se advierte a leguas que encierra un buen número de trampas mortales para la oposición de izquierda. El resultado es que todos la han visto con una profunda desconfianza. La iniciativa no se presenta con un orden jerárquico que pudiera darle coherencia a las propuestas y, ya en la misma exposición de motivos, se afirma que se responde a exigencias que han venido de todos lados. No se puede, por lo mismo, tratarla sistemáticamente, sino sólo entresacando algunos temas.
Desparpajada y sin orden, se puede adivinar, sin ninguna dificultad, que la iniciativa de Calderón ofrece un signo que es evidente y es que está formulada y presentada en clave totalmente antiizquierdista. En ciertos casos, con el fin claro de arrebatar a la izquierda algunas de sus demandas más emblemáticas, como las que se refieren a dar una mayor participación ciudadana en la política nacional; en otros, simplemente para crear un entramado que aísle a la izquierda y la reduzca a su mínima expresión, como en el asunto de la segunda vuelta. Los panistas saben muy bien qué significa para ellos la alianza histórica en un bloque de derecha con el PRI salinista. La reforma busca atraerlo y los priístas lo saben.
Ya habrá ocasión de discutir pormenorizadamente la iniciativa de Calderón. Por ahora bastará con fijarse en sus puntos esenciales y encontrar su segundo fondo que es muy evidente. Una carnada para los priístas, desde luego, es el asunto de la reelección. Por tradición histórica, siempre ha sido un bocado difícil de deglutir. Como dicen algunos, ellos han dado los mártires (recordad Obregón) y muchos de ellos todavía no han acabado de hacer cuentas con ese dificilísimo problema. La relección para ellos, en las condiciones actuales de caciquismo y feudalismo estatal (los gobernadores son los verdaderos dueños del poder priísta), es un regalo, porque, así, pueden profundizar aún más esa retacería política en la que hoy por hoy se funda su poder. Creo que más de uno sueña con ser diputado, senador o presidente municipal por doce años seguidos.
Todos los argumentos que se han esgrimido en favor de la relección, que da oportunidad a la especialización del trabajo parlamentario o que se pone en manos de los electores el decidir sobre un legislador electo que cumple o deja de cumplir con su tarea, premiándolo o castigándolo en ambos casos, o que, así, el legislador se ve obligado a rendir cuentas de su cometido, no son más que patrañas absolutamente estúpidas para dar juego a políticos logreros y corruptos que muy bien pueden desempeñarse con éxito sin necesidad de ser reelegidos. Para ser legislador (y yo lo fui) no se requieren demasiadas luces. Solamente el deseo de servir al pueblo, cosa de verdad harto rara.
La segunda vuelta es un recurso en un sistema democrático que da soluciones más o menos definitivas al consenso con el que un gobernante puede desarrollar su función. Pero el nuestro no es un sistema democrático tan evolucionado como para que podamos confiar del todo en las elecciones y en la institucionalidad de las fuerzas políticas que compiten por el poder. Somos un sistema, a la vez, plural y muy polarizado, lo que resulta extremadamente peligroso. Cuando hay un polo de derecha muy consolidado y beligerante como es el que forman priístas y panistas y, además, decidido a no dar entrada en una competencia leal a su oponente de izquierda, como ha podido verse, una segunda vuelta no representa ninguna oportunidad aceptable para la izquierda y acaba siendo una trampa que es absolutamente deleznable.
Con algunas excepciones, la izquierda es la única que ha hecho propuestas en torno a ciertas formas de democracia participativa del pueblo de los ciudadanos como el plebiscito, el referéndum, la revocación del mandato y la iniciativa ciudadana para proponer leyes. Ahora nos encontramos con que Calderón, sin saber realmente en qué consisten, propone espumosas formas de referéndum y de iniciativa popular. Todo lo que sea avanzar en la perspectiva de la democracia participativa, se ha dicho, sea bienvenido. Pues sea bienvenido, pero hay que señalar que el referéndum es una forma de participación que no tiene sentido sin la del plebiscito y, menos, sin la de la revocación del mandato de los gobernantes y funcionarios (tal vez Calderón tenga en mente lanzar un llamado al pueblo a pronunciarse sobre la punición del aborto o la legitimación de la Iglesia católica).
Estos son de nuevo tiempos de debate sobre la reforma del Estado y deberemos hacer de modo que no se nos vuelva a diluir el esfuerzo en salidas cínicas o engañosas.
Entramos al año de la patria. Celebramos el bicentenario de la Independencia y el centenario de la Revolución Mexicana. Ya nadie parece creer en esas cosas y no es para alarmarse. Lo patético es que todavía haya cabezas de chorlito que nos vienen a decir que no hay nada que festejar en nuestra historia porque ésta es sólo un caos y un desmadre descomunal del que no podemos sacar ninguna conclusión cierta, así que, ¿para qué seguir estudiando nuestra historia?
Fuente: La jornada
Difusión AMLOTV