Alberto Híjar en APIAVirtual.
También en la víspera de la primera guerra por la Independencia, hubo explotadores muy preocupados por la inminencia del estallido social. “Los mismo reyes de España, en documentos oficiales, habían reconocido los abusos que cometían los blancos con la clase indígena”, dice Alfonso Toro (1946) y cita a Felipe V en cédula del 15 de octubre de 1713. Los visitantes como Humboldt daban cuenta de los lujos de los hacendados, los ricos bienes naturales y la miseria extrema de los indios. Davis Robinson apunta en el arranque del siglo XIX: “no hay país en la tierra en que se vea un contacto tan fuerte y monstruoso de riqueza y de miseria como el que presenta aquella parte de América”. Antes de ser obispo de Michoacán, Manuel Abad y Queipo exigía practicar las Leyes de Indias para acabar con la injusticia social pero siempre bajo control de los españoles “para sosiego de nuestro Amado Monarca” y en previsión de los estallidos “porque las Américas ya no se pueden conservar por las máximas de Felipe II”. Ya obispo pese a que nunca fue presentado con el Papa por ser hijo natural, condenó a Hidalgo y promovió su excomunión como escarmiento desde el orden despótico pero necesario según él. Necesario porque “los vicios de los habitantes de la Nueva España se han hecho en ellos naturaleza” según el duque de Linares, virrey en busca del mayor ejercicio militar contra la corrupción y los vicios. Nada mejor para los tiranos que ocultar la desigualdad económica y social con operativos militares.
Tenían razón los dignatarios porque el centro del país era lugar de conspiraciones constantes y levantamientos sofocados a sangre y fuego. “¡Nueva ley y nuevo rey!” gritaron los indios en Pátzcuaro y hasta Yucatán llegaron los aires de insurrección con Jacinto Canek al frente de los mayas de Cisteil y Sotuta. Represión ejemplar merecieron los insurrectos: a Canek le fue arrancada la carne con tenazas candentes ante el pueblo morboso y aterrado y con la bendición de algún cura convencido de ser representante de la justicia divina.
La expulsión de los jesuitas a consecuencia de las reformas borbónicas impulsoras de una economía política de modernización para conseguir ubicarse en el arranque de la acumulación originaria del capital ya avanzada a mediados del siglo XVIII, privó a las colonias españolas de vanguardia intelectual asociada a la organización comunitaria indígena. Los jesuitas intentaron en el mundo, lo mismo en Brasil ahora triple frontera con Argentina y Paraguay riquísima en agua, energía y biodiversidad que en el oriente asiático, un proyecto comunitario acompañado por la investigación científica y la reflexión histórica de reconocimiento de los subyugados ancestrales. Ya expulsados del reino español “donde no se ponía el sol” y en Bolonia donde murió con otros de sus compañeros, Francisco Javier Clavijero escribió la historia donde por vez primera dio nombre a México. La ilustración europea, francesa en especial, dejó huella en los estudiantes de filosofía y teología de la Universidad Nicolaita como Hidalgo y Morelos donde el primero llegó a ser rector. Una racionalidad insurgente exigió conspirar con tal suerte que lo mismo alcanzó a jefes militares como Allende y Aldama que a distinguidas señoras como Leona Vicario y Josefa Ortiz esposa del Corregidor de Querétaro tan inodado como don Andrés Quintana Roo el famoso abogado. Llamaron Guadalupes a quienes hicieron tareas como transportar una imprenta y armas en sus carrozas y bajo las enaguas y las casacas. Las ricas damas supieron estar a la altura de las madres coraje como Gertrudis Bocanegra y Mariana R. del Toro.
Fiestas y saraos parecían las reuniones conspirativas donde la poesía y la música sirvieron a la construcción de los insurgentes. Para los indios y mestizos explotados, nada mejor que integrar la prédica de la justicia y la emancipación, de la igualdad entre todos los seres humanos y de la libertad en la tierra, con el aprendizaje de los cultivos prohibidos por los estancos propios de un control productivo colonial. Cultivar la morera y el gusano de seda, dominar la alfarería y la cría de abejas, apuntaron a la liberación de las fuerzas productivas.
Tardíamente, el 15 de octubre de 1810, las cortes de España proclamaron la igualdad de españoles, indios y castas. Llegaron a más los explotadores colonialistas al ofrecer el indulto a Hidalgo y Allende sólo para recibir como respuesta al virrey Venegas una prueba revolucionaria de dignidad suprema “en desempeño a su nombramiento (por la nación mexicana) y de la obligación que como patriotas americanos les estrecha” para responder que “no dejaran las armas de la mano hasta no haber arrancado de los opresores la inestimable alhaja de su libertad. Están resueltos a no entrar en componenda alguna si no es que se ponga por base la libertad de la nación y el goce de aquellos derechos que el Dios de la naturaleza concede a todos los hombres, derechos verdaderamente inalienables y que deben sostenerse con ríos de sangre si fuere preciso. Han perecido muchos europeos y seguiremos hasta el exterminio del último si no se trata con serenidad de una racional composición. El indulto, Señor Excelentísimo, es para los criminales, no para los defensores de la Patria y menos para los que son superiores en fuerza”. La venganza del Reino tuvo que valerse de un traidor, Ignacio Elizondo, para capturar a Hidalgo y Jiménez en la acción donde Indalecio, el hijo de Allende, resultó muerto al responder el ataque. Félix María Calleja, virrey al fin, encabezó la guerra sucia exterminadora y crudelísima contra guerrilleros y comunidades en resistencia y apoyo insurgente. Nada de esto fue suficiente para acabar con la lucha mientras los reyes y gobernantes de España se debatían entre traiciones, pactos infames y acuerdos con Napoleón Bonaparte para mantenerse en el poder. El estallido social creció, se consolidó y habrá de triunfar porque lo de 1810 fue apenas el heroico inicio. Con sus manos raspadas para borrar el carisma sacerdotal, Hidalgo fue fusilado con sus compañeros luego decapitados para ejemplo de los pueblos y como castigo aún después de la muerte. Las cabezas de Hidalgo, Allende, Aldama y Jiménez permanecieron colgadas en las esquinas de la Alhóndiga de Granaditas, el enorme granero de los hacendados, durante once años y ni así se arrepintieron los insurgentes en activo que siguen sin pedir perdón.
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