Fuente: La Jornada de Zacatecas
Redacción
Luis Toledo Sande*
–Primera de dos partes–
Los graves sucesos de Honduras abren una pregunta: ¿regresan los gorilas? Para quienes prefieran tener su residencia en las nubes –no digamos ya hacerles el juego a los traficantes de la información– tal regreso pudiera parecer impensable.
Presuntamente el imperio hegemónico ya no es el mismo que apoyó el gorilismo en nuestra América, y los golpistas no han puesto a un militar en la cabeza visible del gobierno de facto. Pero todo eso pertenece al follaje, no al tronco y a las raíces de la realidad.
El golpe militar en Honduras lo han precedido el crecimiento del ímpetu emancipador protagonizado por los pueblos de nuestra América y por un número de sus gobiernos impensable hace unos pocos años, y el cambio de imagen que el imperio ha querido ofrecer tras el descrédito –acaso el mayor de su historia– que le ha costado la política personificada en George W. Bush.
Hasta para buscar el apoyo de sus aliados, salvo que fueran un (Tony) Blair (ex primer ministro británico) o un (José María) Aznar (ex presidente del gobierno español), ese presidente estadunidense le ponía malas las cosas a su país.
A la nación cabeza del imperio le ha urgido maquillarse, volver, o que sus medios hagan creer que las retoma, a las tácticas con que gobernantes menos insensatos habían intentado asegurarle mayor duración como potencia.
Cabría recordar las falacias representadas por la Alianza para el Progreso, que en los años 60 del siglo 20 se dirigió a contrarrestar en nuestra América un afán liberador que no hallaba más alternativa que la violencia revolucionaria.
Si ahora, además de dar apariencia de generosidad, el imperio consiguiera hacer creer que su bipartidismo no es una engañifa, y que resuelve los viejos conflictos que lo han distinguido, mucho mejor aún.
Pero no olvidemos el decir popular según el cual los llamados demócratas han hecho las guerras promovidas por los llamados republicanos, ni perdamos de vista ciertos hechos. Uno de ellos consiste en que ya los segundos habían sobresalido en la manipulación propagandística.
¿Qué fue si no ubicar en sitios conspicuos de su andamiaje político a estadunidenses cuya condición étnica visible sugiriese que en esa nación, donde ha tenido expresiones tan cruentas como las protagonizadas por el Ku Klux Klan, la discriminación racial se revertía?
En años recientes los llamados republicanos situaron como titular de la Secretaría de Estado, primero, a un hombre mulato, y luego a una mujer negra, y ambos sobresalieron no menos que sus predecesores blancos en el servicio al belicismo imperialista.
Su conducta corroboró que, por muy importantes que las etnias y los géneros sean, y lo son, lo determinante es el lugar que cada quien ocupe en la estructura de clases de la sociedad y la voluntad que tenga de perpetuar o transformar esa estructura.
De algún modo los aires de la Alianza para el Progreso han resurgido: no con ese nombre –cuya eficacia, si la tuvo, cesó ante el aumento de la pobreza en la mayoría de los pueblos del mundo, y acaso no halle camino en la etapa de crisis que se ha hecho sentir hasta en las naciones más enriquecidas– pero sí con dosis de renovada fantasmagoría.
A inicios de abril de este año, en la Cumbre del G-20, el flamante presidente (Barack) Obama abogó por el florecimiento de un capitalismo igualitario y prudente, contradicción insoluble, dada la naturaleza injusta y depredadora del sistema.
Para Obama, entonces recién alojado en la Casa Blanca, esa Cumbre fue su estreno en escenarios internacionales. Estaba en pleno apogeo la euforia de muchos por las expectativas creadas en torno a la figura del primer no blanco, y por añadidura, con antepasados musulmanes, elegido para presidir una potencia que ha agitado las banderas de la confrontación entre civilizaciones.
Pero para quien quiso oír, Obama habló con una franqueza que, si el articulista no la califica de desfachatez, es para que no se le acuse de poco delicado y de cargar la mano contra un imperio empeñado en volverse bueno, o contra el encanto y otros atributos mostrados por quien ha logrado la fama y la imagen esperables tal vez de un Denzel Washington devenido presidente de la gran potencia.
Al menos en lo tocante al citado momento de la Cumbre del G-20, nadie debe acusarlo de haber querido confundir al mundo. Si acudió a las buenas maneras para decir: “vinimos con la intención de escuchar y de aprender”, de inmediato añadió: “pero también con el propósito de promover el liderazgo norteamericano”.
Traduzcamos la frase a su sentido político más verosímil: con el propósito de asegurar la hegemonía que habían puesto en peligro los extremos bushistas, para valernos del socorrido comodín terminológico.
En la madrugada europea del anochecer estadunidense en que se escrutaban las boletas de las elecciones que alzaron a Obama vencedor contra el representante del continuismo bushista, cadenas de televisión del “Viejo Continente” protagonizaron un festín de comentarios. Algunos serán difíciles de olvidar.
En un plató que le era favorable, cierto catedrático socialista –es decir: socialdemócrata– se refirió a la nación, estropeada por Bush, que Obama recibiría si era electo, y declaró: “no tengo ningún reparo en proclamar, desde la izquierda, la importancia de que Estados Unidos recupere su liderazgo mundial”.
La frase resumía todo el camino de una Europa que, lejos de aprovechar la debacle del campo socialista para zafarse de la dominación de su “aliado” norteamericano –o sea, del gendarme planetario que la había uncido a sus designios– reforzó los servicios que le brindaba, señaladamente los formalizados con su incorporación a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN).
Entonces, ¿contra quién cabría aplaudir la revitalización del liderazgo mundial de Estados Unidos? No caben muchas opciones de respuesta: contra los gobiernos que, sobre todo en nuestra América, muestran afán de servir a sus pueblos, y por tanto, no acatan las órdenes del jaquetón del Norte.
Y también, por si acaso, contra las revueltas que nuevas etapas de la ya larga crisis del sistema capitalista susciten dentro de Estados Unidos y de las naciones más enriquecidas gobernadas por cómplices de la gran potencia. (Continuará)
* Investigador, ensayista, especialista en el tema martiano, subdirector de la revista Casa de las Américas y colaborador de Prensa Latina
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