viernes, 24 de julio de 2009

ABC: el deterioro moral


Fuente: La Jornada de Zacatecas

Redacción

Armando Tiburcio Robles

“Era mi changa apestosa y nunca me va a volver a abrazar, nunca me va a volver a besar”, dijo con voz quebrada Abraham Fraijo, en una de las movilizaciones masivas por las calles de la capital de Sonora, mientras mostraba la foto de su pequeña hija fallecida en ese desastre llamado Guardería ABC, lugar convertido rápido, como fuego ardiente, en una de las más grandes vergüenzas nacionales.

Ese hecho, uno de los mayores absurdos macabros de nuestro tiempo, habrá de incrustarse profundo en el ánimo colectivo de los mexicanos. Los niños fallecidos en Hermosillo estarán siempre presentes en el imaginario y el actuar de los acontecimientos sociales por venir.

Más aún, todo lo que se ha entretejido alrededor nos demuestra, de manera más clara que otros graves problemas nacionales, que estamos no sólo ante el infortunio local o la desgracia de algunas familias, sino que, como sociedad, padecemos un crítico desarreglo institucional, una profunda fractura interna, y con ello, el desmoronamiento de los actuales referentes de la moral social.

Un manifestante, testigo del incendio y sus consecuencias, me decía que las actitudes, reacciones y la sensación general que flotaba en el ambiente durante e inmediatamente después del fatídico 5 de junio habían sido muy similares a las sucedidas en la ciudad de México a raíz del sismo de 1985.

Tal acontecimiento que también lo vivió: una élite desconcertada, vociferante y paralizada frente a una sociedad igual de desconcertada y adolorida, pero actuante y solidaria, encontrando y exigiendo soluciones.

En aquellos hechos dramáticos las élites tradicionales de la capital del país se alejaron de la gente, mostraron lentitud de reacción y perdieron ética, práctica, y políticamente, el respeto de y a la ciudad. En muchos sentidos no la han podido recuperar.

En la tragedia de ahora las élites locales y nacionales montaron una ridícula farsa mediática sólo equiparable a su falta de sensibilidad para acompañar a los afectados en el dolor, para sufrir con ellos la búsqueda de soluciones y asumir con honestidad sus responsabilidades. Lo que perdieron fue la vergüenza. Lo demás vendrá después, dice.

Visto así, dicha farsa no se explica únicamente por el pleito electoral de ese momento. No fue un asunto del Partido Acción Nacional (PAN) contra el Partido Revolucionario Institucional (PRI), del gobierno federal contra el estatal. Fue también que unos y otros consintieron en buscar culpables inventados para ocultar nombres y ganar tiempo.

Voceros oficiosos pretendieron desactivar la organización ciudadana al presionar por separado a los padres de los fallecidos para llegar a un “arreglo” privado. Fue que al gobernador se le antojó seguir sembrando agravios mientras tranquilizaba su conciencia durmiendo “como un bebito”.

Fue que el director del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) solamente atinó a señalar a funcionarios menores, a responsabilizar a los directivos del estado y jugar con las listas de las guarderías subrogadas.

Fue que los medios de comunicación, después del impacto inicial de la tragedia, se entretuvieron más buscando nombres para el escarnio entre los beneficiarios de las subrogaciones que en hacerse cargo de inmortalizar los nombres de las víctimas.

Fue incluso que los ministros de culto, los pastores de almas, desilusionaron a sus fieles en los momentos en que éstos necesitaban mayor apoyo, justicia efectiva, terrenal y respeto a su dignidad.

Menuda sorpresa me llevé cuando el señor Fraijo agregó al micrófono: “exijo que se hagan responsables de lo que hicieron. Si a los políticos y al arzobispo les preocupa mucho que el dolor no se convierta en odio, exijo que a todos los niños muertos y heridos se les haga ¡justicia, justicia, justicia!”.

Y es que, inmediato a la tragedia, el arzobispo emérito de Sonora, Carlos Quintero Arce, pretendiendo calmar el ánimo de la sociedad lastimada, publicó en la prensa local un desplegado titulado No permitamos que el dolor se convierta en odio. Para su sorpresa, consiguió justo lo contrario. Enardeció a los afectados.

Lo acusaron de tratar de proteger a los influyentes responsables y de inmediato le advirtieron de que se abstuviera de pretender siquiera participar en las marchas. Pidieron que no se pararan ahí ni él ni los políticos en campaña. A partir de entonces las movilizaciones han culminado, muy plurales, con rituales, rezos y plegarias de ministros de cultos distintos, católicos incluidos.

Los trágicos hechos de Hermosillo y sus secuelas ponen en evidencia que estamos frente a una gran fractura moral donde las necesidades materiales y espirituales de la sociedad le quedan grandes a una élite que pretende conducirla, pero que ni siquiera puede marcar pautas de conducta y de respeto.

Por su parte, la sociedad trata de organizarse, de consolidar sus valores, de ser solidaria. Se manifiesta activa y exige respuestas válidas a los tres grandes ejes que motivan su actuar colectivo.

Justicia. Necesidad urgente. Por desgracia, las instituciones encargadas, mientras más parece que hacen, menos resuelven. El desarreglo institucional (en este y en otros casos) tiene al país en el filo de la desconfianza y cada vez más cerca de la desesperanza. Pero no tiene por qué ser así. Por eso está la gente en la calle.

Nunca más. Una exigencia que a la vez propone renovar las formas, los métodos y el fondo de la seguridad social. Pública y privada. La imaginación tiene un reto para ofrecer mejores opciones a los niños, ancianos y los más vulnerables.

No están solos. A pesar de la notoria crisis ética de las élites, la sociedad se niega a la parálisis. No quiere desentenderse de los suyos. Fue menos de un centenar de familias afectadas, entre muertos y heridos. Miles están en las calles, una y otra vez. Millones fuimos marcados por un hecho injusto e injustificable. Para nunca olvidar.

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