Por la pluma de Hermann Bellinghausen en La Jornada y por internet llega un comunicado. No es del Subcomandante Marcos sino de La Junta del Buen Gobierno. El comunicado es largo: contiene 22 incisos. Dice en síntesis que el 4 de junio se produjo una incursión militar y policiaca de 200 “provocadores” en las inmediaciones de La Garrucha. El operativo incluyó 10 vehículos y una tanqueta. En Galeana, uno de los poblados, los soldados con las caras pintadas “para confundirse”, alegaron que ahí había “mariguana” y que pasarían “a huevo’”. Ante la amenaza, los indígenas sacaron machetes, palos y piedras para defenderse. Los soldados, después de pisotear las milpas, se retiraron amenazando con volver en 15 días.
La amenaza es sintomática. En medio de los zarandeos de un gobierno que no alcanza a ordenar el país y que se muestra cada vez más ajeno a los intereses de la gente, la guerra contra el narcotráfico se empata con la guerra contra las disidencias sociales. Junto a las represiones de Atenco y de la APPO, más las constantes acusaciones y encarcelamientos de líderes sociales, los territorios zapatistas no han dejado de estar amenazados. El comunicado que he citado no es más que el desarrollo de una estrategia militar que el Centro de Análisis Político e Investigaciones Sociales y Económicas (CAPISE) había reportado a principios de año, cuando, al anunciarse la Iniciativa Mérida, advirtió que 59 campamentos militares se habían reforzado en esos territorios indígenas.
Por mucho tiempo se ha creído que el Estado –“el más frío de los monstruos fríos”, decía Nietzsche– es el gran culpable del terror. Frente a las sociedades democráticas, capaces de proteger a los particulares contra la voracidad del Big Brother, estaban las sociedades totalitarias que buscaban el Estado total. Sin embargo, con la desaparición de estas últimas, el asunto no ha quedado zanjado. El terror que ha desatado en México un Estado en apariencia cada vez más delgado, más democrático y liberal, muestra que el totalitarismo –como sucedió en la época del Terror francés– está en la idea misma de que el poder que detenta nace de la soberanía popular.
Así, en referencia al ciudadano y a la Constitución, y colocando la voluntad colectiva por encima de las libertades fundamentales, el gobierno liberal de Calderón está desgarrando la Constitución, alienando los derechos inalienables y ahogando la vida social bajo el peso, ya no de una enorme burocracia –como sucedía con los Estados totalitarios–, sino de los intereses económicos del mercado global que, dice el Estado democrático, están al servicio de la vida social. Al igual que en los regímenes totalitarios, en el gobierno de Calderón al pueblo se le oprime en nombre del pueblo. Reverenciados en el discurso, los ciudadanos son vigilados y perseguidos en nombre de su seguridad. Sólo los poderes que emanaron del pueblo y están sentados en la estructura del Estado –Martínez Cázares dixit– son los únicos que pueden decidir cuál es su bien. Es precisamente esta santificación de la democracia representativa la que está engendrando el despotismo y el terror.
En el origen del terror que vivimos está la idea según la cual el pueblo es soberano, y ya que la legitimidad de los gobernantes viene de él, todo lo que ellos dictan es legítimo. Como lo decía Édgar Quinet en su análisis de la Revolución Francesa: “El sofisma eterno de los plebeyos es que pueden hacer lo que quieren con el absolutismo, que esa arma en sus manos no daña a nadie, que ella es, para ellos, la lanza de Aquiles; que la tiranía, ejercida por ellos, pierde inmediatamente su mala naturaleza y se vuelve un bien”. La violencia que los grupos disidentes, como los zapatistas, sufren bajo la máscara de la violencia del Estado contra el crimen organizado, vive de ese sofisma y de esa confusión.
De ahí a caer en formas nuevas de totalitarismo hay sólo un paso. Si para el fascismo se trata de plegar las instituciones jurídicas a la afirmación de la voluntad nacional detentada por el gobierno; si para los comunistas se trata de poner al partido de los oprimidos en el sitio del Estado y fundar, decía Zinoviev, una “civilización sin derechos” en nombre del derecho de los más débiles (tentación que habita en las formas más radicales del PRD), para el gobierno liberal de Calderón se trata de plegar las instituciones del Estado a la voluntad del mercado global en nombre del pueblo de México, y para su bien.
Para debilitar el derecho a la seguridad, la manutención de la paz interna, las libertades civiles, es decir, para debilitar los límites que los legistas clásicos asignaban al poder soberano, el gobierno de Calderón invoca la inversión del capital y la guerra contra el crimen y contra todo lo que tiene el sabor de la disidencia, en nombre de la Nación y de sus ciudadanos, es decir, en nombre de su legitimidad democrática. El pueblo que describe y celebra es un pueblo comandado y en ascenso bajo el mando de la uniformación del capital global y del consumo. Para Calderón, el zapatismo y todo lo que se opone a esa lógica democrática son culpables. Su condición de extraños al sueño popular –global– que él detenta, los iguala a criminales organizados que hay que aniquilar para que la democracia viva. Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO , y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.
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