Conocedor de la historia, Jesús Reyes Heroles miraba lejos y ofreció sus destrezas académicas y su sensibilidad política al servicio de las ideas y de las estrategias encaminadas a transformar la realidad del país de manera efectiva pero gradual. Tenía la vista puesta, siempre, en el futuro.
Una mañana de diciembre de 1976, horas después de asumir la titularidad en la secretaría responsable de la gobernación y el desarrollo político de México, reunió a sus más cercanos colaboradores y se demoró en una larga reflexión política definitoria del talante y del contenido de la encomienda pública recién puesta bajo su experimentada responsabilidad. Hizo el primer bosquejo verbal de todo un programa de iniciativas legislativas destinadas a conformar una amplia reforma política encaminada a multiplicar y enriquecer, consolidándola y ampliándola, la vida democrática mexicana.
Y a continuación Reyes Heroles formuló ante nosotros un anuncio premonitorio: durante los meses siguientes todo el equipo se ocuparía de enhebrar, bajo su imperativa dirección, una honda, novedosa reforma política capaz de encaminar a la sociedad mexicana, no sin dificultades y poderosas resistencias, hacia lo que, un día, podría llegar a considerarse como una democracia avanzada. “El poder se comparte o se parte”, decretó en el momento culminante de su exposición inicial.
Durante décadas enteras, recapituló, el Estado mexicano creó las condiciones políticas y las normas jurídicas indispensables para el crecimiento y la expansión de una nueva sociedad. Sin embargo, dijo, había llegado el momento de ensanchar la legalidad y dotarla de nuevos instrumentos aptos para incluir a todas las nuevas fuerzas políticas y propiciar su ascenso al poder de la República según su genuina implantación electoral.
Ya en 1963, trece años antes, durante una reunión organizada por el antiguo IEPES, acuciado por un vaticinio incluyente, convocó a los priístas a contar y no cortas cabezas.
La palabra proceso se repite y se explica, se desarrolla, aparece y reaparece de manera continua en la obra reyesheroliana. Estamos ante un gradualista contumaz, pero no ante un "gatopardista". Se trata de un jurista político --de un político jurista-- creyente en las reformas, sí, pero no a la manera de los elusivos reformistas superficiales sino concebidas dentro de la densa tradición liberal inherente a los grandes reformadores: creía en la reformación continua de la política y del Estado. En su ensayo Mirabeau o La Política, en el que critica, elogia y, al mismo tiempo, rebate el Mirabeau de Ortega y Gasset, se detiene en el tema. Oigamos al mexicano:
El gran reformador -oponiendo esta idea a
la del "pequeño reformador", vale decir, a la
del "reformista"- cree que es posible
transformar, cambiar, en la paz, evitando el
corte de cabezas, una sociedad y un Estado;
quiere efectuar cambios sin interrumpir la
marcha de la sociedad, sabe levantar nuevos
cimientos y recimentar.
Con la sagacidad del jurista avezado y valido del tiento del político con experiencia, que también lo era, nos recordaba que en política no hay nada irreversible y que el primero en perder la partida es, sin la menor duda, el maximalista que lo exige todo y de golpe.
Apoyado en esas razones concebía al trabajo político cotidiano y tenaz --la política, escribió, además de ideas, es organización-- y recomendaba beneficiarse del tiempo para alcanzar --para ir alcanzando, así lo decía a través de gerundio tan descriptivo-- las metas concebidas de manera gradual y escalonada.
Recuerdo con nitidez cómo, a las pocas horas de haber sido electo dirigente nacional del PRI, en febrero de 1972, convocó a los integrantes de aquel Comité Ejecutivo Nacional y nos espetó:
El carro completo ya se acabó. En cada
elección sucesiva será más difícil obtener
las amplias mayorías absolutas a las que
estamos habituados. Preparémonos para
una convivencia política crecientemente
dificultosa y competida y asumamos, con
todas sus consecuencias, que nosotros
mismos hemos creado las condiciones -y
seguiremos creándolas- para que florezca
y se desarrolle al pluralismo nacional.
Era, sí, un gradualista, mas su cautela no era hija de la actitud pusilanimidad. No proponía alcanzar los cambios necesarios de manera gratuitamente despaciosa. Conocedor e intérprete de nuestra historia, recomendaba que, para actuar con eficacia en política, ha de caminarse con tiento, con la sonda en la mano, decía, con el propósito de alcanzar los fines políticos concebidos, pero sin tiros y sin traumas.
Político de alta mar y no de cabotaje, como definió a su admirado Manuel Azaña, fue suscitador de ideas y riguroso elaborador de teorías, pero tuvo siempre el acierto de eslabonarlas con un sentido de la realidad, a un mismo tiempo flexible y descarnado, que, no por flexible y descarnado, dejaba de ser escrupuloso, razonador, apegado a principios. Esa es la clave tanto de sus éxitos como de sus fracasos políticos.
Jesús Reyes Heroles es el político mejor dotado de su generación. Su densidad académica y su temperamento hipersensible le otorgaban peso específico singular. El sentido innato de su significación personal lo orillaba a ser cauto y, por ello, anteponía, siempre, la palabra a la acción. Antes de actuar hablaba con todos. Procuraba comprender y no condenar. Con el ánimo abierto, discutía y argumentaba con el adversario.
Si su crítica era ácida y demoledora, su autocrítica era inmisericorde también. Hablaba con la misma claridad persuasiva con la que escribía. Y escribía para explicar problemas y programas, nunca para confundir, para alebrestar –como él decía-- o descalificar a nadie. Siempre lo hacía para definir y esclarecer, para debatir en todos los casos. Ahora, cuando parece que todo vale y se recurre a lo que sea para laminar o eliminar al adversario, releamos a Reyes Heroles.
Al comprender las razones del otro --comprender, decía, tiene mayor rango que entender-- empezaba a discutir con filo argumental, a veces sin piedad, basado en información fresca y pertinente, valido de razones jurídicas y éticas incontestables. Así propiciaba que un problema fuera abordado de manera racional y desde todos los ángulos posibles: si no quedaba resuelto, por lo menos lograba plantearlo de manera útil y clara. Pero no lo dejaba latente por mucho tiempo, pues, sostenía, si un problema se soslaya, estalla.
Engarzaba a la disciplina académica del profesor universitario con el realismo del político apto para actuar con una mezcla de flexibilidad operatoria y escrúpulo republicano. En esto último hay un ambiguo paralelismo entre Reyes Heroles y el también áspero Azaña, el "habilidoso y contundente Azaña", según lo definió
Es verdad que Reyes Heroles podía exasperarse con las estridencias de los intolerantes o impacientarse con las rigideces de los excluyentes, y, si bien no solían ponerlo de excelente humor los inflexibles dogmáticos o los necios de capirote, prevalecía en su poderoso cerebro el hombre de Estado, el político “pura sangre” --pura sangre fría, diría yo-- que lograba convencer a unos y a otros o, al menos, sosegarlos, para encaminar los problemas hacia un acuerdo, así fuera provisional, o para tender un puente que condujera a finales abiertos, temas tácitamente inconclusos o cabos deliberadamente sueltos para no arrinconar en el fondo de callejones sin salida a los dirigentes sociales o a los contradictores políticos.
Con fino oído histórico de auténtico científico social, abierto a todo lo nuevo pero insumiso a los tópicos corrientes y renuente a las modas ocasionales huérfanas de imaginación, creyó siempre en la política y en la palabra, porque, con su admirado, aunque no siempre emulado Ortega, sabía que la palabra es un estremecimiento del aire que, desde la madrugada del génesis, tiene poder de creación.
Nunca adulaba. Era más bien seco y a veces cortante como un acantilado. Tacaño para el elogio, detestaba a los lambiscones. Sobre todo a los que intentaban serlo bajo el palio seductor de cualquier lisonjero disfraz seudopolítico o seudointelectual. No se dejaba decir “maestro” ni “profesor”. Sólo admitía ese tratamiento si provenía de aquellos que, en realidad, habían sido discípulos suyos en la Facultad de Derecho de la UNAM. No ocultaba, según el treno de Alfonso Reyes por Ortega, que "la vida del espíritu es manifestación de arisca independencia".
Hombre leal, y buen subordinado mientras tuvo jefes –subordinado crítico, definámoslo de ese modo, como lo demostró más de una vez-- no quemó incienso a nadie: su temperamento político, reluctante ante cómodo anecdotario de las simplificaciones al uso, podía acarrearle dificultades, algunas no pequeñas por cierto, que lo llevaban a fricciones políticas o a enfrentamientos verbales. Y aunque no solía buscarlos tampoco intentaba eludirlos cuando se trataba de asuntos de principio, abierto como estuvo siempre a negociar en lo accesorio y a buscar coincidencias en lo fundamental, como lo aconsejó su estudiado Otero.
Convencido de que la política es una carrera de resistencia y no de velocidad, en cuyo ejercicio azaroso debe tenerse presente que se trata no de una ciencia exacta sino una de aproximación, Reyes Heroles hizo brillantes aportaciones a los mundos frecuentemente contradictorios de la especulación teórica, el rigor histórico y el realismo político.
Durante las innumerables veces que tuve ocasión de dialogar con Reyes Heroles en el curso de los muchos años en que trabajé a su lado, repetía, con machacona insistencia pedagógica: la política es carrera de resistencia, no de velocidad. Y aquí volvemos al gradualista. Al tozudo gradualista capaz de comprender, muy temprano, la operación fraguada por las principales fuerzas políticas de la oposición antifranquista española empeñadas en buscar los acuerdos básicos posibilitadores del tránsito hacia una democracia constitucional, ausente de horcas ni patíbulos.
Desde el principio de 1974 se reunía en México con los promotores de aquella primera semilla transicional que, a mediados de ese año, tomó el significativo y evocador nombre de Junta Democrática de España.
Debo decir --y permítaseme la licencia de hablar en primera persona-- que Reyes Heroles no sólo me convocó a todos aquellos encuentros precursores sino que me honró confiándome su organización y su seguimiento en el tiempo.
Durante la segunda mitad de 1974 y durante todo 1975 nuestras conversaciones políticas con la creciente oposición española se multiplicaron y se hicieron aún más frecuentes e intensas en México o en Madrid, en París o en Nueva York, en Estocolmo, en Londres, en Moscú, en Roma. Se hablaba con asiduidad y se estrechaban relaciones amistosas y de inteligencia política con aquella Junta Democrática, dotada de amplio espectro ideológico, cuyos fundadores provenían de organizaciones y rumbos no sólo distintos y entre sí alejados, sino, en ocasiones, abiertamente adversarios o, en años por fortuna remotos, enemigos rencorosos desprovistos del menor ánimo conciliatorio.
Durante aquellos meses, previos a la desaparición de la dictadura fascista en España, mexicanos y españoles --ya no sólo con los del éxodo y el llanto sino también con los de la oposición democrática pretransicional-- hablábamos y discutíamos, oteábamos el horizonte, cotejábamos experiencias. Durante los encuentros sostenidos con nosotros estaban los comunistas encabezados por
Como parte medular de nuestro programa de contactos y conversaciones frecuentes con los entonces llamados eurocomunistas, nos reunimos varias veces en Roma, en casa de Rafael Alberti y María Teresa León, con
De manera paralela llevábamos al cabo conversaciones políticas y estrechábamos relaciones personales de amistad (hasta hoy perduran y se han acrecentado) con quienes, poco tiempo después, se embarcarían en la exitosa aventura de la refundación del Partido Socialista Obrero Español. Por encomienda directa de Reyes Heroles presenté, en México, a Felipe González con los dirigentes históricos del viejo partido fundado por
Eran los años en los que el entonces llamado tardofranquismo toleraba –cuasiaperturista, como no tuvo más remedio-- a las entonces incipientes fuerzas democráticas como la encabezada por Felipe González,
El PRI apoyó, de manera decidida y con toda convicción, tanto a la Junta Democrática de España –la oposición antifranquista en el exterior-- como al naciente PSOE y, desde luego, a la Plataforma de Convergencia Democrática –la oposición en el interior--, durante los momentos más difíciles e intrincados de las negociaciones destinadas a consolidar el ya muy amplio frente fraguado a partir de la unidad alcanzada entre los dos organismos opositores. (La célebre Platajunta).
Con aquellos jóvenes refundadores del PSOE nos reuníamos en México, como he dicho, o en La Habana o en Caracas o en Panamá o en Madrid (en las modestísimas oficinas de aquel renaciente partido, situadas en un destartalado edificio de la calle García Morato) o en Bonn, al calor de la anfitronía fraterna de Willy Brand, en la sede del Partido Socialista Alemán o en casa del propio dirigente máximo de la política democrática teutona.
Y muy a propósito de la Junta Democrática y de sus intensas relaciones políticas en México –con el gobierno y con el PRI--, no resisto la tentación de relatar uno de los muchos episodios acaecidos entre Tierno Galván y Reyes Heroles. Resulta que un buen día tomé la iniciativa de sentarlos a discutir y a reflexionar –y eso ocurrió en varias ocasiones-- en torno de una mesa en alguno de los salones del antiguo Palacio de Bucareli. Entre curiosos y complacidos, Raúl Morodo,
Los dos viejos profesores --temibles más por su calidad de profesores que por su condición de viejos, ya que en aquellos años ninguno de ellos llegaba a los sesenta-- se admiraban y, sin dejar de mirarse como al desgaire, con el rabillo del ojo, establecieron una suerte de fraterna emulación o competencia de cuyas resonancias nos beneficiábamos los pocos y afortunados espectadores durante aquellas reuniones que tuvieron como corolario los metodológicos razonamientos de Tierno en El Colegio de México o las agudas disquisiciones de don Jesús en torno de la razón de Estado, con motivo de su comparecencia años después ante el paraninfo de Alcalá de Henares.
Con perspicaz solidaridad, Reyes Heroles comprendió y apoyó a la Junta Democrática de España, cuyo amplio espectro estudió con curiosidad intelectual de politólogo --y observó con realismo de político profesional-- hasta comprender el proceso español como una demostración palmaria de que la gradación del cambio político escalonado y pactado puede y debe ser hija de un acuerdo honorable entre la libre imaginación y la terca realidad, entre la responsabilidad de los dirigentes y las urgencias del electorado.
Casi al mismo tiempo, el hombre de Estado que habitaba en la cabeza política de Reyes Heroles ideó una fórmula que, con una mezcla de ceñido escrúpulo jurídico y de gélido realismo, propició que las dos repúblicas --la nuestra y la española en su entonces exilio parisino-- llegaran a un acuerdo, tan racional como amistoso, a fin de relevarlas, mediante el mutuo consentimiento, de una simbólica vinculación diplomática tan honrosa como quijotesca. Me cupo el privilegio de llevar la representación de México durante las muchas reuniones realizadas en París en las que, por un lado, se dieron por concluidos los fraternales vínculos históricos con el gobierno de
A partir de entonces don Jesús profundiza en el estudio de los acuerdos que fueron haciendo posible la metamorfosis política de una sociedad que ya no era la que había sido pero que tampoco había llegado a donde quería: lo nuevo no acababa de nacer, lo viejo no acababa de morir, para decirlo con sus propias palabras.
Consciente de las diferencias insoslayables y de las intransferibles peculiaridades históricas, sociológicas y culturales que signan y configuran cada circunstancia nacional, Reyes Heroles, veracruzano hijo de andaluz, solía invocar la experiencia española sólo como una referencia útil para quienes estuvieran dispuestos a discutir las posibilidades de autotransformación del sistema constitucional mexicano y, en consecuencia, la multiplicación de los entendimientos entre los adversarios políticos en el seno de una sociedad plural y urbanizada, escolarizada e hipercrítica, aunque vergonzosamente castigada por las llagas de la desigualdad.
Y cuando retrucaba a quien se permitía sugerir que México debía hacer una transición “igual a la española”, Reyes Heroles, sin dejar de mirarlos con ojos burlones, le decía: “no, amigo, no se equivoque: en política no existen modelos preconcebidos ni tampoco recetas para plantear o arreglar los problemas”. Y remataba con un “cada quien su transición…”
Imaginativo constitucionalista y sociólogo político bien entrenado, no se dejaba engatusar por las disquisiciones teorizantes de quienes pretendían identificar al sistema constitucional mexicano con la hegemonía de un solo partido político. Nuestro sistema jurídico, oriundo de la Carta de 1917, decía don Jesús con lógica hermenéutica de riguroso profesor de Teoría del Estado, contiene los embriones técnicos de su autotransformación y está concebido para garantizar, a un mismo tiempo, continuidad constitucional y estabilidad institucional, dentro
Los rezagos nacionales ostentan tal magnitud que sólo un esfuerzo político titánico podrá plantear con puntería y encarar con eficacia la vasta tarea colectiva que supone la consolidación de las dos grandes reformas que deben proseguirse y ahondarse, de modo simultáneo, con el consentimiento y el apoyo crítico de todos los mexicanos y bajo la dirección política e ideológica de un PRI renovado y fortalecido: las reformas democráticas del Estado y de la economía.
La situación política nacional de hoy nos obliga a leer y a releer a Jesús Reyes Heroles. Con él aprenderemos que la política es camino y solución y que la lealtad a los principios es el secreto de su eficacia.
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